Hijos del fuego, herederos del hielo. Aimara Larceg

Читать онлайн.
Название Hijos del fuego, herederos del hielo
Автор произведения Aimara Larceg
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878710440



Скачать книгу

únicamente a los lugares que más frecuentaba. La chimenea siempre estaba encendida, el montón de leña a un lado variaba de acuerdo a la temperatura de las noches. Entre la lista de tareas que representaba mantener en pie la torre, cortar leña era una de las que más le satisfacía. Descargar el hacha contra los tocones le hacía sentirse bien. Su naturaleza era intensa, un poco violenta, necesitaba mantenerse ocupado con trabajo físico. Contrario a este principio, lo que lo sustentaba era la preparación de pociones o la venta de libros de hechizos.

      Jace había sido instruido en las artes oscuras desde muy joven, conocía bien el terreno en el que se movía. Sus pociones eran efectivas para provocar las desgracias a los enemigos, la enfermedad, e incluso la muerte. Los magos que tenían el coraje de acercarse a buscar libros le pagaban bien por cada ejemplar. Además, era el coleccionista más asiduo de artefactos mágicos que conocía. A veces vendía alguna pieza de escaso valor mágico o sentimental. Su tiempo libre transcurría entre ellos, se evadía todo lo que podía de su propia realidad. Y cuándo el día llegaba a su fin se dirigía a las mazmorras para visitar a Gaela.

      Gae, su Gaela. Le partía el corazón verla así. Durante la visita a otra dimensión su pareja había sido atacada por una criatura y su sangre se había infectado de tal manera, que la muerte hubiera sido la mejor alternativa. Al principio fue duro, Gaela había caído presa de la fiebre y la herida de su pierna se veía cada vez peor. A pesar de las medicinas, las cataplasmas, los brebajes, las miles de instrucciones del médico, la fiebre se transformó en un sueño profundo que duró cuatro días. Al quinto, una criatura completamente diferente abandonó la cama y fijó su rumbo hacia el pueblo.

      Al percatarse de su ausencia, la buscó por toda la torre. La puerta de entrada estaba abierta, la alfombra había sido arrastrada unos cuántos metros hacia el camino principal. Se había ido. Se puso la capa y salió en su busca.

      A medida que el tiempo transcurría, su desesperación crecía. La luna llena derramaba su luz sobre las calles facilitándole el trabajo. Cuándo al final la encontró en un callejón sin salida, suspiró de alivio. Pero a continuación su cuerpo se tensó bajo un sonido que materializaría todas sus pesadillas: Gaela estaba en cuclillas devorando el cuerpo de un perro que en circunstancias normales, le hubiera arrancado un brazo de una dentellada.

      La rodeó despacio para no hacer ruido, pero al parecer ella estaba demasiado ocupada como para prestarle atención a algo más que no fuera su comida. Los ojos de antaño azules, refulgían bajo una nueva luz dorada. Lo peor era la voracidad con la que se llevaba las vísceras a la boca. Se preguntó si con eso le bastaría, o si tras aburrirse de su presa iría por otra. El olor de la sangre y otros fluidos hizo que el contenido del estómago se le subiera a la garganta. Sin embargo resistió, sin saber si de un momento a otro tendría que correr. El tiempo pasaba y ella continuaba comiendo, entonces tomó una decisión: cogió una piedra enorme y se acercó a paso lento. Sus piernas temblaron tanto que creyó que iba a caer sobre ella, pero a último momento reunió el valor necesario para golpearle la cabeza. Momentos después la cargaba hacia la torre mientras su cabeza bullía de pensamientos oscuros.

      Los médicos no servían para nada, lo único que necesitaba era tiempo. Quizá la solución se encontrara más cerca de lo que pensaba, así que la encerró en la última celda con los grilletes puestos para asegurarse de que no volvería a salir. En un principio la alimentó con carne cruda del mercado. A diario bajaba para arrojarle una pieza y salía sin perder el tiempo, el asunto le daba náuseas. Leyó todos los libros de la biblioteca, cuando estos se acabaron compró algunos especializados en enfermedades mágicas. Era un asunto que solo le incumbía a él, su mayor secreto. Así con el paso del tiempo, Gaela se convirtió en una bestia desgreñada que lo único que deseaba era comérselo vivo. Ya no importaba con cuánta carne la alimentara, siempre lo deseaba a él. Le daba escalofríos pensar que una noche cualquiera podría liberarse e ir por él mientras dormía, era el tema principal de sus pesadillas.

      Los primeros meses fueron los peores, su cordura se desmoronaba a la velocidad de las agujas del reloj. A veces se dormía sentado y despertaba con lágrimas derramadas sobre el papel. Otras noches ni siquiera podía dormir. Después de pasar páginas y devorar volúmenes completos, se quedaba sentado frente al fuego, o bajaba a las mazmorras para comprobar que ella aún estuviera allí. Fuera de la piedra y la madera el mundo continuaba como siempre, de la misma manera.

      Como consecuencia su carácter se retrajo. La pizca de miedo percibida de antaño en las personas, se convirtió en miradas de reojo y pavor. Todo el mundo lo evitaba. Comenzaron a correr rumores estúpidos acerca de que Gaela se había marchado con otro hombre, que había desaparecido, e incluso que la había asesinado. Su tristeza se transformó en rabia, la rabia dio paso a un resentimiento hacia todo lo que lo rodeaba. En algún tramo del camino su corazón se había fisurado y jamás volvería a ser el mismo. Ya no sentía consideración hacia nadie, ya nada lo hacía reír. Al fin se confinó en la torre para protegerse de los demás. Desde ese entonces transcurrieron tres años.

      Solía quedarse contemplando el pueblo mientras se preguntaba dónde se hallaría la cura. Rendirse no era una opción, prefería la muerte a dejar de luchar. Extrañaba sus conversaciones, las canciones que tarareaba cuando hacía los quehaceres del hogar, las bromas que le gastaba, su apoyo incondicional, el calor de su cuerpo... cada mañana, la cama congelada le recordaba lo duro del paso del tiempo.

      Se recargó contra el marco de la ventana y miró el cielo una última vez, tenía que ir al bosque a cazar un par de liebres para Gaela. El día anterior había utilizado dos embebidas en poción para dormir, era la única manera de bañarla. Lo hacía al menos dos veces a la semana porque las consecuencias eran nefastas, comenzando por la peste a podredumbre que subía desde las mazmorras. Era una actividad de riesgo que odiaba hacer, pero muy necesaria. Gracias a la frecuencia ella comenzó a generar resistencia a los efectos, pasaron de utilizar dos o tres gotas a una botella entera. Llegaría el día en que tendría que probar con algo más fuerte. Quién sabía qué podía ocurrir si despertaba sin estar encadenada.

      Se puso la ropa de abrigo. Luego tomó su cuchilla de caza, el saco de tela, cuerda para amarrar a los animales más grandes. Abandonar la torre suponía un montón de procedimientos de seguridad como lo eran ocultar la entrada a las mazmorras con un hechizo de ilusión, encantar la puerta principal para volverla inquebrantable. Los ladrones y los fisgones sobraban en el pueblo, siempre atentos a cualquier movimiento.

      Tardó medio día en llegar al bosque. Una vez allí, amarró las riendas del caballo a un árbol de manera que pudiera descansar y se internó en las profundidades. Por regla general ahí se encontraban las mejores presas. Se entretuvo cazando conejos y amarrándolos con las cuerdas, o metiéndolos en el saco de tela. El lugar estaba más tranquilo de lo normal. Comenzaba a caer el atardecer, por lo que el canto de las aves apiñadas en las copas de los árboles era lo único que se escuchaba. Se inclinó para recoger un conejo más y cuándo estaba a punto de meterlo al saco, el sonido de varias ramas partirse lo hizo voltear. Al parecer tenía compañía, o competencia. Sus dedos se apretaron automáticamente alrededor del mango de la cuchilla.

      «Soy yo, tranquilo», una voz conocida surgió antes que una pequeña figura. Un arbusto pareció abrirse al medio para dar paso a Vecco, quién enseguida corrió a abrazarlo. Jace se dejó hacer sin muchas ganas.

      –Hacía tiempo que no te veía –continuó hablando, emocionado. Incluso le ayudó a guardar conejos en el saco. Luego caminaron un poco mientras le enseñaba algunas madrigueras ocultas. Si había alguien que conocía el bosque a la perfección, ese era él.

      –He estado ocupado –respondió con desgano–. Mi perro ha estado comiendo conejos viejos y carne del mercado –la misma mentira que le contaba a quién le preguntara para qué compraba tanta carne, o cazaba tantos conejos. Observó a Vecco, tan libre de problemas. A veces le daba envidia.

      Vecco era un Sanguine salvaje, el único que conocía vivo. En las profundidades del bosque habitaba un grupo de rebeldes que por diversas circunstancias habían abandonado a sus dueños o habían sido abandonados. Eran seres longevos, guardianes secretos del bosque, tan reacios al contacto con humanos que su existencia se limitaba a leyendas. Excepto Vecco, él era diferente