Название | El anillo de Giges |
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Автор произведения | Joaquín Luis García-Huidobro Correa |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786079845919 |
Otro tanto parece suceder con la fama, que, aparte de inestable, está más en los que la dan, en el público, que en el individuo famoso. Además, uno puede ser famoso por causas muy diversas, y no todas buenas. Así, Jack el Destripador es conocido en todo el planeta como uno de los mayores asesinos de la historia, pero nadie diría que esa fama le permitió alcanzar la excelencia humana. Uno también puede ser famoso por las desgracias que le han ocurrido, como Príamo, el rey de Troya, que vio morir a cada uno de sus numerosos hijos y fue degollado por Neoptólemo, hijo de Aquiles, junto al altar de Zeus.
En cambio, hay otros candidatos que sí parecen representar con más fuerza el papel de la felicidad. Así, desde siempre ha habido hombres que la han buscado en los placeres. Esta actitud hedonista está hoy particularmente difundida y, aunque sólo sea por su “popularidad” deberíamos tomar muy en serio al placer como candidato para ocupar el contenido de una vida feliz. Además, está claro que, en principio, el placer se busca por sí mismo y no en vistas de otra cosa. Así, no tendría sentido preguntarle a una persona que está gozando intensamente para qué goza, ya que lo que busca con lo que está realizando es precisamente eso, gozar.
§ 30. ¿Es el placer el fin de la vida humana? Aunque los hedonistas dicen que sí, el grueso de la tradición filosófica responde negativamente a esa pregunta, comenzando por Aristóteles, que lo excluye por el hecho de que lo compartimos con los animales, de modo que no es propio sólo del hombre. Pero, ¿significa esto que el placer debe estar ausente de una vida lograda? Nuevamente la respuesta debe ser negativa. No sería razonable pensar que el placer es una suerte de obstáculo para la vida moral, algo que sería mejor que no existiese. El placer es muy importante, pero eso no lo transforma de inmediato en el motivo último de toda nuestra actividad.
¿Cómo podemos saber que el placer no es lo mismo que la felicidad? Robert Nozick pone un ejemplo que puede ayudarnos a entenderlo.7 Imaginemos que vamos a un laboratorio y, en una sala, vemos a un hombre en una camilla. Está dormido y tiene conectados diversos electrodos en su cerebro, que activan los centros neuronales donde se reciben las distintas sensaciones. A través de impulsos eléctricos se van provocando alternativamente los placeres más variados. El hombre de la camilla no deja de sonreír. No hay gozo que no experimente. Pero, si a una persona que pensara que el placer es el fin de la vida, le ofrecieran pasar el resto de sus días en la situación de ese individuo, seguramente se negaría de manera tajante. Esa negativa nos hace ver que el placer no es suficiente, al menos el placer físico, para dotar de sentido a la vida. No basta con gozar si no se sabe que se goza. Eso muestra que hay un nivel superior al placer y que, por tanto, el fin del hombre se vincula al ejercicio no de las potencias sensoriales sino de las facultades superiores del hombre, es decir, la inteligencia y la voluntad. Por eso, cabe pensar que el placer intelectual es más valioso que el mero placer físico. Pero, aun así, tampoco parece ser el placer intelectual nuestro último fin. Cualquier amigo nuestro se ofendería enormemente si supiera que lo que buscamos no es simplemente conversar con él, sino el placer que la conversación nos produce. Incluso una persona que no se conformara con los placeres animales y dedicara su vida a buscar los placeres más elevados terminaría degradándose. En efecto, esa actitud la llevaría a instrumentalizar todas las relaciones humanas, incluida la amistad, entendiéndolas sólo como productoras de placer. De este modo, le sería imposible alcanzar la excelencia humana, ya que no experimentaría el valor de la gratuidad, que parece ser un componente importante de la misma.
En el libro I de la Ética a Nicómaco, Aristóteles desarrolla una serie de interesantes argumentos para mostrar que la felicidad sólo puede darse en el ejercicio de la función más propia del hombre, a saber, la racionalidad. No puede darse en la actividad puramente nutritiva ni en la sensitiva, que compartimos con las plantas, la primera, y los animales, la segunda; en tanto la felicidad es un fenómeno propiamente humano, debe encontrarse en una actividad propia nuestra, es decir, que se vincule con la racionalidad. Con esto no se quiere decir que la felicidad se dé en la medida en que utilicemos sólo nuestra racionalidad y dejemos de lado las demás dimensiones de nuestra existencia, como las pasiones, los deseos o los instintos. Más bien consiste en ser capaz de vivir –con todas las dimensiones señaladas– conforme a la razón, de tal modo que ésta guíe a las demás potencias,8 y no por un momento, sino a lo largo de la vida entera. Por eso, el bien del hombre debe ser una actividad de su alma conforme a la virtud, ya que, como veremos en el próximo capítulo, la virtud hace que las potencias inferiores se subordinen a la recta razón de modo permanente. Propio de la virtud es, además, ser un hábito, y por lo tanto, algo estable, cosa que no sucede con el placer, que va y viene, y muchas veces no depende del sujeto sino de circunstancias externas a él. Ahora bien, como esta forma de vida virtuosa se ajusta a la constitución racional del ser humano, no debe extrañarnos que, al mismo tiempo, sea placentera. De hecho, el placer que siente el virtuoso (más estable que el placer meramente sensible) es, de algún modo, un indicador de que, por así decir, estamos hechos para la virtud, aunque pueda requerir esfuerzo alcanzarla.
Aristóteles distingue entre hacer las cosas “por” placer y “con” placer. El placer es una señal de que hemos alcanzado una cierta felicidad, pero no constituye la felicidad misma. El hacer todo por placer es lo típico del hedonista, pues se deja arrastrar por éste y da muestras de tener “un ánimo absolutamente servil”.9 En cambio, para Aristóteles, la vida virtuosa va acompañada de placer, es una de sus notas distintivas, pero no porque el placer lo domine, sino porque es consecuencia de su virtud.
§ 31. Que el placer no sea lo decisivo se muestra en que hay muchas cosas que las haríamos aunque no se derivase de ellas placer alguno, ni sensible ni espiritual. Por ejemplo, una madre es capaz de levantarse a altas horas de la noche y trasnochar para velar por su hijo que está enfermo, cosa que probablemente no le reporta ningún placer, sino un fuerte dolor de cabeza al día siguiente. Además, el hecho de experimentar o no placer en un caso determinado depende del talante moral de cada uno. Un hombre corrompido goza con cosas que a una persona correcta le causarían desagrado.10 Al complacerse en el mal, ese hombre se degrada, se hace peor. El fin último, entonces, no puede ser el placer sin más, que puede acompañar tanto los actos buenos como los malos; o sea, que puede contribuir tanto a la plenitud como a la degradación del hombre. “Así, el placer propio de la actividad honesta será bueno, y el de la mala, perverso”.11 Esta ambigüedad del placer, es decir, su capacidad de originarse tanto en el bien como en el mal, es otro argumento para excluirlo a la hora de considerar el contenido último de la felicidad humana.
La diferencia entre ambas perspectivas se observa también en su relación con el bien de los demás. En el caso del Estagirita, la armonía entre lo que hacemos y lo que hace plenos a los otros resulta menos problemática que en otros autores que piensan que el logro del bien de uno, por ejemplo, del que manda, se realiza siempre a costa de otros, de los que obedecen. En la perspectiva aristotélica, lo bueno para mí será al mismo tiempo bueno para los otros, al menos en cuanto al bien moral. Dicho con otras palabras, mi desarrollo personal no supone la degradación de las demás personas. Esto suena bastante optimista. En efecto, cuando decimos que hay que llevar una vida conforme a la razón, no sólo estamos señalando que hay que actuar con la razón, dirigidos por ésta. Estamos también apuntando a que sólo ese tipo de vida se ajusta a las exigencias derivadas de la vida social, es decir, sólo la razón es universalizable.
Cuando se afirma la existencia de un fin de la vida humana, no se está diciendo que cada hombre esté explícitamente pensando en alcanzar ese fin en cada uno de sus actos libres. Más bien sucede al contrario. Si lográramos conocer qué busca una persona y por qué lo hace podríamos reconstruir la dirección general de su vida y decir, o identificar, qué es lo que en realidad esa persona persigue. El último fin permanece normalmente implícito, pero sin referencia a él la vida perdería orden y se disolvería en el caos de unas acciones inarticuladas porque no tenderían, en su conjunto, a ningún objetivo: “es un signo de gran demencia”, dice Aristóteles, “el no ordenar uno su vida en relación con un fin”.12
Hacia la contemplación
§ 32. El hecho de que el genuino fin del hombre sea uno solo —por ejemplo,