Tres lunas llenas. Irene Rodrigo

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Название Tres lunas llenas
Автор произведения Irene Rodrigo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418883163



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para el mundo. En lugar de ello, I. C. describía a un personaje común, privado de cualquier rasgo que llamase la atención a simple vista, y aun así el personaje permanecía vivo —viva, a pesar de su muerte sobre el teclado—, flotando por encima de las páginas, una vez finalizada la novela.

      La protagonista no aportaba lecciones ni advertencias de ningún tipo, no despertaba especiales simpatías ni aversiones, y sin embargo era imposible mantenerse al margen de su mediocridad, no sentir su fútil paso por el mundo como algo propio. Y, porque no se proponía aleccionar a nadie, I. C. debía ser mujer.

      Compuse mentalmente el texto que escribiría para la faja de la novela. «Innecesaria. Prescindible. Pero también todo lo contrario». Programé el despertador para que sonase tres horas más tarde y me metí en la cama pensando en la protagonista de I. C. y, sobre todo, en I. C. misma.

      Del carácter y la apariencia de Néstor Gallego solo pude formarme una impresión a medida que los editores me narraban punto por punto a la hora del almuerzo las conversaciones telefónicas que habían mantenido, la predisposición absoluta del autor a publicar con ellos —probablemente a cualquier precio—, su voz temblorosa y acelerada la primera vez que hablaron, cómo pareció que dejaba de escucharles cuando le comunicaron su interés por el manuscrito. Al conocerle en persona, unas piezas encajaron y otras no. Por ejemplo, sé que el cabello que imaginaba para Néstor Gallego no era el que resultó tener, pero ahora soy incapaz de recordar el aspecto que le otorgué en mis ensueños. En cambio, de I. C. tenía una imagen muy nítida, cristalina, y sabía que el margen de error sería mínimo.

      En cuanto he llegado a la oficina he visitado al editor número uno en su despacho. Él ha pensado que venía a preguntarle si había recibido el perfil del becario.

      —No, quería decirte que tenemos que publicar la novela de I. C.

      Me ha asegurado que la ojearía después de hacer unas llamadas importantes.

      —Y por cierto, ¿cómo se llama la autora?

      —¿Cómo sabes que es una mujer?

      —Lo sé y ya está.

      El editor número uno me ha mirado como si estuviera decidiendo si valía la pena indagar en mi proceso inductivo o si me mandaba a mi escritorio y hacía la primera de esas llamadas importantes.

      —Se llama Inés Caparrós.

      —Ya tengo hasta la faja pensada —le he dicho—. Ponme en copia cuando le escribas, por favor.

      Cuando estudiaba piano en casa, mi madre solía sentarse en uno de los dos sillones azules, a metro y medio de mi banqueta, y leía. Le fascinaba la mitología, en especial la clásica: era la única materia que despertaba en ella un verdadero interés. Poco a poco había conformado su propia biblioteca diferenciada de la de mi padre, con sus libros dispuestos en las tres baldas inferiores de la estantería más cercana al piano de pared. En ellas atesoraba obras divulgativas, novelas históricas ambientadas en civilizaciones antiguas y relatos sobre los primeros arqueólogos que se adentraron en las pirámides de Egipto o sobre los estudiosos que descifraron la piedra de Rosetta. Pero, por encima de todo, mi madre sentía devoción por los manuales y los tratados que mi padre manejó en su etapa universitaria. Los había manoseado más que él mismo, y los subrayados eran todos suyos. Mi padre aceptó esa costumbre sin rechistar, pese a que él no había realizado ni una pequeña marca con lápiz en aquellos libros.

      Una tarde, yo estaba practicando escalas de espaldas a mi madre. Las notas se mezclaban con el pasar de las páginas de su libro. Estoy casi segura de que era El rey de las hormigas, en una edición rarísima que mi padre le había comprado en una librería de segunda mano. Yo abordaba la escala de mi menor cuando noté un vuelco en el bajo vientre, como si una vasija de barro se hubiese roto dentro de mí, liberando un líquido que de repente mojaba mis bragas. Me levanté como un resorte de la banqueta y miré asustada a mi madre.

      —Me ha pasado algo raro —le dije.

      Ella despegó la vista del libro, pero no lo cerró. Sus piernas permanecieron cruzadas. Con la mano derecha acentuaba la forma de uno de sus rizos.

      —¿Qué? —me preguntó sin que su rostro perdiera un ápice de concentración. Recuerdo haber pensado que, en ese momento, Áyax estaba más cerca de mi madre que yo misma.

      —Algo en la tripa. Un calambre, no sé. Voy al baño a ver.

      Mi madre murmuró algo así como Ahora me dices y siguió leyendo. En el baño me bajé los pantalones y las bragas. Pegada a ellas había una pasta elástica que formaba un círculo marrón. Con cuidado, introduje un poco de papel higiénico entre las nalgas y luego lo miré, primero asqueada y luego con una mezcla de alivio y preocupación. No estaba manchado: aquello tenía que haberme salido por delante. Llamé a mi madre.

      Cuando entró en el cuarto de aseo, yo estaba de cara a la puerta, con las piernas flexionadas y las bragas por debajo de las rodillas. Ella me examinó en silencio desde arriba: de repente me pareció mucho más alta y espigada. Sostenía su libro en la mano derecha. Tardó unos segundos en hablar.

      —Te ha bajado la regla. ¿Sabes lo que es?

      No lo sabía. Tenía nueve años.

      Mi madre se acercó a mí y, desde sus nuevas medidas de gigante, se asomó al círculo marrón que empastaba mis bragas de algodón amarillo. En su rostro no había ninguna emoción: ni alegría, ni asco, solo una cansada impasibilidad.

      Rebuscó en un cajón del armario del baño y extrajo un paquetito fino y cuadrado de plástico verde. Yo observaba sus movimientos sin cambiar de posición: bragas bajadas, piernas flexionadas en dirección a la puerta.

      Me alargó el paquetito.

      —Ábrela y te la pegas en las bragas. Tendrás que cambiártela de vez en cuando. En el armario hay más.

      Mi madre seguía en el sillón azul cuando regresé al piano arrastrando los pies y acomodándome las bragas cada dos pasos. Sentía como si un barco navegase a la deriva entre mis piernas.

      Continué con la escala de mi menor. La toqué veinte o treinta veces, aumentando la velocidad con cada repetición. Detrás de mí, mi madre pasaba las páginas de El rey de las hormigas.

      Esta vez el rojo tarda unas horas más en llegar. En el trayecto en autobús a la oficina, me siento la poseedora de un secreto incierto y frágil. La juventud de la universitaria que ocupa el asiento de al lado me provoca una extraña apatía que se esfuma en cuanto aparto la vista de su piel tersa y su cabello brillante. Lo mismo me sucede con el conductor, con toda su caterva de años consumidos al volante. Hoy me es grato habitar mi cuerpo y sé que no quiero modificarlo ni sustituirlo por el de la mujer que empuja un carrito por la acera o el de aquella que lo saca de un portal con la ayuda de un atento vecino.

      En la oficina leo el correo de Inés Caparrós en el que se disculpa por la tardanza y asegura que su disponibilidad para reunirse con los editores es absoluta. Ha tenido la deferencia de acordarse de pulsar el botón de «responder a todos» para que su correo me llegase a mí también. Fantaseo con escribirle, pero solo a ella, para revelarle que el desengaño al que mi cuerpo me somete cada mes lleva tres horas de retraso. I. C.: también firma los correos con sus iniciales.

      Me acuerdo del camarero barbudo, imagino su simiente abriéndose paso en mi interior. A Natalia le diré que estábamos borrachos y que se corrió antes de que yo pudiera decirle que saliera de mi cuerpo. El riesgo me pareció tan improbable que ni siquiera consideré la opción de la pastilla del día después. Natalia, mi primer pensamiento ha sido abortar, pero luego me he dicho que mañana cumplo treinta años, ¿y si dentro de unos meses me enamoro de alguien y en seguida nos ponemos a intentarlo? Lo voy a tener, no le diré nada al camarero bardudo y tú me ayudarás, serás su tía, ¿verdad que sí?

      Alguien entra a la oficina dando un portazo. Levanto la cabeza por encima de la pantalla del ordenador y veo al secretario, que se guarda un mechero en el bolsillo interior de la cazadora. Un halo caliente que empieza como un punto se extiende por mi entrepierna y la abraza. Olfateo