Название | Un mundo dividido |
---|---|
Автор произведения | Eric D. Weitz |
Жанр | Социология |
Серия | |
Издательство | Социология |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417866914 |
San Petersburgo formuló una serie de planes y propuestas, que generalmente entrañaban la concesión de cierta autonomía a los griegos, combinada con el incremento del poder ruso.51 Cuando los otomanos prohibieron la navegación en el Bósforo y los Dardanelos, el Gobierno ruso sostuvo que, al contrario que Francia y Gran Bretaña, su país veía peligrar sus intereses vitales.52
Poco después de que el barón Stróganov escribiera a la Sublime Puerta, Rusia rompió relaciones con el Imperio otomano. Los aliados se opusieron enérgicamente a esta escalada de tensión, que podía desembocar en un enfrentamiento armado; de hecho, ya habían frenado a Rusia en 1821 y 1822, cuando la crisis griega se hizo alarmante. A Metternich le horrorizaba la rebelión griega y le indignaba el intento por parte de Rusia de aumentar su poder con una guerra contra el Imperio otomano. Los estadistas europeos de la época posterior a la Revolución francesa y la era napoleónica sabían de sobra que las guerras tenían consecuencias imprevisibles y creaban situaciones incontrolables.
El zar Nicolás I, que había ascendido al trono a la muerte de Alejandro en diciembre de 1825, buscó una especie de legitimidad ideológica. La autocracia, el cristianismo ortodoxo y la identidad rusa conformaron la “nacionalidad oficial” durante su reinado. Amargado por el Levantamiento Decembrista, fue un reaccionario acérrimo hasta el final. Si su hermano mayor, Alejandro, había simpatizado con la idea de un Estado griego plenamente soberano (aunque no con los rebeldes), Nicolás, en cambio, no veía nada positivo en la situación.53
Para los otomanos, la insurrección no era más que una combinación de bandidaje y rebeldía, las dos plagas que venía padeciendo desde hacía mucho la península griega y que ahora se extendían a un territorio mayor. El Imperio otomano formaba parte del sistema europeo desde finales del siglo XVII, y sin duda a partir del Tratado de Küçük Kaynarca (1774). Sus funcionarios, que conocían bien y sabían aplicar el arte de gobernar europeo, rechazaron las ofertas británicas de mediación (así como las de otras potencias), alegando que la crisis griega era un asunto interno. Los estadistas otomanos sostuvieron en memorandos y manifiestos que ninguna otra potencia habría actuado de otra manera; el imperio, según ellos, había respetado “los derechos de los Gobiernos y las leyes de las naciones”.54 Los otomanos, como las potencias europeas, creían en la necesidad de defender la soberanía de los Estados contra todo ataque, porque en ella se fundaban el orden divino y las relaciones internacionales. Utilizando un lenguaje que se haría habitual en los decenios siguientes y el siglo XX, afirmaron estar en guerra con simples bandoleros, gente “insensata”, y no con otro Estado. No había mediación posible entre una caterva de ladrones y un glorioso imperio de origen divino.55
Además de aprender el arte de gobernar europeo, el Imperio otomano utilizaba el lenguaje de la Revolución francesa, aunque de manera muy selectiva. El imperio había decretado la levée en masse (frase evocadora de la famosa decisión del Gobierno revolucionario francés) y llamado así a la defensa armada de “nuestra religión y nuestro imperio” y la movilización de todos los líderes religiosos y políticos y, si hacía falta, todos los musulmanes: “Esta es una guerra religiosa y nacional”.56
En el término nación, los diplomáticos otomanos combinaban la idea tradicional (invocada por cristianos y judíos al hablar de la “nación de Israel”) con el concepto, más moderno, de un pueblo o una sociedad unida. Los dos elementos podían servir para definir la nación, aunque esta fuera un imperio de cinco siglos de antigüedad. Para los otomanos, la guerra contra los griegos era una lucha contra los bandidos y ladrones que habían violado la soberanía imperial, y también un conflicto religioso que enfrentaba al islam con los infieles cristianos. Se trataba de defender la nación otomana o musulmana, por vago e ilógico que fuese este concepto. La “nación griega”, un pueblo entero, se había rebelado contra la beneficencia y magnanimidad del Imperio otomano, “provocando así la movilización decidida de toda la nación musulmana [la Nation Mahometane]”.57
La Sublime Puerta vino a contradecir esta descripción de la nación como un pueblo homogéneo reafirmando la tradicional tolerancia de la diversidad que existía en el imperio: recordó a Rusia y sus aliados que los cristianos tenían la libertad de practicar su religión. El Reis Effendi (que venía a ser el ministro de Asuntos Exteriores otomano) hizo notar al embajador ruso, Stróganov, que muchos griegos gozaban de notables privilegios, y algunos ejercían altos cargos en el imperio…, lo que no había impedido a otros rebelarse.58 Los insurrectos griegos mataban a mansalva, dijo a continuación el Reis Effendi, habían asesinado a numerosos musulmanes, y a miles más les habían infligido “abusos y horrores”.59 La Sublime Puerta observó con profundo pesar que el patriarca ortodoxo había apoyado la rebelión. “Una cosa es defender la religión, y otra defender a los criminales –escribió el funcionario otomano–. La prueba está en que los griegos que no han participado en la revolución gozan de gran tranquilidad y seguridad”.60 A los rebeldes, en cambio, se les castigaría con dureza.61
En 1826, los británicos habían llegado a la conclusión de que hacía falta intervenir de algún modo en el conflicto para devolver la estabilidad al Mediterráneo oriental. La rebelión griega había estallado en un momento en el que la política británica estaba dominada por ultraconservadores: el rey Jorge IV, el ministro de Asuntos Exteriores lord Castlereagh (que llegaría a ser primer ministro) y el duque de Wellington, héroe de Waterloo. A todos les horrorizaba la rebelión griega, que ponía en peligro la paz y la estabilidad de Europa, y los griegos les parecían unos indeseables. El Gobierno se negó categóricamente a hacer nada para ayudar a los insurrectos, e incluso prestó su apoyo tácito al sultán Mahmut II y a la Sublime Puerta. Esta política escandalizó a muchos británicos, sobre todo después de las matanzas de Quíos y Mesolongi, que tuvieron una enorme resonancia. Las atrocidades otomanas indignaron hasta a Castlereagh, artífice de la política de neutralidad. A Gran Bretaña y Austria, pese a la animadversión entre Metternich y el sucesor de Castlereagh, George Canning (que despreciaba la propuesta del político austriaco de una “Santa Alianza” entre Rusia, Austria y Prusia), les unía el deseo de frenar a Rusia.62
Gran Bretaña cambió de postura. La sustitución de Castlereagh (que se suicidó) por George Canning, que le sucedió en 1822, supuso la adopción de una política progriega. Canning tenía las inclinaciones filohelenas propias de muchos estadistas británicos y, como ministro de Asuntos Exteriores y posteriormente primer ministro, fijó el rumbo de la política británica.
Para Canning, como para los filohelenos, una Grecia independiente evocaba el esplendor del pasado helénico. Habían adoptado la misma visión panorámica de la historia con la que los estadistas británicos abordarían un siglo más tarde la cuestión sionista (como veremos más adelante). Los héroes cristianos griegos contra ese pueblo rapaz que eran los musulmanes turcos: una idea muy sugestiva para esos políticos que habían crecido leyendo a los clásicos, la Biblia y las historias de los mártires cristianos. Pero en su postura también influían consideraciones más prosaicas: una Grecia autónoma (aunque no independiente todavía) serviría de baluarte contra el expansionismo ruso y el otomano en un momento en el que el Mediterráneo iba desempeñando un papel cada vez más importante en los cálculos estratégicos británicos.63
Esa visión tan romántica se vio socavada por el encuentro con los griegos reales, a los que no pocos británicos verían con desprecio, describiéndolos como sombras (en el mejor de los casos) de sus heroicos antepasados, o como un pueblo corrupto, depravado y profanador del legado de la Antigüedad. Vivían literalmente encima de los vestigios de una gloriosa civilización, pero, al contrario que los británicos, no sabían apreciar su valor: de ahí que los mármoles del Partenón y otras reliquias que se llevó lord Elgin se puedan admirar hoy en el British Museum de Londres, y no en Grecia. Por lo demás,