Dios de maravillas. Loron Wade

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Название Dios de maravillas
Автор произведения Loron Wade
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9789877983326



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      El pastor W. H. Branson, presidente de la División Sudafricana, se encontraba de paso y habló con el médico

      –Hay muy pocas esperanzas –le dijo el médico–. A la señora no le quedan más que unos pocos meses de vida. Pero usted sabe, al igual que yo, que para nuestro Dios no hay nada difícil. Él podría realizar un milagro, siempre y cuando fuera para gloria de su nombre.

      –Muy cierto –asintió Branson–. Me parece que lo que nos queda ahora es llamar a los ancianos de la iglesia y ungirla, para colocar su caso en las manos de Dios.

      Y así lo hicieron. Reunieron a los ancianos y a todos los pastores que se encontraban en el lugar. Oraron por Mary Anderson y la ungieron con aceite en el nombre del Señor, tal como lo ordena la Biblia en Santiago 5:14 y 15. Ya en una ocasión anterior Mary había experimentado un sanamiento instantáneo, cuando se encontraba grave por causa de otra enfermedad. Pero en esta ocasión, parecía que la respuesta del Cielo sería negativa. No se notó cambio alguno en el estado de salud de la señora cuando el pastor Branson oró y la ungió con aceite.

      Para Mary, la respuesta era obvia: Dios había dicho que no. Y al entenderlo así, ella se resignó a morir.

      Un día en que el doctor Tonge la visitaba, Mary le dijo:

      –Doctor, quisiera saber cuánto tiempo me queda.

      –Si la enfermedad sigue su curso estimado, yo diría que le restan, tal vez, unos tres o cuatro meses –respondió el médico.

      El Dr. Tonge escribió al radiólogo que había examinado a Mary en los Estados Unidos, para informarle que su diagnóstico había sido confirmado, y le pidió alguna sugerencia acerca del caso.

      En respuesta, el especialista confirmó que vio que la condición de la Sra. Anderson era sumamente delicada. Terminaba la carta diciendo: “Ojalá no hayan esperado hasta ahora para operarla; de ser así, estoy seguro de que será demasiado tarde para hacer algo por ella”.

      Se acercaba fin del año, cuando Harry Anderson debía asistir a unas importantes reuniones en Ciudad del Cabo. No queriendo arriesgarse a que su esposa muriese en su ausencia, decidió llevarla consigo. De modo que Mary, sumamente débil, abordó el barco junto con su esposo. Después se despidió de todos sus amigos en Angola, porque no tenía esperanzas de volver a verlos.

      Poco antes de salir de Angola, Mary escribió a unos amigos muy queridos, el pastor Ernesto Farnsworth y su esposa, pensando que seguramente sabrían comprender su situación. Les pidió que oraran por ella; no para que fuera sanada, pues ya estaba convencida de que esa no era la voluntad de Dios, sino para que pudiese estar preparada para morir en paz.

      Los Farnsworth recibieron esta carta en el momento en que los dirigentes de la Unión del Pacífico de la Iglesia Adventista en Estados Unidos celebraban una sesión plenaria. Inmediatamente, el pastor envió un telegrama al presidente de la Unión, pidiendo oraciones de la junta en favor de la Sra. Anderson. Y envió otro telegrama a las oficinas de la Asociación General en Washington, con la misma solicitud.

      Al llegar a Ciudad del Cabo, los Anderson alquilaron una habitación cerca del hospital, pues el pastor comprendía que en unos cuantos días Mary necesitaría gran atención médica.

      Poco después de su llegada, el pastor Branson mostró a Harry una carta que acababa de llegar de los obreros de Bechuanalandia (hoy Botswana). Los misioneros en ese lugar estaban llevando a cabo un ciclo de conferencias, y por lo mismo había surgido mucha oposición. Pedían urgentemente la asistencia de un obrero de experiencia.

      El pastor Branson dijo:

      –Hermano Anderson, ¿cree usted que le sería posible prestarles la ayuda necesaria? Claro que reconocemos la condición de su esposa, y si usted considera que no es conveniente hacer el viaje en este momento, nosotros comprenderemos perfectamente.

      –Permítame conversar con Mary –dijo el pastor Anderson–; enseguida les daré una respuesta.

      Harry le contó a su esposa el mensaje de la carta, pero terminó diciendo:

      –Claro que no pienso ir. Por ningún motivo te dejaré ahora.

      –Y ¿por qué no? –preguntó ella–. Aquí hay buena atención médica. Y si el doctor ha calculado bien, me quedan todavía unas seis semanas, y tú volverías dentro de quince días. Así que, bien puedes ir. Cuando vuelvas, celebrarán las reuniones de la junta y me podrás contar los planes que tienen para Angola.

      Esa noche, Harry Anderson partió en tren rumbo a Mafeking.

      Para Mary, los días parecían una eternidad y las noches un suplicio. Permanentemente sentía un dolor cada vez más agudo. Estaba muy débilitada, al punto de no poder dar más de ocho o diez pasos. Incluso el peso de una sola sábana sobre el abdomen le causaba intenso sufrimiento.

      Una noche de tantas, después de fijarse en la fecha, Mary se dirigió dolorosamente hasta la cama y se acostó pensando: Pasado mañana llegará mi esposo. Entonces nos quedarán solo unos pocos días para estar juntos antes de que tenga que dejarlo. ¡Pobre Harry! Le tocará volver solo a Angola, para continuar el trabajo que hemos iniciado allá y que tanto hemos amado.

      Abrumada por la pesadumbre, comenzó a llorar. Escuchó que el reloj del pasillo daba las ocho.

      Entonces, repentinamente, experimentó una sensación extraña. Comenzando desde los ganglios linfáticos en la parte inferior del abdomen, sintió un intenso hormigueo que iba hacia arriba y hacia afuera. Fue como si tuviera asido –según lo contaría más tarde– en cada mano un cable eléctrico, de donde surgía una poderosa corriente que fluía por todo su cuerpo. El hormigueo avanzó hacia arriba, hasta alcanzar las axilas, y entonces cesó. Un indescriptible pánico se apoderó de Mary. ¿Sería el fin? ¿La muerte llegaría de esa manera? ¿Acaso no tendría oportunidad de despedirse de su amado esposo?

      Pero no. Un instante después, Mary se dio cuenta de que estaba experimentando, muy por el contrario, una renovación física. El dolor había desaparecido completamente. Colocó una mano sobre la parte que hasta entonces había estado tan adolorida, y la encontró perfectamente normal.

      Se levantó de la cama, cruzó la pieza con paso firme, abrió las cortinas y se quedó contemplando las luces de Ciudad del Cabo. ¡Dios había escuchado! ¡Ella había sido sanada! ¡Estaba perfectamente bien! No tendrían que enterrarla, después de todo. Cuánto anhelaba comunicar las buenas nuevas a Harry. Pero él ya se encontraba en el tren viajando de regreso a la capital.

      Y allí, frente a la ventana abierta, Mary derramó su alma en gratitud a Dios.

      Volvió a acostarse, pero le resultó imposible conciliar el sueño; demasiados pensamientos agitaban su cerebro. Otra vez podía pensar en el futuro y hacer planes. Su mente pasaba rápidamente de un asunto a otro, pensando en todo lo que esperaba realizar. Así transcurrieron las horas hasta que, por fin, en la madrugada, se quedó dormida. Cuando despertó, era de día y el sol brillaba en todo su esplendor. Salió de la casa hasta el jardín. Jamás había visto el mundo tan resplandeciente y hermoso como ahora. Allá, a la distancia, podía ver cómo la luz centelleaba en las aguas azules de la bahía, mientras por un lado se erguía, majestuoso, el Monte Table. Largo rato permaneció Mary contemplando esta hermosura, y recordando las palabras del salmista: “Tu fidelidad alcanza hasta las nubes. Tu justicia es como los montes de Dios” (Sal. 36:5, 6).

      Después de desayunar, Mary se sentó junto a la ventana frente a la casa, para esperar al cartero, quien pronto llegó trayéndole varias cartas. Había una de Harry. ¡Qué atento de su parte, pensó Mary, haberme escrito aun cuando tiene planeado llegar mañana!”

      Luego, Mary vio que había otro sobre largo que llevaba en su exterior el lema del Servicio Nacional de Comunicaciones. Se trataba de un cablegrama fechado el día anterior. Era del pastor B. E. Beddoe, uno de los secretarios de la Asociación General, y amigo personal de la familia Anderson. En el papel, Mary leyó unas palabras que la dejaron profundamente conmovida: “JUNTA DE LA ASOCIACION GENERAL ORANDO POR USTED. SON LAS ONCE A.M.”

      Tras