Название | ApareSER |
---|---|
Автор произведения | Víctor Gerardo Rivas López |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789876919302 |
Para concluir, una breve mención de lo que trabajo en cada capítulo: en el primero me ocupo del desarrollo psicológico-fenomenológico de la configuración que permite precisar ciertas constantes formales (como la de figura, sentido y mundo en cuanto componentes de la imagen) que explican, a su vez, el privilegio de lo humano en cuanto elemento de comprensión sensible. Ya en este capítulo marco una doble pauta que seguiré en el resto del libro, a saber, recurrir a las obras que considero pertinentes con independencia de si son plásticas o literarias y tomar un fenómeno como hilo conductor del tema en cuestión (que aquí será los límites de la configuración en relación con lo natural, los cuales oscilan entre lo simbólico y lo monstruoso). En el segundo capítulo, mi caballito de batalla será la descomposición de la figura femenina en la pintura del último siglo y medio, lo que me dará pie para explicar cómo entiendo el concepto de “carne” que retomo de Merleau-Ponty y con el que quiero hacer énfasis en la dimensión existencial de la pintura a despecho o del desinterés kantiano o del idealismo hegeliano. Huelga decir que esto me obligará a precisar, por ejemplo, la diferencia entre la carne, el cuerpo y la presencia que van de la mano con determinaciones espaciotemporales que de cualquier otra manera resultarían inexplicables o verdaderamente “subjetivas” (en el sentido vulgar del concepto que he hecho a un lado). En el tercer capítulo, retomo a Cassirer entre otros autores para analizar la condición simbólica del fenómeno estético en un doble sentido: en el propiamente artístico y en el cultural. Es decir, trato de exponer el dinamismo de lo sensible como producción de nuevas formas imaginativas y, al unísono, como fundamento de una forma de pensar la identidad del hombre a la luz de la tradición y allende su derrumbe al inicio del siglo XX. Este análisis conjunto del símbolo y la tradición me obliga también a retomar la cuestión del espacio aunque ya no como la determinación de la presencia sino como la del destino o de la falta de él en la comprensión contemporánea de la existencia. En el cuarto capítulo, elucido cómo las potencialidades estéticas del lenguaje provocan una permanente tensión entre su sentido elemental o nominal, que centro en la voz, y su expresividad, que centro en el gesto o en la posición. Es decir, paso de lo verbal a lo corpóreo para mostrar que todas las dificultades que ha planteado el lenguaje durante los dos últimos siglos tienen que ver con la necesidad de articular formas de sentido que han salido a la luz tras la magna crítica kantiana de la metafísica y la concomitante emergencia de una sensibilidad que el romanticismo ha problematizado el primero. Más aún, esto me lleva a subrayar el nexo ontológico y la diferencia estética y hasta empírica entre lo verbal y lo visual que he tenido muy presente al pasar de una forma de lenguaje a la otra. Por último, en el quinto capítulo clarifico en qué sentido es dable hablar de un pensamiento estético que no tiene nada que ver con uno lógico-discursivo, pues responde a una percepción histórica y personal a la par de la condición intempestiva de la realidad a la que llamo “plasticidad”, condición cuya emergencia coincide con el agotamiento de la percepción naturalista o anatómica de la figura humana que se advierte en la pintura a partir del inicio del siglo XX (o quizá hasta lo explica). Esto me lleva al postrer tema del libro: el estudio de las variantes pictóricas que se han suscitado como respuesta al agotamiento del antropomorfismo que acabo de mencionar.
1. La génesis de la configuración
Mientras mi mirada vaga en la pared frente a la cual me encuentro en busca de las palabras idóneas para dar inicio a mi reflexión sobre la sensibilidad, el hilo de la misma se pierde por un instante en el revoque que tengo a un paso, donde se perfilan esas figuras que siempre aparecen en las superficies que tienen un cierto relieve o veteado. Ahí, frente a mí, percibo sin el menor esfuerzo cómo un hombre que lleva una especie de turbante se inclina como si fuese a hacer una reverencia en tanto a sus espaldas aparece la faz de una mujer sonriente de un tamaño por completo desproporcionado respecto al del hombre. Esta desproporción, sin embargo, no tiene por ahora ninguna importancia pues las dos figuras se hallan en medio de otras muchas de varios tamaños que o se funden con las primeras o tienden a desdibujarlas, de suerte que el turbante que acabo de ver se transforma de súbito en el torso de una mujer cuyo peinado se encaja literalmente en la ingle de una figura que me recuerda la iconografía tradicional de san Sebastián, que lo muestra como un hombre joven y semidesnudo que se estremece mientras sus verdugos paganos lo asaetean. ¿Exceso de imaginación? ¿Libre asociación que descubre no sé qué problemas emocionales? ¿Manera infantiloide de darle la vuelta al inicio de un texto que debería comenzar con algún planteamiento filosófico de trascendencia irrefutable en vez de disolverse en divagaciones? Lo cierto es que ninguna de estas posibilidades les hace justicia a las figuras que sin yo quererlo se proyectan en la pared y que me hacen ver en el acto que el problema del que tengo que ocuparme no es la explicación de alguna teoría metafísica acerca de la sensibilidad, sino de algo a la vez mucho más sencillo y difícil: la comprensión de la experiencia perceptiva que es, después de todo, la piedra de bóveda de la realidad para mí y para cualquiera: “me doy, es decir, me encuentro siempre en situación y en compromiso en un mundo físico y social”.1
La sencillez en este caso radica en que, en principio, solo tengo que describir lo que veo sin intentar fundamentarlo ni justificarlo; la dificultad, en cambio, se halla en encontrar la forma de hacerlo sin menoscabar la extraordinaria singularidad del fenómeno, en “evitar aquí la confusión de lo inmediato con elementos que no he experimentado y que doy por sentado o presupongo en las explicaciones”.2 Desde que recuerdo, siempre me ha sucedido lo mismo cuando miro una superficie con irregularidades o un veteado en la superficie sea cual sea el material del que se componga, aunque nunca antes se me ha ocurrido detenerme en ello pues más bien lo he considerado una mera fantasía que no amerita mayor reflexión. No obstante, ahora que por vez primera reparo en ello, no me parece tan poca cosa el que de modo espontáneo adquieran un aspecto definido o más bien una cierta identidad las líneas que se entrecruzan y las protuberancias que se proyectan al azar sobre la pared y que como por arte de magia se extienden por las tablas que componen el escritorio en el que escribo y las duelas del piso. Cuando pensaba estar a solas, descubro que me hallo en medio de un mundo de entidades que se mezclan como al azar y sin curarse de la armonización o de la simetría, pese a lo cual, en vez de un mero caos, me hacen palpable un orden perceptivo. Y es que no solo miro personas, también de pronto capto un perro y algunos otros animales en medio de la proliferación de las figuras, que de acuerdo con los juegos de la luz sobre la superficie en cuestión o la postura de mi cuerpo pueden ser efímeras al punto de aparecer un solo instante o de hacerlo cada vez que vuelvo a buscarlas con la mirada. Y estos elementos no son casuales: son, de hecho, los ejes de mi factible comprensión de este fenómeno, que en lo sucesivo tendrá que integrar la presencia humana (1), la del resto de los seres (2), la influencia de la luz o de cualquier otro factor sensible (3), mi corporalidad (4) y todo ello en el dinamismo que le da el encuadre espaciotemporal (5). Lo curioso es que aun cuando capte un animal o hasta un objeto inanimado (por ejemplo, un trasto o un instrumento musical) la figura respectiva se integra en cierta acción con sentido propio: el trasto nunca aparece solo pues junto a él descubro a alguien que extiende el brazo para tomarlo o a un animal que lo muerde con fuerza. El carácter integral de la figura no depende, por lo tanto, de la proporción de los elementos que la constituyen sino revela una identidad problemática esencial que más que romper con la disposición natural de aquellas la pone en movimiento: por ejemplo, el hombre que se inclina frente a mí en el muro comparte uno de sus muslos con el hombro de la mujer que se encuentra a sus espaldas pues cada uno mantiene una relativa autonomía y a la vez coadyuva para que el otro se perfile a través de él. Lo decisivo es que aun cuando la figura sea la de un objeto inanimado, en ella siempre se percibe un rostro, un gesto o una actitud que organiza lo amorfo del veteado para que encarne una intención consciente que llega a ser en verdad perturbadora: mientras sigo en la contemplación de ese extraño mundo que hormiguea por dondequiera, recuerdo vagamente algún programa televisivo en que una mujer veía cómo figuras similares a las de ahora se proyectaban hacia ella para arrastrarla consigo hacia el espesor de la pared del manicomio donde injustamente la habían encerrado, por lo que ella buscaba siempre estar en habitaciones de paredes totalmente lisas hasta un día en que por error los que la creen loca la ponen en un cuarto donde hay una grieta insignificante y termina por ser víctima de los seres que la acechaban desde mucho