Dios de maravillas. Loron Wade

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Название Dios de maravillas
Автор произведения Loron Wade
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9789877983326



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Dios. Sirven para impartir ánimo y asegurar a los hijos de Dios acerca de lo inmutable y lo eterno del pacto y de la provisión divina en su favor.

      En ese sentido, el libro Dios de maravillas es un testimonio de la forma en que Dios ocasionalmente interviene en los asuntos humanos para animar y alentar a los peregrinos, mientras esperamos la pronta venida de Cristo en su glorioso poder y majestad.

       –El editor.

      por Betty Buhler de Cott

      Un ángel entre los indios Waki Kru

      En 1910, el pastor O. E. Davis era presidente de la Misión Adventista de la Guyana Británica. Un día, llegaron a su oficina noticias de unos indígenas cristianos que vivían cerca del Monte Roraima. Se decía que uno de sus caciques había recibido una visión en la que un ángel le indicó que su pueblo debía cambiar sus vidas y prepararse para la venida de Jesús.

      El monte Roraima queda cerca del punto donde se unen las fronteras de las repúblicas de Brasil, Guyana y Venezuela. Aunque se trataba de un viaje de más de 320 km a través de la selva, el pastor Davis decidió ir inmediatamente a visitar a esas personas.

      Tras un arduo viaje y muchas penurias, el pastor llegó a las cercanías del Monte Roraima. Durante algunos meses permaneció entre la humilde gente de esa región. Aprendió algunos elementos de la lengua indígena y, a su vez, enseñó al pueblo a cantar algunos de los grandes himnos de la fe cristiana. Pero, tristemente, la constitución física del pastor Davis no resistió la vida hostil de la selva, y poco tiempo después enfermó y murió. Sus restos yacen hoy en un sencillo sepulcro al pie de dicho monte.

      Después de la muerte del pastor Davis, transcurrirían 16 años hasta que la Misión Adventista pudiera enviar a un maestro para vivir permanentemente entre aquella gente. Fue en 1927 cuando el pastor Alfredo Cott y su esposa, Betty Buhler de Cott, salieron de Georgetown para establecer su residencia en la aldea de Arobopó. Allí, organizaron una escuelita y empezaron a trabajar con los aldeanos. Más tarde se trasladaron a una aldea más grande y céntrica, llamada Acurima.

      Al investigar, constataron que en ninguno de estos dos lugares el ángel se le apareció con su mensaje al cacique. Pero después de algunas semanas, los esposos Cott recibieron una noticia muy emocionante.

      He aquí la historia narrada por la propia hermana Cott.

      Cierta mañana vino Meme, una joven amiga que nos había acompañado desde Arobopó, y me dijo:

      –¿Quiere saber algo?

      –¡Claro que sí! –le contesté.

      –Francisco me contó algo anoche.

      –¿Y qué fue lo que te dijo?

      –Viaje de un mes; camino muy malo; mucha, mucha agua; mucho castigar. Encontramos indios Waki Kru (muy buenos). Papá de cacique Promi ver luz grande –concluyó, emocionada.

      –¿Cuánto hace que el papá vio la "luz grande"? –le pregunté.

      –No sé. Mucho, mucho tiempo atrás.

      –Y ¿cómo dijo Francisco que era esa luz?

      –Así como el ángel grande que el papá Cott nos enseñó en la iglesia en una gran pantalla.

      A raíz de esta conversación, hicimos los preparativos para efectuar un viaje que duraría dos meses. Alfredo y yo teníamos muchos deseos de conocer a este grupo cuyo dirigente había visto al ángel. En agosto, cuando, según se suponía, era la época de sequía, emprendimos lo que fue, por mucho, el viaje más duro que habíamos intentado hasta el momento. Nuestro guía era un fiel hermano indígena llamado Francisco, y la joven Meme nos acompañó para ayudarnos a cuidar de nuestra hijita, Joyce.

      Creímos haber escogido la mejor época para el viaje, pero nos desilusionamosal ver que se amontonaban densas nubes a mediados de semana. Todo el día jueves y el viernes viajamos bajo fuertes lluvias tropicales, sin ningún indicio de que fuera a mejorar el clima. El camino se puso resbaladizo, bajo un barro pegajoso y rojizo. Nuestros zapatos pronto se hicieron tan pesados que fue muy difícil avanzar.

      El viernes por la tarde acampamos cerca del Salto de Kamá. La lluvia penetraba en nuestra carpa, al punto de que en poco tiempo todo lo que estaba adentro quedó empapado. Fue un momento de desaliento, en verdad. Nos sentíamos tan cansados por el esfuerzo realizado al caminar a través del barro, que no quisimos comer nada. Tendimos en el piso nuestras bolsas de dormir, y al poco tiempo nos dormimos profundamente.

      Cerca de las 2 de la madrugada, desperté con la sensación de que alguien trataba de tirar nuestra carpa.

      –¡Alfredo! ¡Alfredo! –llamé.

      La única respuesta fue el silencio. Empecé a sacudirlo

      –¡Háblame, por favor, Alfredo! ¡Los tigres están tirando la carpa!

      –No, amorcito –me contestó semidormido–, es solamente el viento. Anda, duérmete.

      Y diciendo esto, volvió a dormirse. Estaba tan cansado que ni siquiera me oía. Me incorporé y traté de buscar el rifle, pero, horrorizada, recordé que lo tenían los indios que nos acompañaban, y que ellos estaban acampando a un kilómetro de distancia, donde habían hallado árboles para colgar sus hamacas.

      Palpando en la oscuridad logré encontrar un cuchillo, que usábamos para partir el pan. Encontré también una lata vacía. Como no se me ocurría otra cosa, los coloqué junto a la entrada de la carpa. Al retroceder, tropecé con las botas enlodadas de mi esposo. También las coloqué al lado del cuchillo y la lata. Volví a meterme en mi bolsa, y solo entonces comprendí lo absurdo de mi plan de defensa.

      Nuevamente sacudí a Alfredo:

      –¡Despierta! ¡Tigres, tigres!

      –Duérmete, amorcito, duérmete –fue su respuesta.

      La carpa volvió a sacudirse. Alguien o algo estaba tirando de las cuerdas. Quedé paralizada de terror. Los latidos de mi corazón retumbaban de tal modo que me parecía escucharlos fuera de la carpa. Algo golpeó cerca de mis pies. Escuché de pronto un terrible gruñido. De un salto quedé sobre mis rodillas, y empecé a orar con un fervor que nunca antes había experimentado. Y cuando lo hice, casi instantáneamente quedó todo en silencio. Seguidamente escuché el ruido de fuertes pasos de animales pesados, que se alejaban gruñendo hacia la selva. Agradecí a Dios por su cuidado protector, me tranquilicé y pronto me sumí en un sueño profundo.

      A la mañana siguiente, vi que Francisco examinaba algo cerca de nuestra carpa.

      –¡Miren qué grandes son estas huellas! ¡Del tamaño de un plato! ¡Muchos tigres! –exclamó–. Yo los vi allá abajo por el camino; sentí miedo, por eso vine.

      Recién entonces Alfredo salió de la carpa.

      –¡Qué enormes huellas! –exclamó. ¿Por qué no habré escuchado los rugidos?

      Yo le conté cómo lo había llamado sacudiéndolo y lo que él me contestó.

      –¿Y por qué no me diste un tremendo puntapié? –dijo, disculpándose.

      El domingo muy temprano, Francisco vino a llamarnos a la carpa.

      –Papá, mamá Cott. Vámonos, estamos listos para partir. Tenemos que cruzar mucha agua. Debemos ir muy despacio.

      Cuando habíamos salido nuevamente al camino, le pregunté:

      –¿En qué punto vamos a cruzar el río?

      –Aquí mismo –dijo, señalando el enorme salto de agua, el Salto de Kamá.

      –¿No me digas que tengo que cruzar este profundo torrente por aquí?

      El agua saltaba por el precipicio a una velocidad tal, que quedé horrorizada.

      –Sí, es el mejor sitio. Más arriba es demasiado profundo. Yo iré cerca de la orilla. Usted irá conmigo. Yo la sostendré