Soledad. Mª Carmen Ortuño Costela

Читать онлайн.
Название Soledad
Автор произведения Mª Carmen Ortuño Costela
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412122893



Скачать книгу

y a ella misma, solo a ella...

      Pasó el tiempo, llegó otra primavera, otro invierno, y sintió de nuevo algo creciendo en su interior. Paco se ilusionó cuando ella le contó que tenía de nuevo un retraso, se abrazaron con los ojos empañados y se tomaron de las manos, sin palabras de por medio, sabiendo que debían ser cautos y no tentar a la suerte con demasiada felicidad. Sin embargo, ella sabía que algo no iba bien cuando la sangre brotó de nuevo, esta vez poco a poco y en días esporádicos. Volvieron así las lágrimas, la compasión y las miradas hundidas en el vacío. Ella perdió toda esperanza y se conformó con ser feliz con su Paco, los dos solos, no necesitaban a nadie más. Sin embargo, los susurros en el pueblo no dejaban de aumentar: para cuándo un bebé que bendijera a la pareja, para cuándo una risa de niño que alegrara las tardes, que inmortalizara su unión por los siglos de los siglos. Los consejos comenzaron a fluir a borbotones: rezos los domingos, rosarios, estampas de santos y velas encendidas que no impidieron una tercera mañana de sangre y sábanas tendidas antes de que nadie se percatara de que algo había pasado. Pobre Lola, pobre Lolita...

      Paco callaba, pero ella sabía lo que pasaba por su mente. Sabía que quería un hijo más que nada en este mundo. Desde que eran novios y se comenzaban a coger de la mano a espaldas de todo, él ya soñaba con un vástago al que criar, un niño que tendría los ojos de ella pero la sonrisa de él, su timidez al hablar pero la tozudez de su novia. Por ello, aquellos días de sangre le hundieron en una tristeza de la que no sabía cómo salir, mientras un pensamiento la asaltaba de cuando en cuando a pesar de que él trataba de alejarlo sin remedio. Quizás jamás podría intentar buscar sus rasgos en un niño, quizás nunca tendría la oportunidad de reconocer la personalidad de su Lolita en un pequeño, su pequeño...

      Para cuando habían perdido toda esperanza, Dolores comenzó a sentir de nuevo las náuseas matutinas y los mareos. No le dijo nada a nadie y esperó con paciencia a que la sangre volviera en cualquier momento y lo destrozara todo. Sin embargo, esta vez no ocurrió y su vientre creció durante nueve meses hasta que, al fin, un pequeño bebé rompió con su llanto endiablado el silencio de aquella casa en la que tanto tiempo había reinado. Miguel creció sano, fuerte, y Paco volvió a recuperar la alegría al comprobar que su pequeño no había heredado los ojos de su Dolores, pero sí su nariz o sus hoyuelos, o al reconocer que no tenía su timidez, pero sí su forma de reír, tan particular, como a pequeñas carcajadas. Y así enterró en el olvido los aciagos días de sangre.

      Sin embargo, Dolores nunca pudo olvidar. El médico le dijo que, por las complicaciones en el parto y en los embarazos anteriores, no sería capaz de tener otro hijo. Miguel lo era todo para ella, pero el ser su único niño le recordaba una y otra vez todo lo que había pasado: la sangre, las lágrimas, los días de silencio y de certezas calladas. Pobre Lola, pobre Lolita... Dolores sentía que había hecho algo mal en la vida, quizá Dios la estaba castigando por algo, pero no tenía ni idea de qué cosa tan horrible podía haber hecho para merecer tanta sangre. Y así nunca dejó que nadie la volviera a llamar por ningún diminutivo. Renunció a ser Lola, a ser Lolita, y aceptó con resignación ser Dolores por el resto de sus días como recordatorio de todo lo que había tenido que sufrir y de los obstáculos que la vida le había puesto en su camino para llegar a ser la mujer fuerte que su pequeña familia necesitaba que fuera.

      CAPÍTULO 7

      Todo terminó un maldito día de noviembre. Noviembre, no podía haber sido otro mes. Uno con más vida, con más luz, con más verde en las calles en las que perderse, en las que olvidarlo todo, en las que calmar la impotencia que había sentido. No, había tenido que ser en un día gris mientras el cielo lloraba sus penas y derramaba sus desdichas sobre la cara de imbécil que se le quedó en aquel momento. Sí, porque no supo reaccionar. No supo sacar coraje y tirar para adelante, enfrentarse a él y preguntarle qué había sido todo, qué había sido aquello para él. Simplemente se quedó allí, muda, rígida, sin que su cuerpo pudiera responder. Y para cuando lo asimiló ya era tarde, ya había pasado el momento y todo había acabado. Cómo no, en noviembre...

      Porque fue precisamente en noviembre cuando también se conocieron. Ella con luz en la mirada y ni un pliegue aún en la piel, él con más arrugas de expresión de las que le gustaría admitir y, desde luego, demasiadas estrías en el alma que ocultaba con buenas dotes de prestidigitador. Llovía, por supuesto, como presagio de lo que luego sería el resultado de todo, y ella luchaba contra las inclemencias del tiempo con un paraguas que, claramente, tenía la batalla perdida desde el mismo instante en que le colgaron una etiqueta de precio con una rebaja demasiado generosa. Sin poder evitarlo, el paraguas se volvió por completo a merced del viento y ella bregó en vano con todas sus fuerzas para tratar de recuperarlo. Las varillas se partieron, la tela cedió y calarse hasta los huesos le pareció una expresión que se quedaba corta para lo que ella estaba experimentando en aquel momento. Y de repente apareció. Nunca llegó a saber cómo y, cuando meses más tarde le preguntara entre confidencias, él sonreiría misterioso y evadiría la respuesta intentando mantener el rol de salvador de la chica desvalida que tanto le gustaba adoptar. Porque sí, él siempre sonreía. Aquella era su mejor baza y, por supuesto, era perfectamente consciente de ello.

      Lo único que ella recordaba de aquella tarde era que de repente dejó de llover debajo de aquel enorme paraguas negro que sostenía su ángel de la guarda, ataviado para la ocasión con una gabardina y unos mocasines de piel impolutos. Y siguió dejando de llover en la cafetería en la que entraron los dos y en la que pasaron media, una, una y media, dos horas sin que apenas las manecillas del reloj tuvieran que hacer esfuerzo por moverse. Y dejó de llover también en su casa, donde ella terminó de agarrarse a un clavo ardiendo como polilla que no puede evitar buscar su triste final en la luz. Pensándolo fríamente tiempo después llegaría a la conclusión de que jamás se enamoró, nunca, pero sí se encandiló y se encaprichó de una forma que le hacía estar ciega a lo que otros no paraban de ver claramente desde el principio. Ya no existía nadie más, nada más, solo él y los momentos que pasaba a su lado.

      Al principio no le pareció raro que él solo quisiera quedar en ciertas partes de la ciudad y no otras, que solo pudieran verse a horas muy concretas. No vio nada sospechoso en el hecho de que le prohibiera tajantemente no recogerle de la oficina, «ya sabes, los compañeros son demasiado cotillas y odiaría tener que soportar sus burlas». Rara vez se veían entre semana, «lo siento, el trabajo me absorbe y llego tardísimo a casa, pero los fines de semana son enteritos para ti, mi amor». Las primeras diez veces vio extremadamente romántico que la citara en un hotel alejado bajo un nombre falso, pero, por supuesto, sin que faltaran nunca las copas de champán entrelazadas y las fresas con chocolate. El hotel número once le pareció un poco repetitivo, y cuando llegó el número doce algo empezó a decirle que aquello no iba bien. Comenzaron así las preguntas y comenzaron las acusaciones. Obsesiva, celosa, no se fiaba, él que siempre tenía tantos detalles y atenciones solo para ella, él que tanto trabajaba solo para agasajarla y ella lo único que tenía eran reproches. Y claro, ella se autoconvencía de que era cierto, era una ingrata, jamás llegaría a conocer a un hombre como él, que la quisiera tanto, que la cuidara tanto, era justo lo que ella siempre había deseado y, ahora que lo tenía, no era capaz de valorarlo. Pero un pitido en lo más hondo de su conciencia le seguía advirtiendo de que las alarmas estaban empezando a sonar por algo.

      Y así pasaron los meses, de sábado en sábado, de hotel en hotel, más champán, más chocolate fundido, más despertares cubierta de besos y de regalos, pulseras, bolsos, zapatos carísimos, vestidos de fino encaje... Pasaron las dudas, volvieron, las enterró, las volvió a desenterrar desesperada sin saber qué hacer ni qué pensar. Dejaron los hoteles y comenzaron a quedar únicamente en su propia casa, la de ella, por supuesto, y todo pareció volver a la calma. Los días de lunes a viernes se le antojaban una suerte de penitencia que desembocaba irremediablemente en un fin de semana a su lado, todo tenía sentido porque al fin podrían verse de nuevo, estar juntos. Sin saber cómo, habían pasado dos años y ella se sentía como un pez en una pecera boqueando al beber los vientos por él. Había dejado de lado a sus amistades, a su familia casi ni la veía y había cambiado hasta su forma de ser. Ella misma se notaba mucho más irritable, todo le hacía enfurecer, saltaba a la mínima y las lágrimas no dejaban de pugnar por llover desde sus ojos. Pero todo valía la pena.

      Y