Dichas y dichos de la gastronomía insólita mexicana. Fernando Díez de Urdanivia

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Название Dichas y dichos de la gastronomía insólita mexicana
Автор произведения Fernando Díez de Urdanivia
Жанр Книги о Путешествиях
Серия
Издательство Книги о Путешествиях
Год выпуска 0
isbn 9786079655570



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se ponían en el plato adheridos a su concha, redonda y plana, para ser arrancados de allí con los dientes. La burocracia encargada de preservar la salud pública ha prohibido ese sistema y ahora se debe recurrir al muy profiláctico y muy desabrido tenedor. Grave ofensa a las tradiciones y a los tegogolos.

      Las mesas de Catemaco no tienen manteles de lino, ni vajillas de porcelana, ni cuchillería importada, pero en las mesas de Catemaco se van reuniendo platos como cofres abiertos que ofrecen sus tesoros. En dos de esos platos hay grandes tortillas. Unas están untadas con una grasita oscura: el momotcho o mosmocho, equivalente de lo que en otras partes llaman asiento y es el “residuo de los chicharrones que quedan en el cazo”. Las tortillas deben acompañarse con la salsa verde que en Catemaco se prepara muy aguada y con abundantes trocitos de cebolla. Al saborear esas tortillas, deben ser alejados de la mente los nefastos pensamientos del colesterol y de la báscula.

      Luego viene la anguila, que según la escala zoológica es una angula crecidita, que se adereza, se cuece, se desmenuza y se embute como si se tratara de longaniza o chorizo. Para que llegue al plato, la anguila se saca de su funda provisional y al comerla deberá ser cuidadosamente envuelta en un triangulito de tortilla, que para el caso no contendrá momotcho, pues la promiscuidad de sabores es muy poco recomendable.

      Tampoco podrá faltar el plato que contiene unos cuadritos de color cobrizo. El susto del viajero al saber que es “carne de chango”, pasará cuando se le informe que se trata de un tasajo de puerco sabiamente sometido al humo.

      Ya que de changos se habla, oriundos de la región son los saraguatos, de apariencia engañosamente pacífica. Esos pequeños cuadrumanos formaron hasta hace poco, con el gran roedor silvestre que es el tepexcuintle, la pareja de platillos orgullo de Sontecomapan, treinta kilómetros al noreste de Catemaco. En Sontecomapan comienza otra bellísima laguna, a la que se llega por manglares poblados de garzas y de loros. La aventura gastronómica de aquel paraíso ya no debe correrse. Tepexcuintle y saraguato son especies casi extinguidas. Respetar lo que de ellas queda bien vale la privación de sus sabores.

      En nuestra mesa catemaquense ha llegado la hora del plato fuerte: la mojarra, reina del lago que se guisa en diversas formas. “Al limón” y en “tachogovi” son las más características. Recetas ante las que cierro mi boca para que doña Sarita Hervis abra la suya, y al lado de sus conocimientos nos comunique su categoría humana.

      Pero antes será conveniente llegar al final de nuestro agasajo.

      Si en la mesa catemaquense logra el viajero comer de todo, será difícil que tenga espacio para el postre de coco. En cambio resultará imprescindible la cremita de nanche, monarca de los digestivos locales cuyos efectos balsámicos llegarán en forma simultánea a la cabeza y al estómago. Pondrá paz en éste y en aquélla una plácida bruma, propicia a la siesta vespertina que deberá disfrutarse a bordo de una lancha, rumbo a la isla que lleva el hiperbólico nombre de “Los mandriles” y en realidad está habitada por macacos, instalados allí desde hace varios lustros.

      A raíz de su llegada, los macacos eran tan voraces que acabaron con la vegetación isleña, y su hambre los ponía de tan mal humor que pretendían atacar a cuanto viajero se acercaba más de lo debido. Con el tiempo los macacos aprendieron a nadar y a subirse a las lanchas, provocando grandes pánicos. La persistente dieta acabó con su ferocidad y en lugar de los aterradores colmillos comenzaron a mostrar sus palmas suplicantes. En la medida en que la gente les dio de comer dejaron la maleza en paz y la isla recuperó su verdor.

      Al recorrer la provincia se suele encontrar una especie humana que se ha perdido para siempre en la gran ciudad. Hace más de treinta años, en el patio de una casa de Tehuantepec habilitada como restaurante encontré a una bella mujer, tehuana desde la indumentaria hasta el fondo del alma, cuya imagen vive entre mis sagrados recuerdos, como viven sus palabras sencillas pero profundas, cotidianas pero eternas, que desde entonces guardé en mi equipaje de vida.

      Relaciono la estirpe de aquella mujer, cuyo nombre ni siquiera puedo recordar, con la de doña Sarita Hervis Domínguez, sin la cual para mí, y seguramente para muchos, no hay Catemaco posible.

      A la sombra de los apompos y los amates de la orilla del lago, doña Sarita me dedicó una mañana para contarme los pormenores de la cocina regional, pero sobre todo para darme una lección matriarcal de humanidad.

      —Para entrar en la cocina —comenzó diciendo—, debemos considerar qué es lo que se estila por acá; cuáles son los medios para conseguir lo que lleva la comida; cómo nos avenimos nosotros a guisar muchas cosas, y que si no hay una cosa la podemos suplir con otra. De las siete regiones del estado, creo que la de los Tuxtlas es la más privilegiada. La cocina regional de Veracruz tiene la ventaja de su amplitud, pero la de los Tuxtlas… no voy a decir que sea la mejor, pero sí la más abundante. Como abundantes somos en artesanías, en flora, en fauna, en agua. Hemos perdido mucho, pero todavía tenemos mucho y estamos tratando de conservar lo que nos queda.

      —¿De dónde salió eso de “carne de chango”?

      —Bautizaron así a la carne ahumada, porque de algún modo ese nombre representa un atractivo para la gente que viene a comer. Yo creo que el que inventó las pellizcadas de Catemaco, inventó también el nombre de la carne de chango. Quizá por pura necesidad de llamar la atención. Porque la necesidad es madre de la industria. En épocas pasadas había changos aquí, a la orilla de la laguna. Había una flora muy grande de sauces, de macayas, de acotopis… y todos esos árboles estaban llenos de changos. Entonces, tal vez pensaron que era buena idea llamarle carne de chango. Pero al ver el tasajo uno se da cuenta de que no puede ser chango, porque los changos no tienen el lomo tan ancho.

      Cuando habla doña Sarita de las carencias que promueven la inventiva, se acerca al escritor español Julio Camba cuando afirma: “en la falta de recursos es donde comienza el apetito, base de la gastronomía”.

      —¿Cómo ahuman la carne?

      —Es un proceso especial. Se abre el lomo, pero no a lo largo, sino a lo ancho. Después, a lo largo, se corta un trozo de una cuarta. Luego se mide la longitud del lomo, y se corta otra cuarta, y otra, hasta que se termina la pieza. Se le pone ajo, pimienta, vinagre, sal, jugo de naranja, y se deja en maceración toda la noche, o toda la mañana, o el tiempo necesario según se tenga programado. Tenemos los ahumadores, que ahora ya son de ladrillo, con parrillas y todo. Cuando yo empecé a ahumar carne, la metía en un palo, ponía la parrilla y por debajo le metía la leña. El chiste es que tiene que ahumarse con leña verde y hojas de guayaba, porque si se hace con madera seca, toma un sabor amargo.

      Es indudable la influencia del entorno en todo lo relacionado con el ser humano. Si se tienen changos cerca, con nombres de simio se bautizan muchas cosas. En Tabasco hay una papayita silvestre que se llama “oreja de mico”, con la que se hace un delicioso dulce que recibe el mismo nombre y, tal vez por eso, recuerda la anatomía del animal.

      No se me ha ocurrido comer carne de chango fuera de Catemaco. Sería interesante experiencia. Debe ocurrir más o menos lo mismo que con los frijoles negros a la veracruzana: lejos del puerto nunca le saben a uno igual. ¿Será el agua, el clima, la atmósfera jarocha?

      La mojarra me trae curiosos recuerdos.

      Durante un viaje a la capital tabasqueña, cuyo propósito era entrevistarme con el entonces gobernador Carlos Madrazo, fui convocado a practicar un deporte que no me agrada: la pesca. Una cosa es para mí sentarme ante un platón que me brinda el placer de un pámpano meunière, y otra muy distinta causar la muerte de un pececillo. Pocas veces he perdido tanto el apetito como una en que pusieron sobre la sartén, llena de aceite, a un pejelagarto recién sacado del agua que comenzó a freírse mientras seguía moviendo las branquias.

      En la pesca que aquí cuento, cuyo escenario fueron los bellísimos esteros de El Espino y cuyo anfitrión el inolvidable amigo Silverio Marí Pulido, picaron tal cantidad de mojarras —en la región llamadas también castarricas— que fue necesario pedir prestada una hielera portátil de muy buen tamaño para poder llevarlas a México, donde las disfrutamos durante más de una semana.

      Pero es tiempo de volver a doña Sarita y a sus palabras: “La cocina regional se hizo famosa