Название | El hijo inesperado |
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Автор произведения | Gemma Vilanova |
Жанр | Сделай Сам |
Серия | |
Издательство | Сделай Сам |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418741074 |
Con el paso del tiempo, te das cuenta de que aquello que estimula y le hace bien a tu hijo no es lo mismo que lo que le va bien a otro niño. Debes ser muy crítico con las terapias que pruebas y confiar en tu intuición como madre o padre. Observar si tu hijo avanza y, sobre todo, si es feliz.
Cada vez estoy más convencida de que el trastorno del espectro autista (TEA) es un cajón de sastre donde caben personas con síntomas similares, pero que pueden tener orígenes muy diversos. Me gusta el símil que hace Ferran cuando explica que en el siglo XIX se decía que una persona era ciega porque tenía un síntoma muy claro: no veía. Pero los motivos por los cuales alguien puede no ver son muy diversos, y la forma de tratarlos para intentar solucionar el problema, también. Tal vez ese individuo tenía una catarata, o quizás su ceguera se debía a una degeneración macular. A lo mejor había tenido un accidente traumático que le había segado el nervio óptico… Cada uno de estos motivos de ceguera exigen un tratamiento diferente y el pronóstico tampoco es igual. Tengo la sensación de que con el TEA pasa un poco lo mismo. Quién sabe si dentro de unos años, siglos tal vez, seremos capaces de distinguir los diferentes motivos por los cuales hay gente con síntomas parecidos a los de Josep. Será entonces cuando podremos buscar una solución adecuada en cada caso. Mientras tanto, solamente podemos intentarlo y volverlo a intentar.
TODA LA CARNE EN EL ASADOR
La estimulación precoz, hasta los seis años, era la única solución mágica a la que podíamos aferrarnos para que Josep evolucionase hacia la «normalidad». Por eso, cada tarde al acabar el colegio, una psicóloga venía a casa para trabajar con él entre una y dos horas. Al principio, pareció que Josep se interesaba por las propuestas que le ofrecía esa joven terapeuta. Las pompas de jabón con las que le sorprendió el día que se conocieron entusiasmaron a nuestro hijo. Las miraba feliz, prendado de la luz que se filtraba a través de ellas. Las reclamaba una tras otra, redondeando la boca en un esfuerzo colosal por conseguir soplar. Cuando le preguntabas si quería más, él respondía: máz (una de las pocas palabras que sabía repetir). Entonces, ilusionado, esperaba la siguiente pompa, disfrutaba intensamente de ella y justo en el momento en que llegaba a la altura máxima que él alcanzaba a tocar, acercaba delicadamente su mano, cerrando los ojos, confiando en que miles de pequeñas gotas de agua con jabón le mojasen el rostro. Era emocionante verle gozar con algo tan sencillo y efímero. ¿Cómo se podía ser tan feliz con tan poco?
La joven terapeuta nos pidió poder estar sentada con Josep en una mesa de su tamaño, pequeña y blanca, vacía de cualquier elemento que no fuese el libro o el juego con el que estuvieran trabajando en cada momento, a ser posible en su habitación, sin ruidos ni distracciones. Todas las peticiones nos parecieron muy razonables y absolutamente asumibles. Recuerdo como fuimos a comprar ilusionados una pequeña mesa y dos sillas, unos cuantos puzles, encajes y nuevas construcciones de madera, libros con imágenes fotográficas y palabras escritas en letra de palo; compramos incluso una caja con cincuenta tubos para hacer pompas de jabón (si aquello era lo que motivaba a Josep, era necesario aprovisionarse). Todo lo imprescindible para ayudarlo a desarrollar unas habilidades que los otros niños adquirían de forma espontánea, por imitación, pero que él, por algún motivo que desconocemos, no era capaz de desarrollar por sí solo.
Al principio, yo me llevaba a Jana a merendar o a hacer alguna actividad extraescolar, para que Josep y la psicóloga pudiesen trabajar con la máxima tranquilidad. Como imaginaba, Josep no podía aguantar tanto rato sentado en una silla, ni siquiera en su habitación. Necesitaba correr por el pasillo y airearse un poco entre puzle y puzle. De hecho, un poco bastante. Por eso era necesario que no hubiera nadie más en casa.
Pasados unos meses, decidimos que yo también me quedaría a las sesiones con Josep. La terapeuta me hizo este ofrecimiento al comprobar mi inquietud por los pocos progresos que estábamos consiguiendo. Para que viese de primera mano en qué consistía la terapia.
Intentar trabajar con él resultaba exasperante. Su cara encajando piezas era un poema. Una mezcla de pereza, aburrimiento y poca destreza difícil de igualar. Pero todo ese esfuerzo formaba parte de la tan elogiada y necesaria estimulación precoz; por tanto, era nuestra obligación continuar probándolo, aun teniendo la sensación de estar golpeando una pared imposible ni tan siquiera de resquebrajar.
¿A caso lo que estábamos intentando era como querer que un ciego distinguiera los colores a base de repetírselos millones de veces? Absurdo, ¿no?
Por todo ello, poco antes de que Josep cumpliera seis años me agobié muchísimo. Se acercaba la fecha límite y no habíamos conseguido todo aquello que supuestamente dependía de los estímulos que le hubiésemos ofrecido. Su evolución había sido muy escasa y el sentimiento de frustración enorme, especialmente en mi caso, que había invertido horas y horas al lado de especialistas, intentando conseguir que Josep hiciera puzles, señalara objetos, repitiera palabras. Aceptando hacerlo utilizando la técnica de la recompensa, como cuando adiestras a un perro. Pero nada… o prácticamente nada.
Nuestro hijo era y es un insumiso de la educación. Si percibe que estás intentando enseñarle algo, rápidamente se aleja de ti. Si puede, también físicamente. Su forma de aprender es absolutamente autodidacta, pero de esto solo te das cuenta con el tiempo.
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1 Ahora sé que tendría que haber dicho que Josep tenía un trastorno del espectro autista, pero en aquel momento yo lo desconocía todo sobre este tema. Estaba llena de prejuicios y mis únicas referencias, como las de mucha gente en ese momento, eran la película Rainman y, más recientemente, el libro El curioso incidente del perro a medianoche. Reconozco que tanto la película como el libro me habían interesado mucho, pero consideraba que no tenían nada que ver conmigo. Me equivocaba.
CAPÍTULO 2
PEZ PECECITO
Josep pasó los primeros años de su vida escolar en un lugar extraordinario. El mismo colegio donde había ido yo hasta que cumplí seis años. Una escuela pequeña con un jardín precioso, repleto de animales, arena, piedrecitas y juguetes reciclados, donde maestros y familias trabajábamos juntos para acompañar a nuestros hijos en la aventura de descubrir el mundo, a través de la observación, la experimentación y el juego, respetando los ritmos e intereses de cada niño. Un sitio donde Josep se sentía muy a gusto y nosotros también.
Me encantaba irlo a buscar las tardes que podía. Regresábamos a casa cogidos de la mano. Era un trayecto corto, de no más de diez o quince minutos, dependiendo de las ganas o de la pereza que nos diera caminar. Yo le preguntaba cómo le había ido el día, mencionando algo que me hubieran explicado las profesoras antes de salir. Él no contestaba nunca, pero a menudo sonreía sin mirarme. Le gustaba recorrer con la mano la pared de piedra que separaba la estrechísima acera por donde caminábamos del inmenso colegio que había al otro lado. Con los dedos, buscaba los pequeños agujeros que alguien había cubierto con trozos de ladrillo rojo. Los tocaba como si los contara, como si los memorizara para comprobar si al día siguiente continuaban allí. A lo largo de esa parte del trayecto no nos dábamos la mano, porque la que teóricamente le quedaba libre, estaba ocupada por el pequeño pez de plástico que desde hacía meses lo acompañaba a todas partes. Un pez azul y verde pensado para jugar en la bañera, pero que Josep había convertido en su amigo inseparable. Un reconocimiento que no tuvo nunca el elefante de peluche que compartía la cuna con él.
De camino a casa pasábamos siempre al lado de unos parterres de césped reseco. A Josep le gustaba meterse dentro, saltando por encima de la cadena que teóricamente impedía la entrada. Yo le decía que tuviera cuidado de no pisar ninguna caca de perro. Se suponía que tampoco ellos podían acceder al parterre, pero las pruebas visibles en forma de heces demostraban claramente que sí lo hacían. Cuando Josep encontraba una, disfrutaba simulando que la iba a pisar. Entonces me miraba de reojo, muerto de risa, esperando que yo le dijera: