Название | Rescates emocionantes |
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Автор произведения | Lori Peckham |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789877983845 |
Y entonces, ¡los gritos! Y con los gritos, ¡los ladridos! La esperanza se precipitó como un fuego encendido, y la mamá llegó a la puerta de un salto.
A la distancia, escuchó que gritaban:
–¡Los encontramos! ¡Los encontramos! ¡Gracias a Dios!
Tratando de retener las lágrimas y las risas, la señora Curtis salió sin abrigarse al aire frío de la medianoche para recibir al tropel que se reía y gritaba. Un hombre tenía a Pedro, otro a Jenny y, en brazos de dos jóvenes, había un perro alborotado que ladraba: ¡Carlo!
–Bueno, mamá, no era necesario preocuparse por los abrigos –se rió el señor Curtis–. ¡Tenían el edredón más calentito y acogedor que te puedas imaginar!
La señora Curtis, mientras abrazaba a Jenny y a Pedro de a uno a la vez, balbuceó:
–¿Edredón? Qué... qué...
–¡Era Carlo! –dijo el grupo a coro, y luego todos se rieron de la idea.
–Yo escuché ladrar a Carlo –tomó la palabra uno de los hombres– y cuando llegamos allí, ¡estaba esta enorme cosa tirada directamente encima de los niños como una gran piel de oso! Los niños estaban profundamente dormidos y calentitos como una tostada debajo de él, en un hueco en la nieve.
–Yo me desperté algunas veces –balbuceó Pedro–. Carlo era pesado.
Y entonces todos se largaron a reír otra vez.
Fueron muchos los abrazos que hubo esa noche, no solo para los niños sino también para Carlo. Todos los que entraban tenían que frotarle la cabeza y hacerle cosquillas detrás de las orejas. Nunca había recibido tantos huesos de una sola vez. Y la atención especial no terminó aquella noche.
Desde aquel día en adelante, una niña llamada Jenny no escatimaba esfuerzos para darle afecto al perro. Carlo finalmente había comenzado a cobrarse su deuda de gratitud.
Capítulo 2
El círculo de fuego
Leonard C. Lee
Cuando era chico y vivía en Dakota del Norte, con frecuencia salía al campo a encontrarme con mi padre cerca de su hora de regreso. A veces, me dejaba volver a casa sobre el arado o en uno de los caballos.
Una tarde, cuando tenía cinco años, fui en dirección a él caminando a través del pasto alto que había sido pisoteado en parte por los caballos que iban y venían por el campo. Vi que mi padre dirigía un grupo de cinco caballos negros, tres adelante y tres atrás, que tiraban de un arado doble.
Entonces, de repente, ¡los caballos comenzaron a correr rápido! Los cascos sonaban como truenos, y venían directamente hacia donde yo estaba. Traté de correrme, pero no tuve tiempo.
Afortunadamente, los caballos me vieron y se hicieron a un lado para evitar atropellarme. Entonces divisé a mi padre parado sobre el arado agitando un látigo largo y gritándoles “¡so, so!” a los caballos. Levanté la vista y alcancé a distinguir su cara asustada cuando la rueda del surco casi dio contra mí.
Me agaché tratando de librarme del arado, y antes de poder levantarme escuché que los caballos regresaban. Todavía corrían, pero no tan rápido. Mi padre pateó la palanca, y las rejas del arado golpearon contra el pasto, levantando polvo que volaba a tres metros. Esto frenó a los caballos a un trote de distancia de mi.
Se habrían detenido, porque el pasto era pesado y duro, pero mi padre volvió a blandir el látigo, y ellos continuaron. A mi alrededor araron tres surcos dobles y parte de un cuarto. Entonces mi padre los detuvo, vino, me levantó y me puso sobre el arado mientras encendía un fósforo y quemaba todo el pasto dentro del anillo que había arado. Escarbó un círculo de un metro y medio de diámetro en el centro de la superficie incendiada y, levantándome por los hombros, me puso adentro.
–¡Quédate aquí hasta que yo regrese! –me ordenó–. No salgas de este circulito.
Había hecho todo tan rápido que no me atreví a preguntar por qué. Nunca antes había visto a mi padre así, ni hacer cosas tan rápido.
Luego saltó sobre el arado, sacudió el látigo y les gritó a los caballos. Ellos se alejaron corriendo, y yo me quedé preguntándome por qué se fueron a casa sin mí.
Yo no lo sabía, pero mi padre había visto un incendio en la pradera que había sido iniciado por alguna persona descuidada, y que el viento lo estaba llevando directamente hacia nuestra casa. Mi madre, mi hermana y mi hermanito estaban allí, y papá se apresuró a llegar a casa para tratar de salvarlos a ellos y a la vivienda. No teníamos vecinos cercanos, así que papá sabía que todo dependía de él.
Yo quise seguirlo a casa, pero había aprendido a obedecer. Había descubierto, a fuerza de errores que cuando mi padre me daba una orden, realmente hablaba en serio y era mejor obedecer. Así que me senté en mi circulito y esperé hasta que regresara.
Muy pronto hubo animales que comenzaron a entrar en mi círculo. Varias ardillas rayadas llegaron corriendo y luego una liebre. Los urogallos de las praderas revoloteaban encima de mi cabeza, y otras aves comenzaron a sobrevolar. Entonces comencé a sentir el olor acre del fuego, y el aire se volvió pesado y lleno de humo. Un coyote entró corriendo en mi círculo. Me echó un buen vistazo y salió corriendo para el otro lado a través del pasto alto hacia el campo que mi papá había estado arando. Un conejo con el pelaje algo quemado entró al círculo y trató de acurrucarse debajo de mí. Traté de apartarlo, pero no pude.
El aire se volvió abrasador, y me dieron ganas de salir corriendo, pero papá había dicho: “¡Quédate hasta que venga!”, y sabía que tenía que quedarme. Entonces se puso tan caliente que casi no lo podía soportar, pero tenía que hacerlo.
El fuego llegó hasta el exterior de los surcos arados a mi alrededor, y las llamas se extendían como los brazos de un gigante que trataba de arrebatarme. Mi ropa comenzó a quemarse. Di vueltas en el suelo y traté de atrincherarme en el pasto quemado, pero fue en vano. El conejo medio chamuscado y yo tratamos de escondernos uno detrás del otro.
Entonces oí el estruendo de los cascos de los caballos y supe que mi padre estaba viniendo. Traté de abrir los ojos, pero tenía la cara tan ampollada por el calor que apenas pude abrir un ojo. El equipo venía directamente por la pradera en llamas. Su pelaje negro estaba blanco del sudor y la espuma, y corrían como nunca vi correr caballos desde ese día. Papá sostenía las cuatro cuerdas en una mano y el látigo en la otra. Los caballos entraron directamente al círculo, pero no me atropellaron.
Mi papá se arrancó la camisa, húmeda de sudor, y me cubrió con ella para extinguir el fuego, porque parte de mi ropa estaba ardiendo del calor. Esto es lo último que recuerdo, porque me desperté en casa, en la cama.
Papá, con la ayuda de algunos vecinos, salvó la casa al arar surcos frente al fuego y haciendo contrafuegos. Luego el viento cambió, y el fuego comenzó a avanzar hacia mi refugio.
Papá había hecho girar a los caballos cansados y los había azotado hasta convertirlos en furias espumantes en la cabalgata salvaje para salvarme la vida. En su corazón estaba la temible pregunta: “¿Habrá obedecido mi hijo?” La vida y la muerte dependían de la palabra “obedecer”.
A menudo pienso: Ahora no estaría vivo si no hubiese obedecido a mi padre. Y algún día me acordaré de las pruebas y peligros de esta vida y pensaré: No habría obtenido la vida eterna si no hubiese obedecido a un Dios y a un Salvador amante.
Porque aprendí por experiencia que hay seguridad en la obediencia. Nuestro Padre celestial está tan interesado en nuestra seguridad eterna, como mi padre lo estuvo en mi seguridad temporal. Si obedecemos perfectamente a nuestro Padre celestial, estaremos a salvo.
Me gusta escuchar un canto titulado: “Dios es nuestro guía”, una de sus estrofas