Tres (Artículo 5 #3). Simmons Kristen

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Название Tres (Artículo 5 #3)
Автор произведения Simmons Kristen
Жанр Языкознание
Серия Artículo 5
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583063329



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Al menos cuando lo tenía cerca podía vigilar sus acciones. Ahora era igual que haber dejado caer un cuchillo afilado con los ojos cerrados y esperar que la hoja no cayera encima del pie.

      Alguien estaba mascullando algo. Quizá Jack, uno de los sobrevivientes de la resistencia de Chicago. El tipo no venía bien desde que la Milicia Moral bombardeó los túneles y que por poco nos entierra vivos a todos. Su cuerpo delgado yacía cuan largo era justo a la entrada, y un tipo de Chicago, al que llamaban Rat, tan bajito como era alto Jack, dormía recostado de lado tras el primero. Sean se había dormido recostado contra un sofá desvencijado, con la cabeza caída y las palmas de las manos abiertas sobre el regazo como si estuviera meditando. Tras él, Rebecca, enroscada sobre los cojines, con las muletas metálicas en sus brazos ocupando el lugar del muchacho que a todas luces querría estar allí.

      Aunque Rebecca debería haberse quedado en el minimercado con los heridos, insistió en seguir adelante. El ritmo fue duro para su cuerpo, pero no se quejó. Eso me preocupaba. Era como si quisiera demostrar algo.

      Los otros dos, que estaban echados en el comedor, eran de la resistencia de Chicago y no habían perdido la esperanza de que, de alguna manera, sus familias hubieran sobrevivido el ataque al refugio y que por tanto hubieran escapado y huido al sur.

      Oí afuera el rumor de ramas chasqueando. Me levanté en silencio y me acerqué a la puerta abierta eludiendo los cuerpos. El aire olía a salitre y a moho, a frescura y a podredumbre al mismo tiempo. Tras los bancos de arena susurraban el océano, el flujo y reflujo de las olas, la sordina de los altos pastizales entre la playa y este decrépito pueblo costero donde habíamos acampado. Se llamaba DeBor… algo. El aviso de “Bienvenidos a…” había sido, años atrás, víctima de los tiros de práctica de alguien, y pequeñas perforaciones de balines de cobre hacían ilegible el lado derecho.

      Alguna vez, DeBor… algo fue un lugar de lujo. Los portones que impedían ingresar a los pobres se habían venido abajo, pero ahí seguían, arrumados al lado de la garita de seguridad ahora reducida a cenizas. Durante la guerra, allí hubo disturbios, como ocurrió en muchos de los barrios más ricos. Lo que quedaba de las otrora coloridas casas de playa, ahora vacías, eran ruinas: negros andamiajes como dedos calcinados apuntando al cielo, cimientos a medio caer sobre sus pilotes expuestos, paredes mudas cubiertas de capas de sal marina y arena y tablas entrecruzadas que clausuraban las ventanas que aún quedaban. En algún lugar cercano, una oxidada puerta de mosquitero verde golpeaba contra el marco.

      Escuché otro crujido que provenía del último escalón del porche a la entrada de la casa. Era Billy, todo hueso, codos y omoplatos, encorvado sobre sus rodillas. Le quitaba la corteza a un palo y no pareció darse cuenta de mi llegada.

      Fruncí los labios. Si Billy estaba de guardia, amanecería pronto. Billy había relevado a Chase antes en la noche. Pero Chase no estaba aquí. La toalla sobre la que durmió la habían arrojado cerca de la ventana, al lado de una bolsa de basura que contenía todos nuestros haberes: dos tazas, un oxidado cuchillo de cocina, un cepillo de dientes y un poco de cuerda que recuperamos de los escombros.

      Billy apenas si se movió cuando crucé el porche en punta de pies para sentarme a su lado.

      —¿Una noche tranquila? —pregunté con cautela.

      Apenas si levantó un hombro por toda respuesta. La lucecita roja del radio de banda ciudadana, que rescatamos de uno de los camiones de transporte, titilaba sobre el escalón entre sus botas remendadas. El radio era metálico y cabía de sobra en una caja de zapatos. No era tan cómodo como uno de mano, pero tenía potencia suficiente para comunicarse con el interior.

      O por lo menos eso creíamos, que tenía potencia suficiente. Se suponía que la luz roja pasaba a verde cuando entraba una llamada, pero eso aún no había ocurrido.

      Volví a mirar a Billy. Había guardado silencio desde que nos reencontramos en las ruinas del refugio. Sabía que esperaba que Wallace, alguna vez líder de la resistencia de Knoxville —y más importante, su padre adoptivo—, aún estuviera vivo, que estuviera entre los sobrevivientes cuya senda habíamos seguido. Pero eso era imposible. Wallace había muerto entre las llamas en el Wayland Inn. Todos vimos arder el hostal.

      —Todavía queda un poco de guiso enlatado —le dije.

      Me moría de hambre. Las raciones se estaban acabando. Hizo una mueca y continuó pelando el palo con las uñas, como si fuera la actividad más fascinante del mundo.

      Billy era capaz de acceder al servidor de la MM, por lo que un palo no era tan interesante.

      —En fin, vale. Uno de los tipos encontró unos espaguetis, tú…

      —¿Acaso dije que tenía hambre?

      Alguien que dormía cerca de la puerta de entrada se movió. Billy llevó de nuevo el mentón al pecho y ocultó sus insolentes ojos castaños tras una cortina de pelo grasoso.

      El silencio entre los dos se extremó. Él había perdido un padre, cierto, y yo sabía lo que se sentía, pero no fuimos nosotros quienes matamos a su padre.

      Al menos no, como sí matamos a Harper.

      Un escalofrío me puso los pelos de punta, a pesar de la temperatura agradable.

      —¿Hace cuánto se marchó Chase? —le pregunté.

      Volvió a encogerse de hombros. Muy molesta, me puse de pie y di vuelta a la casa camino a la playa esperando que Chase hubiera tomado ese rumbo. Hacia la derecha había menos pasto, de manera que cogí por ese lado y casi me doblo de dolor cuando, al empezar a subir una duna, sentí como si me hubieran enterrado un clavo en las espinillas. Mis propias piernas se habían convertido en un campo de batalla: magulladuras amarillas y púrpuras de la explosión en Chicago, ampollas por las botas y verdugones como monedas en tobillos y talones por el roce de la grava que se había metido entre mis calcetines. Pero al coronar la duna, todo el dolor cayó en el olvido.

      Un estallido de estrellas se reflejaba en el océano oscuro, estrellas puras y encendidas como diamantes, sin luz de ciudades o base alguna que robasen su belleza. El punto exacto donde agua y horizonte se encontraban, sumido en la oscuridad más profunda y en un murmullo vivo, como un corazón palpitante.

      La inmensidad de todo me devoró. La brisa fresca jugaba con las puntas de mi pelo con la misma inocencia distraída con la que mi madre jugaba con mis flecos cuando hablábamos. En momentos así era cuando más la extrañaba. Esos espacios tranquilos, sin nadie más por ahí merodeando. Cerré los ojos y fue casi como si la tuviera de vuelta.

      —Todavía ni el menor rastro. Nada desde ayer en la madrugada —dije en voz alta, esperando que mi madre me oyera. No sabía si así funcionaban estas cosas. Todo lo que sabía era que añoraba que ella me escuchara y que yo pudiera escucharla de vuelta, aunque solo fuera una única última vez. Hundí mis talones en la arena—: Ni una palabra de nuestra gente en el minimercado. Chase cree que probablemente su radio sacó la mano. Ya estaba en las últimas cuando nos separamos. —Suspiré—. Nada, tampoco, sobre el equipo que enviamos al interior.

      Cada uno de los que estábamos en busca de sobrevivientes se turnaba la carga del radio, ansiosos de noticias sobre cualquiera de los otros puntos de resistencia. Nadie se atrevía a pronunciar la posible verdad: que nuestro equipo bien podía haber sido capturado; que las posibilidades de que alguien hubiera podido escapar del refugio eran mínimas; que nuestros amigos y familias se hubieran ido para siempre.

      —Imagino que no podrías decirnos si alguien sobrevivió —dije—. Supongo que eso sería como hacer trampa.

      Abrí los ojos y levanté la cabeza al cielo en busca de cualquier señal en clave de las bombas que habían derruido nuestro santuario. Pero las estrellas permanecieron mudas.

      Antes de la guerra, me acostumbré tanto al ruido que ni siquiera lo oía. Autos, luces, el runrún del refrigerador. Gente. Gente por todos lados… cruzando la calle, hablando por sus teléfonos, llamando a sus amigos. Pero cuando mediante la Ley de Reformas se decretó que la energía eléctrica se suspendiera para el toque de queda, las noches se sumieron en el silencio. Tal era el silencio, que era