Название | ApareSER |
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Автор произведения | Víctor Gerardo Rivas López |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789876919302 |
Esto nos obliga a volver a una cuestión que hemos ventilado al inicio de estas líneas: por qué es tan extraordinariamente difícil hablar con sentido tanto de fenómenos más o menos incidentales (v.gr., las figuras que aparecen de súbito en un muro) como de algunos otros que se consideran, en cambio, substanciales o significativos (v.gr., la constitución de una sensibilidad personal a partir de la misma configuración incidental). La razón de esto es que, como ya hemos indicado, la percepción de cualquier fenómeno, en vez de meramente constatar un cierto aspecto o forma de ser que pudiese definirse de modo discursivo, exige adoptar la postura indispensable para que el fenómeno se vivencie con independencia de cualesquiera estructuraciones empíricas (como los trazos en una pared) o de las correspondientes proyecciones psicológicas (las preferencias de uno que se materializan como por arte de magia). Pues la percepción corre pareja con la configuración en tres niveles que deben diferenciarse en un nivel discursivo por más que en la vivencia tiendan a dársenos de modo simultáneo: el empírico o fáctico, el estético o artístico y el onírico o fantástico. Y aquí conviene oponer el carácter extrañamente intencional de las figuras antropomórficas que se delinean espontáneamente en los distintos planos de la realidad al carácter indiferenciado de todas las figuras a las que se apela como ejemplificaciones de alguna determinación conceptual, como es el caso de las figuras geométricas y de las que apoyan la comprensión de un texto científico. Vuelvo una vez más a la supuesta figura de san Sebastián que me ha hecho evocar un cuadro de Mantegna así como a otra persona la hará evocar, quizá, al bañista atlético que ha visto pavonearse en la playa dos semanas antes durante sus vacaciones. Sea cual sea el encuadre memorístico o emotivo que cada persona le dé, la figura organiza una vivencia singular que es la del amor a la pintura renacentista o (por qué no) la de la posible envidia ante un despliegue muscular del que uno jamás se dará el lujo ni en la playa ni en ningún otro lugar. Más aún, para que el sentido se realice ni siquiera es menester que haya una gran efusión emotiva: rememoro el cuadro de Mantegna porque la figura que ahora percibo se parece extraordinariamente a la del santo que él pintó y no porque sea un artista o una obra que me gusten particularmente, aunque lo cierto es que a través de ambos se me despliega el horizonte de la pintura cuatrocentista o el otro muy cercano de la pintura veneciana que para mí son esenciales. Mutatis mutandis, para quien anhele una figura muscular, la percepción de alguien que hace alarde de ella será de seguro el punto de partida de un proceso desiderativo en el que apenas importará el incógnito bañista o la proyección de la superficie sensible que lo ha echado a andar. O sea que el fenómeno integra a la persona en un campo de reconstitución posible donde la memoria va de la mano con las impredecibles variaciones que aparecen cuando una figura se ajusta a las que la rodean y a la propia expresividad, lo cual hace extremadamente difícil hablar de la identidad de cada cual sin perderse o en el juego de las apariencias que roza la obviedad o en el de la libre asociación que es casi un disparate: “en el espacio mismo y sin la presencia de un sujeto psicofísico no hay ninguna dirección, ningún interior, ningún exterior”.12
Esto es solo la mitad de la cuestión, pues lo problemático no es tanto la constitución de la sensibilidad personal como el dinamismo de las figuras que siempre surgen como variaciones de algo que por su parte se asemeja a otro ser. Ya he reiterado que el san Sebastián que percibo en la pared se encuentra a horcajadas sobre una mujer que a su vez luce como el turbante de un hombre a punto de hacer una reverencia. Ahora que por enésima vez lo miro al hacer una pausa en mi reflexión, descubro, sin embargo, que la figura no solo no es la del cuadro de Mantegna y ni siquiera la del santo que creía recordar, sino otra muy distinta: la de un cuadro de Caravaggio que representa la flagelación de Cristo, en el que este último parece estar a punto de desmayarse en medio de sus verdugos sin que se aprecie, empero, ninguna herida en su torso. Tal como aparece aquí, la figura de Cristo no es tan distinta de la iconografía tradicional de san Sebastián, y eso explica la confusión o, mejor dicho, la fusión entre ambas, lo que a su manera corrobora que el fenómeno se presenta en un plano de lo real ajeno a la oposición del sujeto y el objeto o entre la percepción actual y la memoria. La identidad de la figura no depende de mi capacidad de recordar alguna otra que haya percibido con anterioridad, sino de cómo abre el campo de referencias posibles para observar el suplicio de un hombre joven con el torso desnudo: “nada es más libre que la imaginación del hombre; y aunque no puede exceder ese depósito original de ideas de la que la han provisto los sentidos externos e internos, tiene ilimitado poder de mezclar, componer, separar y dividir esas ideas, en todas las variedades de ficción y visión”.13 De ahí que la figura sea extrañamente la de un ser concreto e inconfundible (por no decir de carne y hueso) y al unísono apunte a la de alguien más gracias precisamente a lo incidental de su modo de aparecer, que la libera de cualquier identificación absoluta con un personaje en particular. Lo cual sería indudablemente contradictorio si se tratase de una representación objetiva y no, como es el caso, de la integración de lo sensible que es lo suficientemente poderosa como para rescatar la memoria de las brumas del pasado que uno cree sostener por su cuenta cuando lo cierto es que se mueve a través de emociones muy extrañas y la mayoría de las veces ajenas por completo a la constitución de nuestro pasado objetivo.
La figura o, mejor dicho, la figuración, en cuanto piedra de bóveda de la percepción que termina por ser casi sinónimo de ella, contextualiza y contemporiza la realidad pues perfila cada elemento a través de dimensiones espaciotemporales en las que las determinaciones objetivas y/o subjetivas, aunque orientan el proceso en relación con un aspecto específico o con un plano del desarrollo personal de quien percibe, se subordinan al dinamismo total y trascendental del fenómeno: una figura que apenas se dibuja entre los grumos de la pared nos hace evocar un cuadro entre los muchos que uno ha visto en su vida y, a través de él, el horizonte histórico de una escuela pictórica y junto con ello la sensibilidad correspondiente para que finalmente surja otra obra que, si acaso no es la definitiva (pues la memoria solo tiene por función recrear lo vivido de acuerdo con las posibilidades que le brinda el aparecer actual o, mejor dicho, actuante), mantendrá el interés de uno a pesar de lo incidental de la figuración y evitará así que la libre asociación se hunda en una divagación con un mínimo alcance mental. Esto es por lo que la figuración ofrece una peculiar certeza respecto a lo que se percibe frente a lo que cada cual se “figura” por su cuenta aun cuando la mayoría de las veces resulte prácticamente imposible expresarlo de modo claro o significativo, pues cuando el proceso se comunica de manera verbal parece un sinsentido aunque constituya para la persona en turno una vivencia original que quizá ni siquiera se había anticipado.
Huelga decir que esa originalidad vivencial profundiza el singular carácter antropomórfico que ya hemos señalado como el modo en el que la realidad sensible se nos da: cualesquiera de las figuras que se trazan en las infinitas modulaciones plásticas de la realidad revela un viso humano, una intencionalidad propia no de la consciencia psicológica sino de un mundo de sentido que se abre para nosotros aunque se encarne en objetos tan disformes como las protuberancias de un revoque o la iridiscencia del atardecer sobre las nubes. La originalidad vivencial corresponde así punto por punto a la originalidad ontológica y antropomórfica que identifica el aparecer de cualquier fenómeno con el sentido que la consciencia le da a lo que percibe a través del tiempo, lo que incluye por fuerza la capacidad de reorientar el pasado en función del dinamismo fenoménico: “siempre nos centramos en el presente”.14 Pues con independencia de la interpretación usual o más bien mental de la memoria que la considera una simple actualización o mejor dicho recuperación de algo ya percibido que de alguna manera se ha conservado en el tiempo, el recuerdo que sale a la luz de modo espontáneo reorganiza a través de una figura la relación personal con lo pasado para hacernos