Entre mates y café. Mónica Pradier

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Название Entre mates y café
Автор произведения Mónica Pradier
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789873959752



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el tiempo que permanecen separados parece eterno. La abuela los llamó para tomar la leche. Ellos saltaron de alegría porque sabían que había dulces de regalo. Corriendo y atropellando todo, entraron a la cocina. La hora de la merienda transcurrió entre chistes y planes de nuevas travesuras. Así eran ellos: mugre y uña ¡inseparables!

      Las tardes se resumían en paseos en bicicletas siempre que ella lo llevara para que él pudiera ir hondeando a los pajaritos, o meterse a escondidas en las obras en construcción y jugar a que eran castillos, o colgarse de los árboles en una y mil piruetas confirmando así, la teoría darwiniana. Cualquier excusa era válida para ganar la calle y aventurarse a algo nuevo.

      Esa tarde, ella llegó del colegio, tiró la mochila junto con un fugaz saludo y corrió al patio del fondo. Pero, por más que buscó en cada rincón, planta, pozo y agujero posible, el trapo no estaba. Le resultó raro, pero, a la vez no. Probablemente habría viajado con el papá o fue a la clase de inglés. De todas maneras, esperó. Sentada, paciente, esperó. Aun cuando su abuela la llamó a merendar, ella siguió esperando. Su corazón no deseaba moverse, intuía algo. La abuela salió a buscarla. La retó porque la leche se enfriaba. La niña trató de explicarle que debía aguardar la señal, sino, no vendría. Pero, nadie la oyó.

      Dicen que los niños son almas puras, por eso pueden ver y sentir cosas que nosotros, los adultos, no. Mientras la alejaban del muro, algo dentro de ella se rompió y supo, sin saber, que algo estaba mal. Esa misma noche, cuando ya era tarde, su alma gemela terminó su aprendizaje en este mundo. La abuela intentó explicárselo, pero el llanto se llevó las palabras. La niña sabía, por eso lloró junto a su abuela. Y lloró cada uno de los días y las noches, hasta que los ojos se cansaron de tanto dolor.

      La niña se hizo mujer. Vivió y sufrió. Rió, lloró. Pero, entre sus cosas guarda un trozo de tela envejecido como un pedacito de su corazón

      El día de las sanguijuelas

      Corría el año 1945. El mundo estaba recuperándose de los horrores de la guerra. Pero, del otro lado del plantea, la vida continuaba con su ritmo normal. Ellas, en su inocencia de niñas, solo sabían de los golpes y sorpresas que cada nueva travesura les dejaba. Una, trigueña como un trozo de pan tostado, la otra, blanca como la luna. La una queriendo ser blanca, la otra queriendo tostarse, pero ambas buscando una y mil formas de tener una nueva aventura cada vez.

      Esa tarde llegaron corriendo de la escuela, más felices que de costumbre; empezaban las vacaciones de verano y eso solo podía significar una cosa: ¡libertad! Libertad de levantarse a la hora que quisieran, libertad de correr por los baldíos y treparse a los árboles hasta la hora de comer sin tener que preocuparse por el baño. Libertad de montar a la yegua del abuelo y pasearse hasta los lugares más alejados de la quinta. ¡Libertad de bañarse en la laguna! Cada vez que alguna de las hermanas mencionaba el tema lo hacía entre susurros, con miradas cómplices y risita traviesa. Con cada descuido de la madre, se urdía una parte del plan, cuidando siempre de ocultar la cara con una de las manos, no sea cosa que las descubrieran. Es que la laguna estaba prohibida. No solo por lo apartado del lugar, sino por los peligros que encerraba: era profunda y habían ocurrido algunas tragedias con pequeños que se internaron en sus aguas sin saber nadar, además, estaban las sanguijuelas, unos bichos negros, babosos y con algo así como sopapas en la panza que hacían que se peguen al cuerpo del corajudo que entraba al agua. Ellas solo se habían animado hasta la orilla, sabedoras del castigo que les esperaba si quebrantaban la ley materna. Sin embargo, ese temor no les duraría toda la vida.

      Elba, apodada “Albita” por lo blanco de su piel, era la mayor y, por lo tanto, la cabecilla de las más grandes salvajadas. Delia, su hermana menor, la secundaba en todo y hasta aportaba sus propias ideas si consideraba que podían hacer mucho más atractiva la aventura.

      Ya habían hecho todas las tareas del hogar por lo que la madre les dio permiso de salir a jugar, recordándoles que no debían ir a la laguna. La picardía con que se miraron decía a gritos que no pensaban obedecer.

      Salieron disparadas en busca de la yegua ruana del abuelo. Era una belleza, los pelos blancos “añadidos” en el pelaje castaño de base la hacían única. El día que la trajeron a la quinta, Delia la vio y grito “¡tiene el pelo blanco como la abuela!”, por lo que la llamaron “Viejita”. Viejita era su transporte y amiga fiel, podían contarle todos sus secretos mientras paseaban que ella nunca las delataría. Apenas las escuchó llegar y empezó a sacudir la cabeza de un lado al otro y de arriba abajo. Ella sabía que las niñas la sacarían de su encierro y eso la hacía feliz.

      Montadas a pelo sobre su querida yegua, se dirigieron directo a la laguna. Esta vez estaban decididas a meterse, además, el calor sofocante de diciembre propiciaba un buen chapuzón.

      Al llegar observaron que había otros niños en el lugar, algunos pescando, otros panza arriba disfrutando de la fresca sombra de los arboles, pero ninguno en el agua. Las hermanas se sintieron heroínas: ellas entrarían y se sacarían ese calor abrazador. Entre risas chucearon a su montura para que avanzara. Todos tenemos un sexto sentido, nuestros hermanos animales también y, al no tener el obstáculo del habla, lo desarrollan mejor que nosotros. Al poner una pata en al agua, “Viejita” sintió que algo no andaba bien y se detuvo. Elba, se movió sobre el lomo; pero no consiguió nada. Entonces, Delia decidió frotar sus piernas por los costados del animal logrando que este reanude su andar. Los gritos de triunfo de las niñas espantaron a las pocas aves del lugar. Entre sacudidas y talonazos consiguieron que la yegua se adentrara en la laguna hasta que el agua cubrió su vientre y las piernas de ellas hasta casi las rodillas. Erguidas y triunfantes, miraban a todos con sonrisa sobradora. De pronto, Delia lanzó un chillido, de inmediato Elba la imitó. Algo se les pegaba por las piernas. Y lo hacía por todos lados. No era uno ¡eran miles! Una alzó la pierna en un intento desesperado de ponerse a salvo; lo que vio le traería pesadilla por varios días; su pierna estaba cubierta por unos bichos negros y brillantes. No sentía dolor, pero la impresión le hacía creer que sí. Con movimientos desesperados intentó sacarlos, pero la succión aumentaba. Las niñas se movían de todas las maneras posibles intentando que la yegua saliera de allí, pero el animal no tenía intención alguna de hacerlo. En un momento, las miró como diciendo: “yo sabía”. La primera en saltar fue Elba y, al instante la siguió Delia. Con largas zancadas y a los gritos alcanzaron la orilla. En la desesperación por conseguir ayuda, ninguna se percato de la distancia ni de las consecuencias de cuando llegaran a la casa.

      Los alaridos llegaron primero, por eso la madre ya las esperaba en la puerta. Verles las piernas y salir corriendo fue todo uno. Las llevó al patio trasero y, valiéndose de un trapo, fue arrancando una a una las sanguijuelas de las piernas de sus hijas. A la primera queja de las niñas, la mirada fulminante de su madre las acalló para el resto de la operación. Solo un breve temblor acompañaba cada extracción.

      Las pequeñas traviesas volvieron a pasear en su querida yegua e, incluso, la llevaron otra vez hasta la laguna, pero aprendieron a escuchar a su montura.

      El perrro blanco

       Adaptación del relato homónimo de Ranulfo Ruiz

      Esto me lo conto un amigo, testigo del hecho. Ocurrió en el corazón de mi Chaco, en el verano del 64 o 65, no recordaba bien. De lo que estaba seguro era del calor, era un fin de semana de esos en los que uno cree estar en el mismo infierno. Sin embargo, esto no impedía que el Club del pueblo hirviera con la música que brotaba desde una volanta. Ensenadita, un conjunto chamamecero de moda, sacaba chispas a los instrumentos. Era una época donde la pasión estaba a flor de piel y casi era un deber demostrarla, los hombres vestían su hombría con bombacha, faja y cuchillo y la belleza natural de las mujeres revoloteaba con sus polleras amplias y floreadas. Los primeros llegaban a caballo, temprano como para tener tiempo de presumir de sus conquistas y entonarse, antes de que empezara la fiesta. Las damas, arremolinadas en algún rincón, miraban de soslayo sonriendo para dar a entender sus preferencias, pero con mesura, el prestigio y buen nombre era algo que se podía perder con demasiada facilidad. El hombre era quien debía invitar a bailar, jamás al revés ya que a aquella que osaba hacerlo,