Soledad. Mª Carmen Ortuño Costela

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Название Soledad
Автор произведения Mª Carmen Ortuño Costela
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412122893



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podían esperar, pero una mañana como aquella junto al río no podía desperdiciarse entre cuatro paredes bajo ningún concepto.

      CAPÍTULO 9

      Las primeras notas arrancaron una pausa al silencio y fluyeron ebrias de soledad como agua entre los dedos, acariciando lentamente la piel con las yemas de un adagio. Ya no existía el tiempo, no existía el mundo exterior, nada tenía sentido, solo aquellos acordes que besaban las costuras del alma en aquellos puntos donde más duele, donde aún las cicatrices laten con el recuerdo, sangrando un escalofrío de esos que te llegan a lo más hondo, a una parte de ti que ni siquiera sabías que existía. Sin detenerse, sin dejar un pulso de respiro, la música se elevó hasta lo más alto batiendo alas de plumas níveas y provocando tormentas a su paso, mariposas en la base del estómago, hormigueos en la espalda, respiraciones entrecortadas. Los aplausos sonaron quedos. Nadie se atrevía a alargarlos demasiado en el tiempo como si al hacerlo estuvieran cometiendo un crimen contra el silencio. Solo deseaban esperar un nuevo vagón que los transportara hasta un lugar diferente sin querer enturbiar un instante que solo debía pertenecer a la siguiente sonata, al siguiente crescendo, a la emoción.

      El pianista fluía con la música, sus dedos se dejaban estremecer por las notas que arrancaba de la garganta del piano, su cuerpo en un trance del que parecía no querer salir. Los ojos cerrados, la piel en tensión, respiraba con cada aliento de la música inhalando con los silencios y exhalando con cada lamento. Bailaba en cada compás deslizándose de puntillas por un pentagrama que, más que sobre papel, él dibujaba sobre el aire que todos se olvidaban de respirar. Latía con el corazón del piano, fundidos los dos en una sola persona, algo que solo podía existir si el otro seguía con vida.

      Alicia estaba sobrecogida. Jamás había escuchado algo tan hermoso, algo que le hiciera sangrar de aquella manera todo lo que había guardado dentro durante tanto tiempo. Cerraba los ojos y era como si pudiera huir de aquella sala, de sí misma, como si pudiera correr descalza sobre la hierba de un campo interminable huyendo, huyendo de todo, flotando, volando, alzándose hacia el sol. No quería volver la vista hacia ella por el nudo en la garganta que le empañaba la mirada, pero sabía que Soledad estaba sintiendo lo mismo por cómo le apretaba la mano que tenía cogida desde el principio. Y aun así supo que, a pesar de que era la misma música, la misma partitura escrita, cada uno de los allí presentes, cada mirada, cada alma eran transportados a un sitio diferente, sentían algo distinto, en esencia el mismo sentimiento desnudo, pero traducido en una vivencia, una palabra, un beso, una caricia dispar. Y ahí, solo ahí, residía lo bonito de aquel momento, en cómo los mismos acordes arrancaban el mismo cosquilleo en la nuca pero con otra ecuación de partida. Y era absolutamente maravilloso.

      Y de pronto sintió algo diferente. La mano de Soledad se tensó de forma peculiar, con todo su cuerpo temblando. Alicia se volvió asustada hacia ella. El pianista había comenzado a tocar los acordes de la que, presumiblemente, era la última pieza de la velada. Parecía como si quisiera grabar a fuego en la piel aquellas notas, como si pretendiera gritarles lo que él sentía al acariciar aquellas teclas blancas y negras, como si quisiera romper todos los esquemas e incendiar aquella sala a base de emociones veladas. Pero Soledad parecía haberse transportado hacia otro lugar, los ojos abiertos como platos, la respiración enterrada en algún punto del olvido. No podía ser, era imposible. Y aun así…

      Todo se había oscurecido alrededor de Soledad en el preciso instante en que la última composición comenzó a suspirar sus primeros acordes. Había disfrutado desmesuradamente de cada pieza, viajado decenas de años atrás hacia los ojos oscuros que le enseñaron la verdad que esconde un piano, hasta aquellas tardes sentada a su lado en el campo imaginando teclas que él acariciaba mientras tarareaba una canción, aquella canción, para ti, Soledad, esta es solo para ti... Y ahora, esos acordes desgastados por el paso del tiempo, limados por las asperezas de las olas del olvido, resurgían de donde ella nunca hubiera imaginado que volverían a resurgir, límpidos, puros, relucientes, como si las arrugas no hubieran avejentado ni un ápice su memoria. No podía ser y a la vez lo era, estaba completamente segura. Algo se removió en su interior y derramó las lágrimas que nunca pensó que volvería a derramar. Por él, por el pasado, por lo que tanto tiempo calló pero que su conciencia clamaba a voz en grito, por lo que nunca sucedió…

      —Soledad, ¿estás bien? —susurró Alicia preocupada al ver que Soledad no se recomponía de su asombro y no dejaba de llorar.

      Soledad intentó articular palabra, pero su voz había huido hacia algún lugar de donde no quería regresar sin ser capaz de verbalizar un recuerdo que se estaba haciendo demasiado vívido en el lienzo de su memoria. Y cuando, sublime, el pianista dejó al aire las últimas notas de la composición, cuando llegó a la cima el escalofrío que había acariciado la piel de cada espalda y la música ya solo pertenecía a un efímero pasado que reverberaba con ecos de un silencio que nadie quería resquebrajar, justo en ese instante, Soledad consiguió susurrar con voz queda, meliflua, como si caminara con pies desnudos sobre una habitación de mármol:

      —Es esta... Es su sonata, mi sonata...

      CAPÍTULO 10

      El silencio bramaba por los cuatro costados de la cocina arañándose el rostro y dejándose la piel ante la impotencia de no poder parar quieto ni un segundo. Dolores lo tenía retenido bajo amenaza, acorralado, mientras sus manos desmenuzaban pan y su mirada se dirigía a intervalos regulares hacia su nieta Paquita. Esperaba que fuera ella la que lo rompiera primero, la que confesara por qué cada mañana arrastraba su alma desde las ojeras de un desvelo, por qué sus pupilas se quedaban dilatadas en mitad de la noche y no se acurrucaban en el sueño, por qué evitaba mirar a los ojos a su abuela como si, por encontrarse sus miradas, sus más oscuros secretos fueran a escapar de ellos y derramarse sin querer como un vaso de agua. Llevaba más de tres meses así y lo que callaba era mucho más de lo que podía soportar; su abuela lo notaba como una losa de piedra maciza que le hundía los hombros y la dejaba sin respiración. Pero se obstinaba en no soltar ni media palabra al respecto mientras aquello la consumía por dentro cada vez más.

      Paquita acababa de volver de trabajar toda la mañana en la casa del señorito y, como siempre, ayudaba a su abuela a preparar el almuerzo para todos antes de regresar por la tarde a continuar entre agua, jabón, planchas, ollas, cazos y otros menesteres. Sabía que su abuela sospechaba que algo le ocurría y que no podía decírselo, conocía demasiado bien su temperamento. Si Dolores llegara a saberlo, estaba segura de que se quitaría el mandil de un tirón y correría a la casa del señorito gritando improperios, y bien sabía Dios que era lo último que quería, pues todo podía terminar en tragedia.

      El aceite bullía con los ajos enteros que había terminado de pelar minutos antes cuando unos golpes sordos y certeros hicieron desplomar el silencio de naipes que tan frágilmente habían estado bordando en la cocina.

      —¡Abran la puerta!

      Paquita y Dolores se miraron con los ojos abiertos y el rostro pálido como la cera. Dolores se llevó un dedo a los labios en señal de silencio y se dirigió a la puerta, no sin antes dejar el mandil en una de las sillas de la cocina, disimulando el temblor que llevaba por dentro como una procesión.

      —¡Abran la puerta al cabo Gutiérrez!

      Dolores se resignó a encontrar tras la puerta la chulería y el desatino del cabo Jacinto Gutiérrez, guardia civil por méritos paternos, viejo conocido de bigote ralo y abundantes entradas que pretendía aparentar más de lo que su uniforme y su distinción jamás le permitirían.

      —Buenos días tenga usted, señor.

      —Buenos días, doña Lola. Vengo a hacer la ronda en el cortijo, ya sabe usted.

      Dolores frunció el ceño contrariada. Siempre igual, mira que habían pasado años...

      —Dolores, si no le importa.

      —¿Cómo dice? —El cabo quedó unos segundos en pausa mientras trataba de discernir entre la posibilidad de que aquella vieja le hubiera maldecido o se estuviera quejando de achaques propios de la edad.

      —Que me llamo Dolores, ya lo sabe usted.

      —Claro