Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips

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Название Baila conmigo
Автор произведения Susan Elizabeth Phillips
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412316780



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y volver a trabajar.

      —Ven a casa mañana —dijo Bianca—. Ian estará fuera haciendo senderismo o encerrado en su estudio; está en plena crisis artística, y así podré enseñarte la casa. Estoy deseando disfrutar de una compañía que no me gruña.

      Y Tess sentía la necesidad de estar con alguien que no supiera de la muerte de Trav, que no la viera como la mujer rota que era.

      Cuando Bianca se fue, Tess llevó las tazas al fregadero vintage, con su anticuado tablero de drenaje incorporado. El acabado de porcelana astillada y las manchas de óxido se negaban a rendirse al fregado. Mientras se secaba las manos, vio que tenía las cutículas hechas polvo y las uñas rotas. A diferencia de Bianca, ella nunca sería la musa de nadie, a menos que el artista tuviera pasión por las morenas desaliñadas de ojos rasgados, con el pelo salvajemente rizado y diez kilos de más.

      Trav decía que sus ojos oscuros, entre azulados y morados, su tez aceitunada y su pelo casi negro le daban un aspecto terrenal y exótico, como si fuera una actriz de una de esas películas italianas de los años sesenta que tanto le gustaban. Ella le había recordado más de una vez que su pelo, casi negro, provenía de algún antepasado griego que nunca se había paseado por las calles de Nápoles con un vestido de algodón ajustado, como Sophia Loren cuando la perseguía Marcello Mastroianni, pero eso no lo había disuadido de burlarse de ella con palabras italianas inventadas.

      De hecho, Tess acostumbraba a ser una persona divertida. Era capaz de hacer reír hasta a la parturienta más nerviosa. Sin embargo, en ese momento no podía recordar la sensación de reírse.

      Se acercó al gran ventanal tratando de decidir cómo ocupar el resto del día. Un camino de grava serpenteaba a un lado de Runaway Mountain desde el pueblo, pasando por la cabaña, por la escuela, y terminando en lo que quedaba de una vieja iglesia pentecostal. A su lado, sobre una mesa desvencijada, había una copia de bolsillo de Sobre la muerte y los moribundos, de Elisabeth Kübler-Ross. Mientras Tess la miraba, una furia ardiente la invadió. Cogió el libro y lo lanzó al otro lado de la habitación.

      «¡A la mierda, Liz, tú y tus cinco etapas de dolor! ¿Qué tal ciento cinco etapas? ¿Mil cinco?».

      Pero claro, Elisabeth Kübler-Ross no había conocido nunca a Travis Hartsong, de pelo castaño y ojos risueños, de manos preciosas y optimismo inagotable. Elisabeth Kübler-Ross nunca había comido pizza en la cama con él ni él la había perseguido por toda la casa con una máscara de Chewbacca. Y, por eso, Tess vivía en ese instante en una cabaña desvencijada, en una montaña con el nombre más apropiado posible, en medio de la nada. Pero en lugar de estar dispuesta a apretar el botón de reiniciar de su vida, solo sentía ira, desesperación y vergüenza por su debilidad. Habían pasado casi dos años. Otras personas ya se habrían recuperado de la tragedia. ¿Por qué ella era incapaz?

      ***

      Ian Hamilton North IV estaba teniendo un mal día. Un día particularmente malo en una larga serie de días malos. De semanas malas. ¿A quién cojones pretendía engañar? Nada iba bien desde hacía meses.

      Había comprado la casa en Tempest, Tennessee, para aislarse. La calle principal estaba situada en una traicionera avenida de dos carriles donde había una gasolinera, un bar llamado El Gallo, un restaurante de barbacoa, una tienda Dollar General y un edificio de ladrillo rojo que albergaba el ayuntamiento, la comisaría de policía y la oficina de correos. En el pueblo había tres iglesias, un establecimiento de aspecto sospechoso que llamaban cafetería y más iglesias escondidas en las colinas. Y, al final de la avenida, un edificio de una sola planta llamado Centro Recreativo Brad Winchester.

      Ian ya se había enterado de que el senador estatal, Brad Winchester, era el ciudadano más rico y poderoso de la ciudad. En otros tiempos, Ian habría dejado su impronta en ese edificio a la primera oportunidad que le hubiese surgido: IHN4. Lo habría marcado con pintura amarilla de Krylon en espray, con una gárgola entrando y saliendo de las letras. Probablemente lo habrían arrestado por ello. Ese pueblo tenía el gusto un poco limitado en lo que a arte callejero se refería; era lo que sucedía en los núcleos pequeños. Todos querían sus murales, pero odiaban su firma, sin entender que no se podía tener una cosa sin la otra. Pero la línea que dividía el vandalismo y la genialidad estaba abierta a la interpretación, y hacía tiempo que él había abandonado el papel de artista incomprendido.

      El pueblo era demasiado pequeño para perturbar la belleza natural de la región: las colinas y las montañas que parecían pintadas con acuarelas, las brumas matinales, las extraordinarias puestas de sol y el aire limpio. Por desgracia, también había gente. Algunos provenían de familias que llevaban generaciones allí, pero también se habían establecido en esas montañas jubilados, artesanos, colonos y supervivientes.

      Ian tenía la intención de minimizar todo lo posible el contacto con ellos, y solo había ido al pueblo con la esperanza de poder encontrar en la Dollar General los panecillos ingleses que se le habían antojado a Bianca. Habían desaparecido del pedido semanal, por el que pagaba una fortuna, y que le enviaban desde la tienda de comestibles más cercana y decente, a unos cuarenta kilómetros de distancia. Los panecillos ingleses tal vez fueran algo demasiado exótico para la Dollar General, pero él no estaba de humor para ir más lejos para conseguirlos.

      Cuando llegó a su coche, se detuvo.

      La bailarina endemoniada…

      La vio por la ventana de lo que en ese pueblo consideraban una cafetería, La Chimenea Rota, un lugar donde también vendían helados, libros, cigarrillos y quién sabía qué más.

      La bailarina era una mujer rara. A pesar de lo furiosa que le había parecido, había notado la completa ausencia de alegría en su baile. Sus feroces y bruscos movimientos habían sido tribales, más propios de un combate que de una danza. Pero estaba allí, quieta, suspendida en un rayo de sol, y así, sin más, quiso pintarla.

      Ya la visualizaba en el lienzo. Sería una explosión de color con cada pincelada, con cada pulsación de la boquilla. Azul cobalto en ese feroz pelo gitano, con un toque de verde viridiana cerca de las sienes. Rojo cadmio rozando la piel oliva de los pómulos, un toque de amarillo cromo en su punto más prominente. Una raya de ocre ensombreciendo aquella nariz larga. Todo en una completa sinfonía de colores. Y sus ojos. Del color de las ciruelas maduras de agosto. ¿Cómo conseguir capturar la oscuridad en ellos?

      ¿Cómo iba a captar algo aquellos días? Se sentía atrapado. Encarcelado en su reputación, como si hubiera sido fosilizado en ámbar. Su padre no había sido capaz de «sacarle al artista de dentro», como solía decir, y ahora él se estaba abriendo camino por sí mismo. Los artistas callejeros, como Banksy, podían continuar con sus carreras hasta mediana edad, pero a él no le pasaba lo mismo. El arte callejero era el arte de la rebelión, y con su padre muerto y más dinero en su cuenta bancaria del que jamás gastaría, ¿contra qué coño iba a rebelarse? Podía cortar más plantillas, hacer más carteles, pintar más lienzos, pero todo resultaría falso. Porque lo sería.

      Pero si no le quedaba rebeldía que plasmar, ¿entonces, qué?

      Era una pregunta que no sabía responder, así que volvió a concentrarse en la bailarina. Llevaba unos vaqueros anodinos y una voluminosa sudadera granate, pero él tenía una excelente memoria visual. Y había visto su cuerpo mientras bailaba aquella primitiva danza; estaba demasiado delgada, pero con algunos kilos más estaría magnífica. Pensó en la exquisita Betsabé de Rembrandt relajada en su baño, en La maja desnuda de Goya, en la sensual Venus de Urbino de Tiziano. La bailarina tendría que comer para que él lograra igualar a esos pintores inmortales, y entonces querría pintarla. Era el primer impulso creativo que había experimentado desde hacía meses.

      Se quitó la idea de la cabeza. Lo que tenía que hacer era deshacerse de ella. Y con rapidez. Antes de que llamara la atención de Bianca más de lo que ya lo había hecho.

      Así que se dirigió hacia la cafetería.