Hijos del fuego, herederos del hielo. Aimara Larceg

Читать онлайн.
Название Hijos del fuego, herederos del hielo
Автор произведения Aimara Larceg
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878710440



Скачать книгу

una ligera reverencia. El hombre se apresuró a acercar hasta una esquina alejada un par de ofrendas, susurrar unas oraciones, encender un poco de incienso. Elwinda rodó los ojos al notar que Drystan se había puesto de pie y lo miraba fijo, le hizo una seña para que se acercara. En cuánto llegó hasta ella, se puso en cuclillas para hablarle en voz baja–. Deja de hacer eso, a veces las personas necesitan momentos a solas. Ahora mismo es uno de esos momentos –lo llevó a un lugar más apartado e hizo que se sentara sobre unos viejos fragmentos de mampostería medio enterrados en el suelo por el paso del tiempo. Retomó la historia cuando estuvieron solos –. El tercer movimiento fue el que creó los vientos. El cuarto, el fuego –le acarició despacio el cabello–. El quinto creó a los animales, grandes y pequeños, con patas, pezuñas, garras, o sin ellas. Seres capaces de respirar, dormir, reproducirse; pero no de adorar a un dios. Ante tales milagros Brisinghur se quedó maravillado. Él también participó, les otorgó plumajes de preciosos colores a las aves, una voz con la que expresarse. Esparció por cada rincón de la tierra una variedad infinita de frutas con las que pudieran alimentarse. Mejoró el diseño de los seres que vivían en el agua, de manera que algunos pudieran asomarse a la superficie, les regaló lugares donde pudieran esconderse de sus predadores–sacó un par de setas de la túnica y se las dio para que comiera–. Sin embargo el colorido o la variedad no impresionaban a Enhil. Él podía crear cientos de cosas mejores con un simple movimiento de su mano. Y así creyó fabricar su mejor proyecto.

      –Seres vivos que adoraran dioses –dijo antes de morder una seta.

      –Seres vivos capaces de adorar a quienes los habían creado, a quienes les debían absolutamente todo. Lealtad, fidelidad absoluta –asintió–. A Brisinghur le resultaban curiosos, pero pronto descubrió que estos tomaban demasiado alimento, ocupaban demasiado espacio, incluso destruían a su paso todo lo bello creado hasta ese entonces. Había algo mal en ellos, observarlos no producía la misma sensación de tranquilidad, ni la misma satisfacción. No provocaban sensación alguna. Sin embargo tenían la suficiente conciencia para reconocerlos y adorarlos a él y su hermano como verdaderos padres de la creación –resopló por la nariz, un atisbo de risa–. Pronto aquellas criaturas descubrieron que también podían alimentarse de los animales. Sacaban a los seres del mar para comérselos. Tomaban a las aves con semejante brutalidad que les rompían las alas, las golpeaban contra los troncos de los árboles, las desgarraban y se las comían. Brisinghur, horrorizado ante semejante visión de destrucción, le dijo a Enhil que eso debía parar. Sus seres estaban destruyéndolo todo. Había que volver a empezar antes de que fuera tarde. Por supuesto, sin querer dejar de lado su orgullo y su vanidad, Enhil se negó.

      –¿Se pelearon? –Drystan parpadeó un par de veces, estaba completamente sumergido en la historia–. ¿Le pidió perdón?

      –Nada de eso –respondió, un tanto teatral–. Brisinghur, decepcionado y furioso, decidió continuar haciendo uso de sus cualidades. Había sido creado a partir de las mismas estrellas, él era capaz de lograr tantos milagros como Enhil. Así creó la enfermedad, para que los seres de dos piernas padecieran cientos de tormentos hasta que ya no existiera nada que pudiera destruir el equilibrio original. Les salieron manchas oscuras que pronto se abrieron en pústulas, las moscas colocaron sus huevos allí. Los llantos y lamentos se alzaron por encima de todos los sonidos. Enhil supo que aquello era obra de Brisinghur, como represalia hizo lo susodicho con los bosques, los mares, las montañas. Así surgieron desiertos cubiertos de sal donde antes hubo mares. Pantanos en los que las criaturas perecían. Montañas nevadas de alturas imposibles donde nada sobrevivía.

      –Eso está mal –comentó y continuó comiendo.

      –A los pocos supervivientes les fue enseñado que Brisinghur era el causante de todas las desgracias, perdiéndose así el fervor hacia su figura. Fue cuestión de tiempo para que se convirtiera en el paria, el chivo expiatorio de todos los males que ocurrieran, incluso los que Enhil continuaba provocando con intenciones de desterrarlo –hizo otra pausa en busca de las palabras correctas. Lo importante era resumir los hechos a oraciones simples para que él comprendiera–. Antes de que esto último ocurriera, Brisinghur intentó abrir los ojos de todo adorador de Enhil. Intentó enseñarles de pensamientos y opiniones propias, de conductas, del bien, del mal. Pero nada funcionó, al fin Brisinghur cayó en un abismo creado por el odio y las costumbres, una condena que duraría miles de generaciones hasta estos días –se sacudió el polvo de las ropas y luego le tomó la mano para que lo siguiera–. Se supone que todos los males del mundo son causados por él –continuó hablando con los ojos fijos en la imagen–, pero nadie habla de cómo Enhil ignora, castiga, o permite que se lleven a cabo aberraciones en su nombre. Aquí se sigue y se es fiel al pensamiento, a la idea, no a la imagen o el dios en sí. Porque es así como a él siempre le ha gustado –concluido su relato, observó el lugar una última vez antes de retomar la vuelta a casa.

      Puede que el mayor logro en la historia de la humanidad haya sido la posibilidad de transmitir por escrito las historias que durante tanto tiempo pasaron de boca en boca. Así también le parecía a Drystan, o al menos la opinión de sus primeras lecturas se acercaba a eso. Elwinda se sentía como una madre orgullosa, Drystan era cada vez más fuerte, más inteligente, más leal. El amor que sentía por él crecía a cada día y tenía la sospecha de que el sentimiento era mutuo. Cada noche antes de dormir agradecía el milagro de tenerlo. A su vez, él le enseñaba a trabajar la paciencia, a depositar su confianza en alguien más, aplacaba sus ataques de ira, la hacía sentirse acompañada. Jamás podría sentir algo similar por un ser humano, Drystan estaba más allá de eso.

      Pronto su inteligencia lo llevó a desarrollar emociones más complejas con sus mecanismos para procesarlas, así aprendió a soportar la tortura que implicaba la soledad cada vez que ella salía. Si sufría, jamás se lo decía. A Elwinda le gustaba la flexibilidad de su corazón ante el dolor, cualidad de la que ella carecía por completo.

      A veces parecía leerle la mente, sabía cuándo se sentía enfadada, inquieta, o triste. En esos momentos se acercaba y la abrazaba sin decir una sola palabra. Otras, incluso parecía adivinar lo que iba a decir. Pronto comenzó a necesitarlo con tanta frecuencia, que pensó adelantar los viajes a larga distancia.

      Muchas veces se sentaba a observarlo por simple placer. Fue en una de esas ocasiones que se dio cuenta de que él leía y releía un pergamino al que ella jamás le había dado importancia, ese que Dylen le había enviado unos días después de su nacimiento. En él anunciaba la muerte de su padre. La necesitaba en el funeral, quería verla. Ese bastardo... ¿Acaso no sabía que su padre la había desheredado? ¿Aún no comprendía que la habían desterrado y ya no existía más vínculo que el sanguíneo? Una gran parte de la culpa era suya. El pergamino había quedado olvidado bajo la promesa de alimentar el fuego y desde que lo encontró, Drystan lo leía a diario.

      –¿Qué tan interesante es eso? –le preguntó una mañana mientras lo observaba con un codo apoyado en la mesa, el cuaderno de notas abierto en una página en blanco.

      –Nunca me hablaste de tu familia –respondió tras dejar el pergamino a un lado. Los ojos grises se posaron en los de ella y durante unos segundos notó la mirada de reproche de siempre –. Lo poco que sé de ti, viene de tus cuadernos de notas. La mayoría son opiniones acerca de mí o de otras criaturas. No es justo.

      Elwinda se lo quedó viendo y por primera vez, se dio cuenta del tiempo que había pasado. Drystan estaba a punto de entrar en la adolescencia. Sus hombros, su mandíbula, la mayor parte de los rasgos comenzaban a perder la redondez. Sus manos se veían menos delicadas, cada vez más grandes. Quiso cambiar de tema, pero la mirada de él la ponía nerviosa. Desde el momento en que abandonó su casa, los recuerdos quedaron enterrados para siempre y nadie tenía el derecho de venir a desenterrarlos cuando se le viniera en gana, ni siquiera él, ¿Qué importaban un clan de magos y una estúpida pastelería si se los comparaba con todas las aventuras vividas? Drystan continuaba esperando una respuesta, y sin previo aviso una ira sin medida se apoderó de ella. Lo sintió en cada fibra de su ser, por lo que buscó una excusa para comenzar una pelea– ¿Por qué lees mis notas? Son privadas.

      –Tengo derecho a saber qué piensas