Название | El anillo de Giges |
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Автор произведения | Joaquín Luis García-Huidobro Correa |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786079845919 |
Necesidad de un fin
§ 27. Detrás de cada acto humano, entonces, podemos reconocer un fin. Existe, en principio, una coherencia entre lo que hacemos y lo que en último término perseguimos. Sin embargo, vemos que los hombres persiguen cosas muy diversas, basta pensar en Nerón, Carlomagno, Stalin, Homero Simpson o Teresa de Calcuta. ¿Son equivalentes todas sus aspiraciones? ¿Da lo mismo dedicar la vida al servicio de los demás o a su explotación? Por otra parte, ¿hay un fin que sea común a todos los hombres, o cada uno debe buscar hacer en la vida lo que le parezca? En realidad, siempre hacemos lo que nos parece, pero ¿da lo mismo eso que elijamos hacer? A primera vista, si todos tenemos un único fin se corre el riesgo de introducir una monótona uniformidad en la vida humana. Sin embargo, pensar que no hay un fin común a los hombres tiene también grandes inconvenientes, como el de basar la unidad del género humano en la sola pertenencia biológica a una especie. Esto llevaría a prescindir de un fundamento más profundo, como podría ser la existencia de una naturaleza humana, que permita explicar antropológicamente la igualdad fundamental de los miembros de nuestra especie. Más de alguno podría pensar que el solo hecho de tener en común con sus vecinos una determinada condición biológica no constituye una razón para sentirse especialmente obligado para con ellos. Por lo mismo, desde el punto de vista político, puede resultar muy peligroso que algunos hombres decreten que otros no tienen el mismo fin que ellos y, por tanto, no son acreedores de los mismos medios —incluido el respeto por la propia dignidad— para lograrlo.
Para intentar responder en alguna medida a esas preguntas es necesario hacer antes algunas constataciones elementales. La primera es que todo lo que se hace, sea o no importante desde el punto de vista ético, se hace por un fin. Es imposible encontrar un acto humano que no esté dirigido a un fin, cada vez que hacemos algo lo hacemos por algo. Este fin es cierta cosa que consideramos buena desde algún punto de vista, es decir, se trata de un bien. Por eso, el personaje Sócrates en el Gorgias dice que “es en vistas del bien que todas las cosas son hechas por aquellos que las hacen [...]. Deseamos los bienes: las cosas que no son ni buenas ni malas o que son malas no las deseamos”.1 Esta es una idea importante. Aunque los hombres seamos falibles, no podemos errar en creer que hacemos algo en vistas del bien, si bien podemos equivocarnos al pensar que eso es realmente bueno para nosotros, como Gollum, en El Señor de los Anillos, que a fuerza de abusar del anillo que lo tornaba invisible había terminado por perder hasta su apariencia física original. Es el caso de alguien que, aun creyendo estar buscando su propio bien, hace lo que, en realidad, no le conviene. En cierto modo, esa persona no hace lo que en el fondo quiere. La distinción entre el bien real y el aparente es el problema fundamental que nos afecta a los seres humanos. Tener conciencia del fin es propio de los seres racionales y tiene que ver con el tema de la responsabilidad, que veremos más adelante.2 Ante cada uno de nuestros actos, un observador podría preguntarnos el porqué —o, más precisamente, por el para qué— y nosotros deberíamos ser siempre capaces de dar una respuesta. Si no pudiésemos dar una explicación, sería señal de que no se trató de un acto humano, sino sólo del hombre, como lo que realiza un sonámbulo o un hipnotizado. Tampoco basta con responder “porque tuve ganas”, ya que eso significaría que hemos tratado un acto humano como si fuese sólo un acto del hombre, es decir, algo que no se halla sometido a nuestra razón. Y no sería verdad. Tenemos que ser capaces de dar razones que expliquen el fin de nuestra conducta y, para hacerlo, no basta con cualquier razón, sino que se requiere que sea aceptable.
§ 28. Aunque todo lo que hacemos lo hacemos por algo, es interesante constatar que ese algo o fin no siempre constituye la razón última de nuestro actuar. A lo mejor alguien lee estas páginas para conocer la materia de una prueba y obtener una buena nota. Pero la búsqueda de una buena calificación en un curso está lejos de constituir el objetivo final de la existencia. Alcanzar una buena nota es un fin, pero no un fin final, sino un fin subordinado a otros propósitos. Con todo, no parece posible que sólo existan estos fines que son, a la vez, medios para otra cosa. Si cada cosa que buscamos la buscamos en función de otra, y ésta de otra, y así hasta el infinito, o sea, si no existiera en el orden de nuestras motivaciones un fin que deseáramos por sí mismo y al que, por tanto, se dirigieran, en último término, todas nuestras decisiones, es altamente probable que éstas serían muy aleatorias. Consiguientemente, nuestras acciones apuntarían en direcciones diversas y hasta opuestas entre sí. Esto es propio de una persona de la cual decimos que vive desorientada, cuya vida se asemeja a la situación de un navegante que no es capaz de distinguir la posición del oriente y, entonces, boga sin rumbo fijo. Ya Aristóteles advirtió que una regresión al infinito en los fines de nuestras acciones haría vano y vacío nuestro deseo.3 Y en otro pasaje dice que no organizar la vida en vistas de un fin autosuficiente es signo de gran insensatez.4 En todo caso, aun la persona desorientada, que no parece estar apuntando a una meta específica, debe estar buscando algo, aunque sea inconscientemente, como puede ser un bienestar mal entendido. Debe existir, entonces, algún fin que no esté subordinado a otro, es decir, que tenga el carácter de último. No parece difícil identificarlo, al menos en un sentido amplio, porque lo que todos los hombres buscan, de muy diversos modos, claro está, es la felicidad. Es imposible encontrar un hombre que no quiera ser feliz. Sobre esto no deliberamos, ya que es un fin que nos está dado por la naturaleza.
El contenido de la felicidad
§ 29. El problema, entonces, no reside en la identificación de aquello que, en último término, mueve nuestros afanes, sino en saber en qué consiste, de hecho, ser feliz. Porque, aunque todos estamos de acuerdo en que queremos ser felices, no todos coincidimos en el contenido concreto de la felicidad. Unos, en efecto, la buscan en el dinero, otros en los honores y los de más allá en el placer o en otras cosas. Resolver esta cuestión no es poco importante, a menos que se quiera pasar la vida diciendo, como Mick Jagger:
“I can’t get no satisfaction,
I can’t get no satisfaction.
‘Cause I try and I try and I try and I try.
I can’t get no, I can’t get no”.
La pregunta que nos hacemos coincide, en el fondo, con la cuestión de los modos de vida: ¿son todos los géneros de vida equivalentes o hay unos preferibles a otros? Para saber si la forma de vida de Martin Luther King es preferible a la de Pol Pot o la de Yoda a la de Darth Vader nos ayudará mucho saber cuál es el fin del hombre, su función esencial,5 pero esa no es tarea fácil, porque los hombres tienen opiniones muy distintas acerca de qué constituye, en último término el sentido de sus vidas. Para identificar ese fin último Aristóteles nos propone una estrategia, a saber, determinar primero cuáles deberían ser sus características: lo menos que podemos pedirle al fin último es que sea exclusivo del hombre y buscado por sí mismo, es decir, que no sea un medio para conseguir otra cosa. Además, es necesario que sea estable y autosuficiente, o sea, que, suponiendo que las necesidades más elementales están satisfechas, eso que buscamos nos haga plenos.6
Si tenemos en cuenta esa sugerencia aristotélica, en algún caso resultará relativamente fácil descartar ciertas cosas como representativas del último fin, o sea, de la felicidad. No parece que el dinero o el poder lo sean, ya que, en el fondo, no se buscan por sí mismos, sino con vistas a otras cosas. La historia del legendario rey Midas es muy ilustrativa de por qué la riqueza no puede ser el fin del hombre. Consiguió de Dionisio el don de transformar en oro todo lo que tocara, para descubrir después que hasta