Название | Un mundo dividido |
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Автор произведения | Eric D. Weitz |
Жанр | Социология |
Серия | |
Издательство | Социология |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417866914 |
Los miembros de la Filikí Etería eran, por tanto, militantes nacionalistas típicos.13 En su pensamiento influyeron múltiples tradiciones griegas, generalmente más admiradas en París, Londres, Berlín y Boston que en su propio país. Grecia tenía un pasado legendario: era la cuna de la civilización clásica y la democracia, y el fundamento mismo de Europa, como los filohelenos –es decir, los partidarios extranjeros de la rebelión griega– no se cansaban de repetir. Además, tenía una tradición insurreccional, celebrada en leyendas de bandidos que habían defendido heroicamente su tierra de los infieles turcos. No era difícil convertir estos Robin Hoods locales en precursores del movimiento nacional griego.
Los militantes nacionalistas contribuyeron a forjar algo completamente nuevo: la esfera pública, creadora del mundo contemporáneo, y de la que formaban parte las imprentas, los panfletos y los cafés, sin los cuales no era posible ninguna rebelión nacional. En el siglo XVIII y en la época de las guerras napoleónicas, la expansión comercial de Grecia en el Mediterráneo y Europa había dilatado el horizonte intelectual de ciertos griegos. La esfera pública, surgida a finales de aquel siglo, al mismo tiempo que comenzaba el desarrollo económico, permitió la difusión de la idea nacional. Los comerciantes acaudalados, en especial los de las provincias danubianas, financiaron escuelas y fomentaron la publicación de obras en griego; sus esfuerzos contribuyeron a moldear una identidad griega desligada, por lo menos en parte, de la religión. También ofrecieron becas a compatriotas suyos para que estudiaran en París, Londres y Berlín, donde aquellos jóvenes asimilarían las ideas de la Ilustración y la Revolución francesa y advertirían la influencia de la Grecia antigua en los europeos occidentales.14
El desarrollo de la esfera pública y del pensamiento nacionalista griegos coincidió con el debilitamiento de la autoridad del sultán; en no pocos territorios del Imperio otomano, particularmente (y esta circunstancia influiría decisivamente en los acontecimientos ulteriores) en Albania y Egipto, empezaron a surgir gobernadores y caudillos más o menos independientes. Con su ocupación de las Islas Jónicas, en 1797, y su invasión de Egipto, en 1798, los franceses demostraron la fragilidad de la hegemonía otomana. Por lo demás, estos acontecimientos llevaron a la introducción en el imperio de las ideas de la Revolución francesa. La rebelión serbia de 1804 sirvió de modelo al movimiento nacionalista, y el Tratado de Viena, que convirtió el archipiélago jónico en una república bajo protectorado británico, vino a confirmar esa fragilidad. La ideología que prendió en las islas, y que amalgamaba el bandidismo tradicional griego y los modernos conceptos de independencia nacional y derechos del hombre, fue el germen de la idea, más ambiciosa, de un Estado griego independiente.
“Los griegos habían pasado de pueblo insurrecto a nación independiente”, escribió en el siglo XIX George Finlay, un historiador de la rebelión nacional.15 Según él, esta transformación se produjo muy pronto, en 1821; Finlay exagera mucho, pero no anda totalmente descaminado, en la década de 1820, en efecto, la muy tradicional insurrección griega se fue convirtiendo en revolución popular. Los clanes se movilizaron y demostraron su eficacia en el combate, y por todo el país circularon agitadores, normalmente miembros de la Filikí Etería. A veces imitaban a aquellos griegos legendarios arengando a las multitudes en los pueblos y ciudades, enardeciéndolas con rumores y noticias de atrocidades otomanas y advirtiéndoles de que las autoridades pretendían deportar a cristianos a África.16
Odysseas Androutsos y otros bandidos pasaban de actuar como rebeldes convencionales a invocar las ideas de libertad y nación.17 Estas palabras –libertad y nación– relacionaban la insurrección griega con las revoluciones del siglo XVIII y de principios del XIX, así como con muchos movimientos similares surgidos en toda Europa y América, desde la caída del imperio napoleónico en 1815 hasta las revoluciones de 1848. Los rebeldes griegos, o por lo menos los más politizados, eran plenamente conscientes de este vínculo y lo invocaban para atraer partidarios a su causa. El secretario del Gobierno griego, M. Rodios, escribió al ministro de Asuntos Exteriores británico, George Canning, recordándole que, en el caso de los pueblos sudamericanos, Gran Bretaña había demostrado su “filantropía” apoyando su lucha por independizarse de España; costaba creer, por tanto, que los británicos fueran a tolerar que se excluyese a Grecia del “conjunto de las naciones civilizadas y se la dejase a merced de otros, negándosele así el derecho a constituirse en nación”.18 En otro llamamiento a apoyar la causa griega, dirigido en este caso a los “ciudadanos de Estados Unidos”, el bandido Petros Mavromichalis, jefe del Senado de Mesenia, afirmaba que Grecia estaba siguiendo los pasos de los estadounidenses, primer pueblo en levantar la bandera de la libertad. “Al invocar su nombre [Libertad] estamos invocando el de ustedes [estadounidenses] al mismo tiempo. […] Al ayudarnos a liberar Grecia de los bárbaros coronarán la gloria de Estados Unidos como tierra de libertad”.19
La primera insurrección, que se produjo en Estambul, fracasó. Los rebeldes habían confiado en recibir ayuda rusa, pero el zar Alejandro I se resistía a apoyar una rebelión de consecuencias imprevisibles, por lo que permitió a las fuerzas otomanas entrar en los principados y tomar represalias mientras turbas musulmanas saqueaban iglesias, hogares y comercios cristianos en Estambul y otras ciudades anatolias. Murieron centenares o quizá miles de personas. Convencida de que el patriarca ortodoxo griego apoyaba la rebelión, la Sublime Puerta (como se conocía al Gobierno otomano, que tenía su sede en Estambul) mandó ahorcarlo y exhibir en público su cadáver.
A los otomanos les costó más reprimir las revueltas que estallaron en el Peloponeso y las islas. Los bandidos eran políticamente indoctos, pero duchos en el combate. Habían aprendido a aprovechar el entorno físico en que se movían: las numerosas colinas y montañas, los peligrosos desfiladeros y los rocosos litorales favorecían la guerra de guerrillas en tierra y la piratería en el mar. Los ataques frontales a los que estaban acostumbrados el Ejército y la Armada otomanos no servían para neutralizar esta estrategia más que cuando se producía un masivo despliegue militar. En 1822 y 1823 los rebeldes griegos obtuvieron triunfos importantes en el campo de batalla. Los otomanos aumentaron entonces considerablemente el número de tropas y movilizaron la flota de Muhammad Ali en Egipto. Ali había convertido esta provincia en un territorio prácticamente autónomo y comerciado con los rebeldes griegos;, pero al final decidió ponerse de parte de su soberano.20 A raíz de ello, los insurrectos empezaron a sufrir notables reveses. Las fuerzas otomanas tomaron represalias brutales, entre ellas las matanzas de Quíos y Mesolongi, inmortalizadas por el gran pintor romántico Eugène Delacroix (veáse ilustración de la p. 69).
Al cabo de cuatro años, en 1825, el conflicto estaba en un punto muerto, pero la violencia aún no había remitido. Año tras año, los rebeldes griegos y los ejércitos otomanos seguían luchando y sufriendo muchas bajas sin que ninguno de los dos lados alcanzara a cambiar el curso de la guerra. Para colmo de males se había desatado entre los griegos un conflicto civil que reflejaba las diversas lealtades locales o regionales de los bandidos combatientes.
Dos acontecimientos, ocurridos ambos fuera de Grecia, resultaron decisivos, aunque las dos partes sufrieron siete años más de guerra y destrucción antes de llegar a un acuerdo político. El primero de esos hechos fue la aparición de los filohelenos, esto es, los partidarios románticos que ganó la causa de la independencia griega en el extranjero, especialmente en Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Su incansable activismo ejerció, en particular, una influencia notable (aunque los autores la exageran a menudo) en la política británica. El segundo hecho fue la intervención de las grandes potencias. Gran Bretaña y Rusia desempeñaron el papel decisivo. Para los filohelenos y los Gobiernos europeos, la tenaz resistencia griega, combinada con las atrocidades otomanas, había creado una situación insostenible que suscitaba sentimientos humanitarios y, lo que era más importante para las grandes potencias, ponía en peligro el acuerdo alcanzado en Viena.
Los Estados europeos buscaban ante todo estabilidad en el Mediterráneo oriental. Rusia fue una excepción hasta cierto punto, porque aprovechó la crisis desencadenada por la rebelión griega para satisfacer su afán expansionista conquistando territorios otomanos. Nadie habría previsto en 1821 el resultado final de la crisis: un