Soledad. Mª Carmen Ortuño Costela

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Название Soledad
Автор произведения Mª Carmen Ortuño Costela
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412122893



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que sabe firmar. Si no, con un garabato basta.

      De pronto, al alzar la mirada sus ojos se cruzaron con los de Paquita y una sonrisa muy diferente se cinceló en su rostro.

      —Bueno, bueno, mira a quién tenemos aquí...

      Jacinto Gutiérrez sacó un cigarro del uniforme y lo encendió con parsimonia sin dejar de mirar a Paquita donde no debía. Expulsó el humo despacio, con los labios casi cerrados y los ojos entornados, disfrutando del placer inmenso de fumar sin dejar de incomodar a la muchacha que lo miraba desde la otra esquina de la habitación entre asustada y desafiante. Paquita ya pasaba las dieciocho primaveras y, para su pesar, no era la primera vez que soportaba las miradas sudorosas de un hombre, que resbalaban por su piel dejando un rastro pegajoso parecido al que dejaría una babosa al arrastrarse por la tierra. Desafortunadamente, estaba más que acostumbrada a vivir esa sensación, esa náusea en la base del estómago, ese sutil temblor en el labio sin querer mostrarlo, esa tensión en la piel.

      Dolores tosió tratando de alejar el humo de su garganta y de su nieta las incómodas miradas de aquel cabo.

      —¿Dónde me ha dicho que tenía que firmar?

      Jacinto la ignoró a conciencia mientras cogía con firmeza el cigarro con la izquierda, entre el índice y el pulgar, acercándoselo a los labios lentamente, muy lentamente sin dejar de mirar a su presa.

      —Buenos días, Paquita. Te veo bien —dijo aspirando el humo con fuerza—, más que bien —y expulsándolo entre una sonrisa esquiva que no dejaba lugar a dudas de cómo veía a Paquita.

      Paquita no respondió mientras Dolores seguía intentando llamar de nuevo la atención del cabo.

      —Si fuera tan amable de...

      —¿Qué tal todo por el cortijo? Me han dicho que... bueno, aprendes muy rápido, ¿no?

      Si antes el rostro de Paquita estaba blanco como la cera, ahora parecía que alguien hubiera encendido la vela y su llama bailara trémula desde sus párpados hasta sus labios temblando y amenazando con apagarse bajo el humo del tabaco que fumaba aquel desalmado. No, por favor, que no lo supiera, él no, de todas las personas posibles no podía ser él...

      —¿Cómo?

      —Tú sabes bien de lo que hablo.

      La sonrisa del cabo se ensanchó al ver cómo su víctima se agazapaba, asustada por la información que pudiera haber obtenido de contrabando.

      Dolores se quedó muda al ver que incluso aquel patán sabía más de su nieta que ella misma, pero Jacinto no pensaba ni por un momento dejar pasar aquel festín sin un postre que creía merecer.

      —Por cierto, doña Lola, tengo una cuestión que preguntarle. ¿Sabe usted algo de un tal Julián Suárez? ¿Le suena? No se tienen noticias de él y se le busca por...

      Un estruendo enorme inundó la cocina. Paquita había estado a punto de caerse redonda al suelo al escuchar aquel nombre y, al intentar agarrarse a los bordes de la encimera de la cocina, tiró un par de platos, que hicieron añicos los crispados nervios de Paquita al impactar en el suelo.

      —Vaya, Paquita, ¿qué ha pasado? ¿Acaso lo conoces? ¿No sabrás tú, por un casual, dónde se esconde?

      Él sabía perfectamente dónde debía desgarrar a su cervatillo para hacerle sangrar más aún.

      —Disculpe, don Jacinto, pero nosotros no sabemos nada de ese señor que usted mienta.

      Dolores empezaba a atisbar por dónde estaban sonando los tiros de aquel cazador sin compasión, aunque sabía que no tenía ni idea de la mitad de lo que allí había ocurrido.

      —Le estoy preguntando a ella, así que cállese, doña Lola, si no quiere problemas —rugió la voz del cabo antes de que este se volviera de nuevo hacia su presa—. Dime, chiquilla, ¿sabes algo?

      Paquita escondió su mirada en las esperanzas rotas que acompañaban los pedazos de aquellos dos platos en el suelo.

      —No, yo no sé nada, don Jacinto.

      —Bueno, más te vale, porque si supieras algo de ese rufián y no lo dijeras, podría haber consecuencias muy graves. Lo sabes, ¿verdad?

      Paquita asintió muda de pánico.

      —Deme ya el documento para firmar, don Jacinto. No tenemos todo el día.

      Dolores trató de recuperar su voz autoritaria para la ocasión y esa vez el cabo la obedeció sin dejar de sonreír.

      —Gracias, doña Lola. Un placer hablar con ustedes.

      El cabo recogió la pluma y el papel con el garabato de Dolores mientras dirigía una última mirada a su presa.

      —Paquita, dale recuerdos a Felipe cuando, ya sabes, cuando le veas otra vez.

      Las risas del cabo se fundieron con el viento al alejarse mientras Paquita dejaba ya, al fin, correr las lágrimas que había contenido a duras penas. Estas se derrumbaban sobre los pedazos de los platos rotos sin que ella se preocupara siquiera de si la herían más de lo que estaba. Dolores se arrodilló con su nieta y la abrazó mientras se le partía el corazón de verla así de humillada y temblorosa. Ninguna de las dos se preocupó por el aceite hirviendo que tiñó de negro los ajos para la comida como un presagio de lo que las dos sentían y habían tenido que callar por dentro sin remedio.

      CAPÍTULO 11

      Soledad llegó a la ciudad cuando contaba con menos de veinte años, una tonelada de miedos anudados en la garganta y un equipaje tan ligero que acentuaba el peso de todo lo demás. Acostumbrada a vivir en el pueblo, aquellas aceras duplicaban su anchura a cada paso que daba haciéndole sentir aún más pequeña y dando forma al pensamiento de que, quizás, aquello no era tan buena idea después de todo.

      Desde hacía ya un tiempo, el pueblo no era tan grande como su memoria creía recordar. Sus sueños parecían no tener cabida en aquella estrecha botella de cristal en la que ella se empeñaba en atesorarlos a la espera de poder arrojarla a alguna corriente de agua que los alejara para cumplirse o romperse en mil pedazos. No dejaba de sentir aquella sensación de ahogo, de aprisionamiento, como si algo dentro de su pecho empujara para salir sin conseguirlo. La gente era siempre la misma, siempre las mismas conversaciones, la misma lluvia inmisericorde que anegaba los campos, el mismo calor implacable que los secaba, siempre en un ciclo que parecía no tener principio ni final. Algo en su interior latía con la certeza de que lo que ocurrió con Santiago también tenía algo que ver con su repentino deseo de salir del pueblo y probar suerte en la ciudad, pero ella prefería enterrarlo en lo más profundo del arcón de la memoria y dirigir su mirada hacia el horizonte. Sabía reconocer que hay cosas que, sencillamente, no pueden ser.

      Lo mencionó por primera vez un día de otoño, mientras su padre se servía el segundo vaso de vino y ella calculaba el momento exacto de turbidez y ligereza que necesitaba en sus pensamientos para que la noticia no pesara como una losa. Aun así, la mirada de su padre cuando se lo contó le partió el alma en dos. Fue en ese momento cuando Soledad fue consciente de que su padre se acababa de percatar de que su pequeña había crecido, que ya no era una niña y no estaría a su lado para siempre, que necesitaba volar y que él, irremediablemente, había comenzado a caminar encorvado y a peinar nieve en su cabello. Él trató en vano de alejar aquella idea de su cabeza: «pero hija, tú no lo entiendes, deberías encontrar marido primero y fundar una familia, necesitas un hombre que...». Soledad no quería oír ni hablar de casarse ni de hombres y, aunque era consciente de que necesitaría el beneplácito de algún varón de su familia para que la aceptaran en cualquier trabajo, prefería pensar que ya se las apañaría cuando llegara el momento. El primer paso, desde luego, era emprender un nuevo rumbo con un duro golpe de timón.

      Soledad trató de maquillarlo todo para que no pareciera tan drástico: no era seguro, solo una idea, pero le apetecía probar la vida en la ciudad, quizás aquel familiar lejano que su padre había mencionado alguna vez podría ayudarla, ¿cómo se llamaba? Sin embargo, por más que lo intentó, el resultado fue una máscara grotesca