Dichas y dichos de la gastronomía insólita mexicana. Fernando Díez de Urdanivia

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Название Dichas y dichos de la gastronomía insólita mexicana
Автор произведения Fernando Díez de Urdanivia
Жанр Книги о Путешествиях
Серия
Издательство Книги о Путешествиях
Год выпуска 0
isbn 9786079655570



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desconocían.

      A través del vidrio, señalé con dedo vehemente la causa de mi júbilo.

      Lo único que el tendero dijo fue:

      —No’e lo pueo vendé.

      —¿Lo tiene apartado?

      —No, pero no’e lo pueo vendé.

      Expliqué al tendero, con las palabras más seductoras que pude encontrar, que veníamos de la ciudad de México, que mis hijos nunca habían probado la torta de queso, y que no estábamos dispuestos a irnos de Alvarado sin cumplir la prueba. Le comuniqué mi disposición de pagar lo que pidiera por el incitante trozo.

      —No’e lo pueo vendé.

      Exploté con violencia quizás excesiva:

      —¿Por lo menos puede darme una razón?

      —¡Pue poque etá frío, chingao!

      Así aprendí que en Alvarado, como en todas partes, el santo olor de la panadería tiene su hora. De persistir en el afán de que mis hijos probaran la torta, tendríamos que esperar hasta las dos de la tarde. Eran las once de la mañana.

      Varios años después, en otro viaje, con mis hijos ya creciditos, como pasaríamos por Alvarado cerca del momento en que estaría horneada la torta de queso, a la entrada del pueblo inicié pesquisas que después de varios fracasos desembocaron en las señas exactas.

      Junto al libramiento de la carretera, al otro lado del Seguro Social, en plena subida al cerro, encontraríamos el sitio donde se elaboraba el pan codiciado.

      Guiados primero por el vecindario y después por el olfato, llegamos hasta una casuca situada al final de la calle, con una especie de corralito al frente y custodiada por un perro proletario cuyas amenazadoras voces se volvieron muy pronto zalamerías encimosas. Estábamos en Mariano Matamoros número setenta y ocho.

      Cuando pudimos habituarnos a la penumbra, descubrimos el espectáculo portentoso.

      A la rojiza luz del horno, apenas complementada por un foquito, se iluminaban los rostros, torsos y brazos oscuros, abundantemente bañados en sudor, de don Rafael Figueroa Zamorano y su familia, que cumplían con el ritual cotidiano donde cada quien mostraba tener su papel asignado. La escena parecía réplica de “La fragua de Vulcano” de Velázquez.

      Con masa preparada unas horas antes, los hombres extendían sobre una mesa la primera capa, colocaban encima el queso blanco mezclado con la dosis precisa de azúcar; ponían la tapa de masa, orlaban los bordes y después de aplicar con brocha la yema de huevo que produciría el dorado justo y la abundante azúcar que coronaría a ese rey de los panes, metían al horno el gran rectángulo, que después del tiempo necesario salía esponjadito, luciendo el esplendor que caracteriza a los mejores obsequios del paladar.

      Se me ocurrió preguntarle a don Rafael:

      —Sólo en Alvarado hacen la torta, ¿verdad?

      —No, también en Veracruz.

      —Nunca la he visto.

      —Antes no la hacían, pero ahora se hace.

      —¿Quién la hace?

      —Un tío mío que se fue de aquí p’allá.

      Mis hijos y yo consideramos que una torta completa podría ser ración suficiente para varios días.

      —Póngame una.

      —¿Cortada o sin cortar?

      —Cortada.

      —Tendrán que esperar a que se enfríe un poco, porque caliente no debe cortarse.

      Esperamos en el corralito de la entrada, echándonos aire por todos lados y poniendo la cara de alivio que seguramente pondrían los condenados si pudieran escapar del infierno.

      Cuando por la noche llegamos a Villahermosa, siguiente escala de nuestro viaje, de la torta de queso que nos había parecido tan grande, sólo quedaba el recuerdo.

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