Название | El hijo inesperado |
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Автор произведения | Gemma Vilanova |
Жанр | Сделай Сам |
Серия | |
Издательство | Сделай Сам |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418741074 |
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Este libro podría empezar con una definición de autismo, podría describir las características propias del trastorno, también podría ofrecer cifras de prevalencia o enumerar y describir las terapias que se utilizan para tratarlo. Sin duda son datos interesantes, relevantes para entender qué es el autismo (algunos de ellos se presentan resumidos al final del libro), pero no son suficientes para comprender el trastorno, para conocerlo en sus diferentes dimensiones y, sobre todo, para empatizar con las personas que conviven con él a diario.
Entiendo y valoro el interés por los datos, por el análisis, por la búsqueda de un método que nos acerque a la solución de los problemas. Al principio yo también los busqué. Vivimos en un mundo en que creemos poder controlarlo todo. Nos resulta casi inconcebible no poder hallar una respuesta, pero lo cierto es que todavía existen muchas incógnitas que no hemos podido resolver. La investigación es crucial, los recursos para llevarla a cabo deberían ser una prioridad en todos los ámbitos. Pero los descubrimientos y avances científicos pueden alargarse años, décadas o siglos, y mientras tanto tenemos que continuar viviendo nuestras vidas con la máxima calidad y dignidad posibles. También las personas que convivimos con el autismo.
No soy una científica ni una profesional del autismo. Soy una madre con un hijo singular y único. Un niño diferente. Un hijo inesperado, como tantos otros, que más allá de la etiqueta del trastorno, la enfermedad o condición, se sale de lo que es considerado normal. Este libro está escrito desde el corazón, para aportar una visión complementaria a la ciencia, «porque nada de lo que es humano debería sernos ajeno». Trata de ejemplificar la lucha por poder ser, por poder vivir en un mundo con menos prejuicios, en una sociedad más comprensiva y respetuosa con la diferencia.
CAPÍTULO 1
BIENVENIDO
Lo primero que pensé cuando vi a Josep es que tenía una naricita preciosa. La cesárea fue rápida. Tras nueve meses imaginándolo, por fin podía abrazarlo.
Nació a finales de octubre de 2007. Un lunes gris y lluvioso. Habíamos pasado el fin de semana haciendo el traslado al nuevo piso. El que teníamos en el barrio del Putxet de Barcelona se nos había quedado pequeño desde que nació Jana casi dos años atrás. En primavera, justo el día en que estallaba la burbuja inmobiliaria, Ferran y yo firmamos la compra de un piso más grande, no muy lejos de donde habíamos vivido desde que nos casamos. Nuestra intención era poder mudarnos antes de que naciera Josep, pero fue imposible. A nuestro nuevo hogar le hacían falta algunas reformas y mucha pintura. Todo aquel que se ha liado a hacer obras alguna vez en su vida sabe que es fácil saber cuándo empiezan, pero nunca cuando acaban. El día antes de la fecha prevista para la llegada de nuestro hijo pudimos trasladar todos los muebles, pero todavía quedaban algunos detalles importantes por resolver. Por eso, mis suegros nos acogieron provisionalmente en su casa.
Josep completaba la familia que habíamos empezado a crear años atrás. Era un niño muy deseado. Ferran y yo solo teníamos hermanas y la idea de poder compartir la vida junto a él, ayudándolo a convertirse en un hombre, nos ilusionaba. Porque sería un crío fantástico, despierto y travieso; se transformaría en un joven determinado y con un punto rebelde; llegaría a ser un hombre extraordinario, de firmes convicciones y gran nobleza. Seguro que haría grandes cosas en la vida. No podía ser de otro modo. Estaba destinado a ser, junto con su hermana, la décima generación de médicos de una saga que tenía que perpetuarse en el tiempo. ¡Qué tontería! Yo les aliviaría la presión, evitando que esa losa les pesara demasiado para llegar a ser quienes realmente quisieran ser.
En diciembre nos trasladamos a nuestro nuevo hogar. Un piso blanco y luminoso que olía a vida y en el que se respiraba futuro. Recuerdo bien nuestra primera noche allí, sentada en la cama, con Josep entre mis brazos. Acababa de amamantarlo y se había quedado dormido. Notaba su respiración profunda y tranquila sobre mi vientre. Ferran nos miraba con una mezcla de sueño y felicidad en los ojos. Nos cogimos de la mano, conscientes de que estábamos en casa y de que allí, en ese instante, no nos faltaba nada. Fue uno de esos momentos que hubiera deseado que durase eternamente y que al mismo tiempo sabía que tenía que acabar y reproducirse con cuentagotas a lo largo de la vida. De otro modo carecería de valor. Han pasado diez años desde entonces y no he vuelto a vivir una magia como la de aquella noche. La extraño y la ansío. Sé que algún día volveré a sentirla y entonces estaré preparada para saborearla aún más.
El primer año de vida de Josep pasó muy rápidamente. Antes de verano yo ya estaba reincorporada al trabajo. Todo iba según lo previsto. Nuestra familia era como un transatlántico que avanzaba implacable y decidido rumbo a la vida soñada, sin que nada ni nadie pudiese detenerlo.
A pesar de esa aparente perfección, Ferran y yo empezamos a observar cosas curiosas en el comportamiento de nuestro hijo. Me viene a la memoria la imagen de Josep gateando hacia mí al llegar a casa después del trabajo, avanzando sin utilizar su pierna izquierda. Yo me agachaba y lo esperaba paciente con los brazos abiertos. Cuando me alcanzaba, se sentaba dándome la espalda, confiando en que lo abrazara. Entonces, yo lo envolvía con mi cuerpo, sintiéndome afortunada de poder olerlo y notarlo de nuevo. Era un momento de felicidad absoluta para los dos. Es cierto que no conocía a ningún niño que buscara el abrazo de su madre de esa forma, pero a pesar de encontrarlo sorprendente, ni mucho menos me inquietaba. Los dos estábamos a gusto con ese modo de abrazarnos y de querernos. ¿Dónde estaba escrito que las muestras de amor entre madre e hijo tuvieran que seguir un patrón determinado? La escena distaba mucho de parecerse al típico anuncio de champú o crema para bebés, pero era tan real, tan bonita, tan nuestra… que si alguna vez la viese repetida en alguna otra persona seguro que me transportaría y me emocionaría.
Pasaban los días, las semanas. Sin decirnos nada, Ferran y yo comparábamos la evolución de Josep con la de Jana y veíamos que había diferencias que queríamos creer que se explicaban por el mero hecho de que Josep era un niño y Jana una niña. Todo el mundo sabe que las chicas son mucho más espabiladas que los chicos, ¿no?
Al año y medio, más gente alrededor de Josep se daba cuenta de que era un niño muy distinto a los demás, especial y extrañamente único; abuelos, tíos, hasta la pediatra. Todos ellos buscaban no darle importancia argumentando que era cosa de la edad, que Josep se tomaba con calma y parsimonia lo de evolucionar y que ya crecería.
A todos nos reconfortaba pensar que su comportamiento se explicaba por las características propias de su personalidad. Josep era un niño reservado, por eso no hablaba; independiente, por eso abría él solito la puerta de cremallera de su cuna y se ponía a dormir; tranquilo, por eso podía estar mucho rato en la cama despierto sin decir nada; de ideas fijas y muy meticuloso, por eso era capaz de entretenerse con cualquier objeto durante horas y horas, haciéndolo pasar por entre los barrotes de una silla, observándolo de reojo, buscando la perspectiva perfecta.
Todos nos aferrábamos a los tópicos en una especie de defensa mental para evitar enfrentarnos a unos indicios que, de confirmarse, provocarían que nos desviáramos del futuro imaginado, del rumbo que seguía nuestro barco, obligándonos a navegar por una ruta desconocida y llena de peligros.
El segundo verano con Josep fue definitivo. Continuábamos buscando explicaciones racionales a sus curiosos comportamientos, pero Ferran y yo empezábamos a estar preocupados. No hablábamos abiertamente de ello, ni entre nosotros, pero lo notábamos en las miradas, en los gestos.
Recuerdo un día en que una amiga nuestra intentaba hacer reír a Josep. Él estaba sentado en un taburete de plástico en el jardín, jugando con unos cochecitos de metal encima de una mesa, situándolos en fila uno detrás de otro, como si estuvieran en un gran atasco. Nuestra amiga le decía cosas, pero él ni tan siquiera la miraba. Como si no la oyera. Decidí intervenir haciendo lo que sabía que provocaría una reacción «normal» de Josep.