Tres lunas llenas. Irene Rodrigo

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Название Tres lunas llenas
Автор произведения Irene Rodrigo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418883163



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media pinta, pero le digo que no, que me ponga una agua con gas, y le dejo dos euros en la barra.

      El camarero barbudo se viene a casa. Follamos en el sofá y yo le digo que se corra dentro, que tomo la píldora. Acaba con un gemido grave que me templa el rostro. Me libero de su peso, coloco las piernas sobre el respaldo del sofá y me quedo bocarriba. Con un gesto le indico que apoye la cabeza en mi pecho. El camarero barbudo se duerme echándome el aliento en el ombligo. Yo le acaricio la barba y espero, quieta y en silencio, a que su sustancia blanca se adhiera a mis paredes húmedas, rugosas, todavía palpitantes.

      En el verano de mis catorce años mis padres me enviaron a un pueblecito de Irlanda a aprender inglés. Todos los miércoles a mediodía los monitores nos metían en un tren con destino a Dublín. En la gran ciudad éramos libres durante cuatro o cinco horas, lejos de la supervisión de las familias postizas que nos acogían en aquel país en el que la lluvia y el sol intercambiaban turno con una lógica enigmática, y donde en la entrada de los supermercados unos puestos verdes vendían unos enormes conos de nata como recién ordeñada por noventa y nueve céntimos de euro.

      Los trenes de vuelta al pueblo no solían llenarse, pero un miércoles no encontré ningún asiento libre. Me quedé de pie al lado de un carrito de bebé en el que una niña de unos dos años le balbucía términos ininteligibles al muñeco que sujetaba entre las manos. La observé durante todo el trayecto: la niña tenía la piel del color del café tostado, los ojos como pozos a medio excavar. Permanecía completamente ajena a mí: el diálogo codificado que mantenía con el interlocutor al que ella misma insuflaba vida absorbía toda su atención. Aquella fue la primera vez que deseé tener una hija. No en ese momento: se trataba de una proyección a lo que entonces aún me parecía un largo plazo.

      Poco antes de llegar a la parada previa a la mía, alguien retiró el seguro del carrito, y entonces reparé en la madre, que había estado sujetando el manillar todo el tiempo. Sacó el cochecito del tren con la ayuda de un pasajero que regresó al interior del vagón una vez que la niña y la madre estuvieron a salvo en el andén, la madre agradecida, Thank you, thank you, very kind of you. Las envidié a las dos: a la madre y a la niña.

      Al llegar al pueblo les pregunté a las tres o cuatro chicas de mi pandilla si se habían fijado en la niña que tenía al lado en el tren.

      —Sí, qué pesada era —respondió una de ellas—, todo el rato berreando.

      Caminé hasta la casa de mi familia de acogida tratando de desentrañar la naturaleza de eso que acababa de nacer en mí. Sabía que me habitaba algo nuevo, algo que se fortalecía e incrementaba su misterio a cada paso. Durante la cena me olvidé de aquello, le conté a mi familia irlandesa —el padre, la madre, la hija universitaria que pasaba el verano con ellos a regañadientes— todo lo que había hecho aquella tarde en el centro de Dublín, la crep de chocolate que había merendado, el disco de Nirvana que no me había podido comprar porque mis padres apenas me habían dado dinero, y yo me lo gastaba casi todo en los conos de noventa y nueve céntimos de euro. Volví a atisbar ese algo por la noche, mientras me lavaba los dientes frente al espejo del baño: una mirada más honda, un aplomo que solo había visto en el rostro de algunas mujeres viejas. Como un ritual, mañana y noche profundizaba en mi nueva apariencia en el cuarto de aseo, el pestillo echado, el vapor de agua agarrado a los azulejos, y cuanto más la perseguía más me parecía que se agravaba, paulatinamente se volvía ignota e indescifrable incluso para mí.

      Supongo que cuando llegue esa nueva existencia, la imagen de la niña irlandesa se esfumará, porque lo real sustituirá a lo ilusorio, pero ahora es ella quien resuelve el interrogante de su piel y de sus ojos cada vez que la evoco.

      Mi padre me recogió en el aeropuerto. Yo estaba cansada y solo quería irme a casa, pero él se empeñó a llevarme a comer a un restaurante. Mientras compartíamos una pizza familiar, me anunció que se separaban: había sucedido esa misma mañana, hacía apenas unas horas. Mi madre había insistido en que yo no estuviera presente mientras ella empaquetaba sus cosas. Al entrar al restaurante me había fijado en que en la carta de postres había crep de chocolate, y traté de visualizarla para que mi estómago se abriese de nuevo, pero nos fuimos de allí sin pedir postre. La mitad de mi mitad de pizza se enfrió en aquella mesa llena de migas de clientes anteriores.

      Mi padre y yo dimos vueltas como autómatas por el centro de la ciudad. En aquella época apenas había turistas, así que éramos los únicos que nos deshacíamos como muñecos de nieve en la sauna instalada entre el asfalto y el sol de agosto. Se me ocurrió hablarle a mi padre de los conos de nata por noventa y nueve céntimos de euro. Él creyó que le estaba pidiendo un helado y me compró una tarrina de pistacho y fresa. Le di un par de cucharadas para no decepcionarle y la escondí bajo el banco del parque en el que me había sentado. Me aseguré de cubrirla bien con los pies. Mi padre hacía y deshacía el mismo camino longitudinal delante de mí, mirando al suelo, y yo me preguntaba si de verdad no había notado algo nuevo en mi rostro que, al menos por unos instantes, le hiciera olvidarse de mi madre.

      El martes a primera hora solo quedan algunos forasteros que parecen rastrear los últimos vestigios de unas fiestas que hoy, a juzgar por el aspecto impoluto de las calles y el tráfico silencioso, casi aletargado, se diría que nunca tuvieron lugar. Dedico media mañana en la oficina a revisar la bandeja de entrada. La dueña de una librería de una pequeña ciudad cercana quiere organizar una presentación de Pulpos fuera del agua.

      Durante el rompecabezas que supuso armar el circuito promocional de la novela, me las ingenié para evitar esa ciudad, sencillamente porque me parecía fea. Ni siquiera el minúsculo centro histórico, pulcro y elegante, ha conseguido nunca distraerme de la fealdad generalizada que se filtra en mi cuerpo, violando todos mis sentidos y vampirizando mis energías. Siempre he intentado acortar lo máximo posible mis estancias en esa ciudad y siempre he aparcado justo en la puerta de mi destino, aunque eso haya supuesto pagar la zona azul o un parking privado durante muchas horas.

      Recordar la feroz intensidad de la luz que inunda la ciudad en cuestión basta para marearme. Es la luz propia de un desierto inhabitado, una luz que cae inclemente tanto en otoño como en primavera, en martes, jueves o domingo, da igual, sobre los balcones con las contraventanas cerradas a cal y canto. Una luz sin variaciones, terca como un piano en el que apretando cualquier tecla sonara siempre la misma nota.

      Sé que me tocará acudir a la presentación de la pequeña ciudad desangelada para hacer fotografías y acompañar al autor y, aunque el plan no me apetece en absoluto, respondo al correo de la librera proponiéndole una fecha que Néstor Gallego acaba de confirmarme que le viene «de fábula». También le digo que le enviaré un cartel y que, si le parece, sería buena idea que solicitara a la distribuidora una caja adicional de ejemplares para promocionar el encuentro durante las semanas previas. Dos minutos después, recibo su respuesta. La librera cierra la fecha y puntualiza mi última sugerencia: encargan cajas cada semana, Pulpos fuera del agua se está vendiendo muy bien.

      Almuerzo con los editores y les comento el éxito que está cosechando Néstor Gallego en la librería de la pequeña ciudad cercana y fea. El editor número dos disimula su sorpresa, aunque yo he detectado que desde hace tiempo le cuesta luchar contra el desencanto de una nueva frustración editorial que ahora me pregunto si tal vez intuyó desde el principio. A mí me parecía que confiaba de verdad en que la novela de Néstor Gallego batiría récords de ventas: supongo que creía que en el primer mes estaríamos liados con la segunda edición y planificando la tercera. Un pensamiento bastante mágico teniendo en cuenta nuestra condición de editorial independiente y el alcance real de las notas de prensa que me esfuerzo en titular de forma atractiva —sin conseguirlo, la mayoría de las veces—, y que solo parecen tener repercusión cuando Aru Sabal, nuestro excelso poeta contemporáneo, protagoniza la noticia. El editor número uno, sin embargo, parece satisfecho, siempre implacable en su buen humor de catálogo de grandes almacenes. Me dice lo que ya había asumido: tendré que acompañar a Néstor Gallego a la presentación para encargarme de que todo marche correctamente.

      —Por cierto, hemos recibido un original que puede ser interesante —añade—. Cuerpos indómitos, se titula. Antes de irte, pásate por mi despacho y te lo llevas a casa