El hijo inesperado. Gemma Vilanova

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Название El hijo inesperado
Автор произведения Gemma Vilanova
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9788418741074



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final de los parterres coincidía con el paso sobre un puente de piedra que sorteaba un barranco húmedo y oscuro, como de otra época, como de otro lugar muy alejado de la ciudad de Barcelona. Una barandilla de hierro evitaba que pudiésemos caer. Josep hacía volar el pez que llevaba en la mano por encima de la barandilla; lo movía como si lo hiciese nadar por un océano imaginario; agarrándolo fuerte, consciente de que, si se le escabullía de las manos en ese preciso instante, su objeto preferido desaparecería para siempre entre las malas hierbas del fondo del barranco.

      Todavía no sé cómo pasó, pero aquel día el pececito se precipitó al vacío justo en el momento en que atravesábamos el puente. Josep emitió un grito sordo, surgido de lo más profundo de su alma, que acompañó de un:

      —¡Oh, no!

      Su cara hablaba por sí sola. Respiraba rápido, desacompasadamente, dominado por un pequeño ataque de pánico. Me miraba desolado, esforzándose en señalar hacia abajo y al mismo tiempo encontrar la palabra adecuada para explicarme lo que acababa de suceder.

      —¡Pez, pez!—repetía.

      Se puso a llorar. Yo tiraba de él con fuerza para impedir que se asomara al barranco a recuperar su tesoro. Por fortuna, todavía podía contenerlo físicamente. Algún día él sería mucho más fuerte que yo, pero ese momento todavía no había llegado. El barranco era inaccesible desde la calle. Una escalinata de piedra, rota y cubierta de musgo, descendía a las profundidades donde había caído el pececito. Pero solamente se podía acceder a él desde el interior de una finca que parecía deshabitada, dominada por un enorme cedro centenario que dejaba entrever, detrás de él, un palacete amarillento de estilo neoclásico.

      La situación era crítica. Josep estaba cada vez más nervioso y yo no estaba segura de poder reconducir la situación. Era absolutamente necesario conseguir llegar a casa, y después ya se me ocurriría algo. Cuando Josep tiene una crisis no es posible razonar con él ni explicarle nada. Se cierra en banda y sostiene una lucha feroz en su interior, intentando vencer a su otro yo, el que es inflexible, intransigente, obsesivo y maniático. No es posible ayudarlo porque no puedes acceder al mundo donde habita ese ser. Solo puedes aspirar a que Josep encuentre la manera de derrotarlo para calmarse. Sin tocarlo, sin invadirlo, pero estando a su lado; haciéndole notar tu presencia; esperando pacientemente el momento en que te permita acercarte y puedas consolarlo.

      En aquella época no podía anticipar cuándo acabaría la crisis. El control que Josep tenía sobre su otro yo era prácticamente nulo. Ahora que Josep ha crecido, sabes que está consiguiendo dominarlo cuando se dice a sí mismo: «Ya está, ya está…», y empieza a buscar tu calor. Ese día todavía estaba muy lejos de poder vencer a la bestia.

      Una señora mayor, vecina del barrio, se detuvo al vernos desesperados.

      —¿Qué os pasa? ¿Puedo ayudaros?

      Le expliqué que se nos había caído un juguete y que mi hijo estaba muy triste (hecho más que evidente). La señora me dijo que mirara si había alguien en la mansión. Me explicó que los propietarios eran unos marqueses y que, al contrario de lo que yo creía, todavía vivían allí.

      Le agradecí la información. Existía pues la posibilidad de recuperar el pez y de que el drama que estábamos viviendo quedase reducido a la categoría de anécdota. No podía imaginarme nuestra vida sin el pececito de Josep. No lo soltaba por nada del mundo, y si alguna vez se desprendía de él, se ponía nerviosísimo hasta que lo volvía a tener entre sus manos. Yo odiaba esa dependencia de un objeto en concreto, pero los educadores y profesionales que nos aconsejaban lo veían como algo muy positivo, que lo conectaba con el mundo real y que le permitía establecer un vínculo con él.

      Para nosotros era un palo, siempre pendientes de no olvidárnoslo en ninguna parte.

      Con más fuerza que maña, saltándome la norma de tener paciencia hasta que Josep consiguiese calmarse, conseguí arrancarlo de los barrotes de hierro donde se agarraba y lo llevé a casa lo más rápido que pude. Allí, lo dejé con la canguro y me fui hacia la entrada de la mansión.

      —Ding, dong…

      —… …

      —Ding, dong…

      —… …

      Cuando ya iba a marcharme oí unos pasos rápidos que se acercaban a la puerta. Al otro lado, una vocecita extranjera me preguntó qué quería.

      —Necesitaría poder acceder al barranco de aquí al lado para recuperar un juguete que se le ha caído a mi hijo. Es muy importante —le supliqué.

      Se hizo el silencio durante unos segundos. Entonces oí movimiento de cerrojos y por fin la puerta se entreabrió todo lo que permitía la cadenita oxidada que impedía el paso a cualquier persona ajena a la finca. Una chica oriental, vestida de blanco y con cofia, me dijo que los señores no estaban y que tenían por norma no permitir acceder a nadie al barranco, porque a la gente se le caían cosas constantemente y querían evitar idas y venidas de desconocidos a su casa.

      Detrás de la chica se vislumbraba un jardín de piedrecitas y unos niños pequeños jugando y riendo. Le expliqué que la «cosa» que se nos había caído a nosotros no era una «cosa» cualquiera. Era el tesoro más preciado de mi hijo: un niño muy especial que padecía un trastorno del espectro autista. Recuerdo cómo le dije que no iba a entretenerme nada en la búsqueda, que sería rapidísima y que apenas notarían mi presencia. Ella dudó un instante, pero finalmente acabó de abrir la puerta y me dejó pasar.

      Ya estaba dentro. Cada vez más cerca de recuperar el pececito. Los niños pequeños continuaban jugando. Vestían de blanco, pantalones cortos, camisas de lino y deportivas de loneta. Parecían de otra época, como la chica, como el jardín, como la casa, como la escalinata rota cubierta de musgo; como el puente.

      —Venga por aquí —me dijo la chica oriental conduciéndome a través del jardín hasta la escalinata que daba acceso al barranco. Abrió una pequeña puerta de hierro con una llave gruesa que llevaba en uno de los bolsillos de su delantal. Se la notaba tensa.

      —Yo espero aquí —me dijo—, vaya rápido por favor.

      Empecé a descender con cuidado. Por suerte llevaba deportivas. Es el calzado oficial siempre que salgo a la calle con Josep. Una nunca sabe si de repente tendrá que hacer un sprint, persiguiéndole porque ha arrancado a correr detrás de algo que ha llamado su atención, o si será necesario trepar a algún sitio para ayudarle a bajar de un muro o de algún árbol con buenas vistas. De hecho, intento mantenerme en forma no solo por salud o por estética, sino porqué de este modo es más fácil compartir mi vida con él.

      Muy pronto llegué a lo más profundo del barranco. La vegetación me alcanzaba los muslos y me hacía cosquillas. Prefería pensar que eran las hojas que rozaban mi piel y no alguno de los pequeños animales que seguro que habitaban en aquel microclima en medio de la ciudad. Por fortuna, la zona donde había caído el pececito no era especialmente frondosa. Desde arriba no se distinguía donde había caído, pero allí abajo la visibilidad del sotobosque era mucho mejor.

      Pensé que habíamos tenido muy mala suerte. Josep no dejaba caer nunca las cosas que llevaba en la mano. ¿Cómo podía haber pasado? ¿Por qué había soltado el maldito pez? Ni siquiera sabía de dónde había salido, cosa que haría muy difícil, en caso de no recuperarlo, conseguir otro igual.

      Cuando ya llevaba un buen rato con la mirada clavada en el suelo y empezaba a pensar de qué forma conseguiría explicar a Josep que me había sido imposible rescatar a su inseparable amigo, distinguí una aleta de color azul que sobresalía de entre la maleza. Era el pececito que, impasible, esperaba a que lo encontrasen. Lo cogí. Estaba húmedo. Lo miré y, por un instante, pareció que me sonreía. «Te estás volviendo loca», pensé. Lo besé en la boca y subí los peldaños de la escalinata de dos en dos hasta donde la chica me esperaba.

      —Has encontrado, ¿no? —me dijo al ver mi cara de felicidad.

      —Sí, lo tengo —le respondí levantándolo muy arriba—. Muchísimas gracias por dejarme