Название | Tres lunas llenas |
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Автор произведения | Irene Rodrigo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418883163 |
Tampoco me creía mayor cuando alimentaba al Tamagotchi o le rogaba a mi padre que me pagara una ficha más en las camas elásticas de la feria. No me sentía mayor en términos absolutos, es cierto, pero sí en comparación con el resto de los niños de mi edad. Me sentía mayor que mis compañeros de primero de primaria, todavía ignorantes de la farsa de los Reyes Magos. Mayor para mis amigos del instituto, congregados en una buhardilla después de las clases para aporrear la consola o el mando de la tele mientras mis tardes transcurrían pegajosas y lentas tras los muros del conservatorio de música. Mayor para los estudiantes con quienes compartía aulas en la facultad: ellos destinaban la mitad de las energías del último curso a planificar el viaje de fin de carrera mientras yo, en mi mochila, ya acarreaba fantasías de partos en piscinas circulares.
Lo que nos distingue a Natalia y a mí no es el momento en que dejamos atrás lo anterior y accedimos a lo siguiente sin opción de arrepentirnos y dar media vuelta. La diferencia reside en lo que significa ser mayor para cada una de nosotras. Para Natalia es un destino al que un día se llega sin remedio. Para mí es solo un apeadero de arenas movedizas cuya orientación se modifica dependiendo del tren que se detenga en sus vías.
El hecho de que Natalia viva apegada a los recuerdos de lo que ya ha dado por perdido me enternece inicialmente. Sin embargo, termina poniéndome de los nervios en cuanto percibo que ha extraviado la puerta de salida de la hemeroteca de nuestros altibajos adolescentes. Mis intentos por desviar la conversación hacia otros temas jamás surten efecto: Natalia desvía mejor que yo, es como una futbolista que les roba el balón a mis delanteros y lo conduce en un esprint a la portería enemiga, las piernas tan rápidas que casi no se ven. Cuando ha repetido la jugada varias veces, no me queda otra que decirle que estoy cansada y que nos vemos otro día.
Ayer, por ejemplo, volví a casa a las once, solo dos horas después de haber llegado a su piso. Al entrar por la puerta me dije de nuevo: Hoy es mi día veintinueve. Natalia sigue sin saber nada. Tampoco que sus historias de cuando éramos jóvenes, en lugar de ponerme nostálgica como a ella, me hacen desear más aún esa nueva existencia.
Anoche soñé que una faja de papel plastificado envolvía un cuerpo recién nacido de mi cuerpo. La faja era lo suficientemente grande como para cubrirlo del cuello a los pies: lo único que se quedaba fuera era una cabecita pelada y roja. La matrona colocaba el cuerpo en mi pecho y yo era incapaz de centrarme en lo que habría querido, que era averiguar el color de esos ojos que no me miraban y medir el tamaño de los dedos que se despegaban de unas manos arrugadas y húmedas: solo me interesaba la faja, desenrollarla de aquel cuerpecito y leerla, y la faja decía: «Tremenda. Adictiva. Una combinación irresistible de carne tierna, tendones esponjosos y huesos más resistentes de lo que imaginas. El lanzamiento más esperado del año. Una experiencia que permanecerá contigo para siempre».
La marabunta de turistas y el ruido de los petardos han convertido la ciudad en un territorio que no reconozco, por mucho que sus fiestas se repitan año tras año sin apenas variaciones, como una cápsula hermética en la que el tiempo hiberna, congelado. A través del balcón se cuela el olor a buñuelos fritos de la chocolatería de abajo. A las once de la mañana la cola para comprarlos da la vuelta a la esquina. Una amalgama de piezas de cartón piedra aprisionadas en film transparente cortan la calle. Llevan ahí desde antes de ayer, dejadas caer en medio del asfalto como desechos que nadie reclama. Esta noche alguien construirá una torre con ellas, un monumento de formas ondulantes y caricaturas en colores pastel que desaparecerá dentro de cuatro días entre las llamas de un fuego rápido, funcional.
En la editorial me han dado unos días de vacaciones y yo no sé qué hacer con ellos. Pienso en irme al campo o a una aldea de montaña, pero intuyo que me pasaré dos horas delante del ordenador buscando hotelitos rurales sin que ninguno llegue a convencerme del todo. Escribo a mi padre, y cuando me despierto de la siesta veo que me ha contestado: está en Bruselas con un amigo. No se lo digas a nadie, me escribe. Lleva tres meses de baja y yo diría que se ha pasado uno y medio de viaje con Ryanair.
A las ocho de la tarde me llama Natalia y me pregunta que por qué no salimos. Cuando estoy en mi ventana de fertilidad ansío el contacto humano, soy como un gatito que se acurruca en el regazo del cuerpo que desprende más calor. No obstante, hoy insonorizaría la casa y me encerraría dentro, perdiéndome sin remordimientos la oportunidad mensual de fecundarme.
—Vente cuando quieras, cenamos aquí y vemos cómo avanza la noche —le digo a Natalia—. Si nos apetece, salimos, y si no, nos ponemos una serie y te quedas a dormir.
Natalia trae dos aguacates, medio paquete de pan de molde con semillas y una botella de vino tinto empezada. Era lo único que tenía en casa, me dice, todavía en el rellano, buscando mi absolución. No hacía falta, le digo, y le hago un gesto para que entre. En la cocina nos servimos lo que queda del vino. Yo tuesto el pan de molde y preparo un guacamole con los aguacates de Natalia y medio limón reseco que encuentro al fondo de la nevera. Lleno un cuenco de cacahuetes con cáscara y hago una tortilla de queso que parto en dos mitades antes de llevar nuestra frugal cena al salón.
Después del vino de Natalia nos abrimos una botella que me regalaron en la entrega de unos premios literarios patrocinados por una bodega —¿por qué a las bodegas les gusta tanto patrocinar certámenes literarios?— y, en cuanto me acabo la segunda copa, ya me han entrado ganas de salir. Natalia se está fumando un cigarrillo y yo escucho uno de sus recuerdos sobre nuestros años de instituto mientras me como un yogur con miel. Debajo de casa, las risas de los niños se confunden con el ruido de los petardos. A lo lejos suena una música sintética y repetitiva que me evoca una guirnalda de bombillas led multicolores como las que decoran las verbenas de los pueblos.
Bajamos al portal guiadas por el eco de la música, pero una vez en la calle dejamos de oírla. La voz alegre de Natalia me dice que no me preocupe, que tiene un plan b, y me lleva a una cervecería cercana que le han recomendado en el trabajo. Varios camareros con barba y camiseta negra manipulan los tiradores con una gracia impostada. Vanidosos, pienso. Me enfado en secreto con el camarero barbudo que nos sirve las pintas, pero se me pasa en cuanto me he bebido la mitad. Natalia me cuenta su último rifirrafe con un colega de la oficina. La segunda pinta nos la sirve el mismo camarero de antes, casi sin mirarnos. Me vuelvo a enfadar con él y le digo a Natalia que deberíamos irnos sin pagar, pero mis palabras se pierden en la música y en el barullo que resuena a nuestro alrededor en cuatro o cinco idiomas diferentes.
Me da rabia la barbilla cuadrada del camarero, su barba netamente esculpida, sus facciones angulosas. Intento trasladarlas a la cara de un bebé, como si superpusiera un retrato hiperrealista a una de esas fotos estándar de niños sonrientes que traen por defecto los marcos de las tiendas de los bazares chinos.
Yo invito a las pintas, anuncia Natalia, y yo sé que lo hace porque me va a pedir que nos vayamos a casa. Nos pasa lo mismo constantemente: ella está animada y yo no, y cuando yo me vengo arriba a ella le da el bajón, o viceversa. Antes de salir de la cervecería miro por última vez al camarero, pero su barba morena se ha diluido entre las barbas de varias decenas de hombres idénticos a él, y sus manos hábiles con el tirador han quedado sepultadas bajo un océano de cabezas que hablan, beben y ríen, aferrándose con avidez a la juventud.
Dos noches después volvemos a la cervecería. Llamamos al camarero que está atendiendo las mesas, uno que no es el barbudo del otro día, aunque también tenga la cara cubierta de vello negro y puntiagudo. Natalia pide una cerveza y yo una tónica. Ella se va a casa después de dos pintas y yo me acomodo en la barra, justo enfrente de los tiradores, los dominios del camarero barbudo. Me sorprende ser capaz de notar el crecimiento anárquico que ha experimentado su barba desde la otra noche. Ha perdido su forma redondeada, el semicírculo perfecto en el que cada pelo sabía cuál era su lugar y lo ocupaba con determinación.
Me da corte ligar en sitios públicos, pero es la modalidad en la que más experiencia he acumulado a lo largo de los últimos meses. Las aplicaciones de citas nunca me han dado buenos resultados. El camarero me escucha mientras le hablo de asuntos que no tienen nada que ver con la cerveza artesana y las aglomeraciones que se forman estos