Cien pasos al norte. Gabriel Segurado

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Название Cien pasos al norte
Автор произведения Gabriel Segurado
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418212550



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de cordura donde llevo todo mi mundo. Desde el quicio de la puerta examino la oscuridad de la casa vacía y silenciosa embargada de cierta dosis de melancolía, pues fue mi refugio durante los tres últimos años. Después cierro definitivamente la puerta con dos vueltas de cerrojo, me dirijo al ascensor y frente al espejo descubro a una nueva Mónica que casi no reconozco. En lugar de la aburrida y lánguida muchacha de traje de chaqueta con camisa blanca abierta en su escote y semblante rendido, me quedo embobada mirando incrédula a la chica que imita mis movimientos al otro lado del cristal. Tiene una expresión alegre y feliz, pañuelo floreado en tonos rojizos a modo de diadema cubriendo parte de su rubia y ondulada melena, blusón blanco bordado de aspecto hippy y pantalón vaquero apretado gastado en sus articulaciones. La miro sorprendida por la metamorfosis interior que refleja su mirada limpia y brillante. Es el reflejo de mi nuevo e intrigante porvenir.

      Una vez en la aeronave, un Boeing 757-200, la casualidad juega a mi favor situándome entre la ventanilla que proyecta maravillosos paisajes y un simpático y atlético joven deportista que se dirige a Lima para participar en el quinto campeonato mundial de motos de agua. Tenemos una conversación entretenida y original acerca de sus viajes, sus logros y, sobre todo, su filosofía de vida. Es un bollito, a caballo entre los veinte y los treinta años, con anchos hombros y unos pectorales bien desarrollados que luce con premeditación. Tiene un mentón rudo, labios carnosos, barba perfilada con maestría, cabello rubio levemente ondulado y, por lo que se deja ver, depilación deportiva. Pero lo que más me atrae es la prominente sonrisa que luce en todo momento. Tiene «la sonrisa del hombre absoluto», la de un ser privilegiado que ha conseguido aunar, en su microespacio temporal, el arte-ocio con la profesión-sustento conquistando con clarividente determinación las más altas cuotas de autoestima y reconocimiento personal que irradia como un lucero, iluminando a quienes tenemos la suerte de estar a su vera. Como yo jamás conocí a nadie que consiguiera hacer de su pasión una profesión, este prodigioso logro de Yaki —que es su apodo— me tiene admirada. Entre charloteos, largas cabezadas y entretenidos textos encuadernados, flotamos sobre las nubes en un tranquilo y amigable tránsito que da lugar a un ágil acercamiento emocional. Fortuitos e inocentes roces cada vez más intencionados parecen pedir permiso para llegar más lejos. En pleno estado de euforia nuestras manos se entrelazan como si ellas, y no nosotros, fueran las responsables de esa unión. La excitación nos provoca una especie de sonora risa nerviosa que se convierte en vergonzosa, tímida y casi silenciosa; el enlace de las manos da lugar al de los dedos y el de los dedos al de nuestras bocas, que se funden en un largo y apasionado beso. Levantamos el reposabrazos que nos separa castigando nuestras costillas y nos abrazamos con tal intensidad que parece que nada ni nadie pudiera separarnos jamás.

      —Te espero en el servicio —me dice Yaki visiblemente excitado y con los mofletes acalorados.

      Seducida hasta la médula e incapaz de reservar ni un solo segundo al disimulo, me enfilo tras él por el pasillo central sujetándome a los cabeceros de los asientos de la clase turista, ajena a pasajeros y auxiliares de vuelo, que parecen percatarse de nuestra descarada maniobra.

      El resto del viaje todo son arrumacos, caricias, palabras tiernas y otros dos encuentros en el lavabo, donde, a pesar de su estrechez, alcanzamos las más altas cotas de frenesí sexual y postural. La aventura a más de mil metros de altitud termina con el aterrizaje en Lima. Yaki y su moto acuática Bombardier RXP de doscientos quince caballos abandonan el avión. Yo continúo el vuelo llevándome como presentes: un último y ardiente beso en los labios, la promesa de futuros contactos y una gran sensación de alegría y plenitud. Es como si acabara de experimentar mi primera relación sexual. Como si todas mis experiencias anteriores hubieran sido una mala imitación. Creo que acabo de probar las mieles del auténtico placer abarrotando todos mis sentidos. Tengo ganas de saltar y gritar… como si me hubiera tocado la lotería y llevara el décimo entre las piernas.

      Mi llegada a la terminal de Tasma es de lo más pintoresca. La sala está dividida por una malla metálica apoyada sobre un murete repintado que separa a los recién llegados de los familiares. Sus caras aplastadas contra los cuadradillos de alambre dejan sobresalir sus originales narices como en un campo de nabos. Todo este gentío, alboroto y penetrante olor a humanidad me sobresaltan. Los únicos viajes que hasta el momento había realizado fueron a poca distancia, con amigos, con todo programado y con pocos imprevistos. Esta nueva dimensión me impresiona bastante, pero espero que la fuerza de la ilusión me ayude a afrontar el reto. Una vez terminada la larguísima demora hasta que la ineficaz cinta transportadora me regurgita el equipaje, me acomodo en espera de la guagua en una silla vacante adosada a una pequeña fila de asientos cochambrosos de resina amarilla. Paralela, otra hilera idéntica es ocupada por variopintos personajes que, aburridos, me observan con cierto disimulo. Solo los más pequeños se atreven a acercarse entre juegos y bromas. Una estridencia nos sorprende presagiando la inminente llegada del destartalado autobús. Es un aparato de tan crujiente sintonía que parece que se vaya a desarmar. Su popa ventosea enormes soplos de denso humo negro y maloliente que obligan a huir despavoridos a cuantos aguardamos en el andén. La carrocería que un día estuvo adornada con el arte de algún pintor nativo se ve ahora cuarteada por los agresivos óxidos que, sin piedad, van hurtando el metal. Una vez interrumpida la flatulencia, los pasajeros cercamos el transporte sin ningún orden y el conductor, subido a su lomo, recibe los informes bultos que desde abajo le lanzan los más fornidos. Con evidente experiencia y desgana, el chofer apila los fardos hasta formar una torre que casi duplica la altura de la guagua.

      Ya en el interior, incómodamente sentada junto a una ventanilla de apertura lateral velada por decenas de dígitos y cercada por pomposos flecos textiles empolvados, me veo envuelta en una anárquica acumulación de hombres, mujeres, niños, mascotas y enseres. En un largo, duro y lastimoso trayecto de más de siete horas transitamos por retorcidos caminos de gran atractivo paisajístico, responsables de una inmensa polvareda púrpura que, junto con el sudor que me cae en cascada por el interior de la ropa, forman un complejo de pócima líquida que termina muriendo en la suela de mis sandalias. Medio descolgada de mi asiento, pues descubro aves ponedoras mejor situadas, advierto el insistente toque ligero del codo de la divertida Artemisa. Una buena señora de rostro festivo, abundante perímetro e indumentaria regional que me distrae con el convite de sus extraños, aunque suculentos, condumios y su charla trivial. El fortuito desmoronamiento de una roca del tamaño de un buey guillotina la pista obligándonos a detener la conducción y a desalojar el transporte. Ante la imposibilidad de desplazarse por los muchos bártulos que acumulan, algunos optan por esperar a que los rescaten. El resto se dirigen camino abajo siguiendo el trazado, pues Manacos ya se divisa a unos cinco o seis kilómetros en lo más profundo del valle de Thimanán.

      Yo paso de seguir al cortejo y me encamino hacia un estrecho sendero que me introduce en un maravilloso mundo de recia y variada vegetación con intensos verdes, ocres saturados y graciosas salpicaduras de Laureles, mirtos y mimosas que comparten espacio con grandes palmeras y árboles centenarios. Extasiada por el fantástico universo y tras varias horas de evasión por interminables pendientes laberínticas… la senda acaricia tímidamente un pedregoso riachuelo de generoso e inmaculado caudal.

      Felizmente agotada como consecuencia de la gran caminata, me acomodo sobre un homogéneo canchal de piedra vestido elegantemente con un favorecedor traje de musgo suave y mullido. Sumerjo los pies en el fresco dejando que unos pequeños pececitos plateados me cosquilleen los dedos mientras el sol, todavía alto, templa mi espalda con un cálido masaje. Una leve pero infinita sonrisa perfila mis labios como reflejo de una emoción jamás sentida. Me encuentro completamente dichosa, orgullosa e impresionada conmigo misma. Tengo ganas de abrazarme, besarme y darme palmaditas de felicitación en la espalda por la increíble heroicidad cumplida. Parece que, por primera vez y a consecuencia de mi inmersión en tan exótico entorno, estoy tomando conciencia absoluta del momento que estoy viviendo. Conciencia de un nuevo presente que rompe definitivamente con aquella urbanita sencilla, de metas terrenales, con la que ya no me siento para nada identificada.

      Prefiero el perfume de una flor al olor de un BMW recién estrenado, o el suave sonar de las hojas mecidas al chaca-chaca de un contador de billetes. Ahora mi futuro se reduce a los planes que el azar me quiera obsequiar. Sin ahorros, hipotecas, ni planes de pensiones… Solo me importa el presente.

      Este narcótico momento de inmensa paz, abstracción y