Название | Cien pasos al norte |
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Автор произведения | Gabriel Segurado |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418212550 |
Un adorable anciano de apariencia bondadosa se acerca a mi ubicación y me obliga a levantarme, ya que apenas llega al mostrador.
—Querida Mónica, en nombre de mi pueblo te entrego la llave del portón de plata —me dice. Me encojo de hombros, le ofrezco mi mejor sonrisa y el hombrecillo deja caer una especie de amuleto sobre la palma de mi mano.
—Es usted muy amable —le digo explorando la piedra que acojo entre mis dedos. No ha pasado ni un segundo cuando levanto la mirada para pedirle que me aclare todo este misterio y ya ha desaparecido. Es como si se hubiera esfumado de repente. Doy la vuelta a mi puesto de trabajo, lo busco por todas partes… y nada. Si no fuera porque conservo el talismán, juraría que todo ha sido un sueño.
El teléfono suena insistente devolviéndome al presente y las lucecitas naranjas que indican que hay llamadas en espera parpadean inquietas. Me mordisqueo el labio inferior y reprimo como puedo las ganas de salir huyendo. Esto es una pérdida de tiempo, estoy aquí y lo único que me importa es que el reloj con su lenta y agónica marcha llegue por fin a la codiciada hora de liquidar la jornada. Una vez concluye la mañana más larga y tediosa del mundo, llego a casa hambrienta y me dispongo a devorar casi sin masticar la deliciosa pasta fresca horneada enterrada en parmesano que como entrante tengo preparada con antelación. Engullo el seitán de segundo y trago con igual frenesí un gran recipiente de zumo natural algo ácido por la cosecha. Como una autómata me levanto dejando atrás la vajilla usada en la pequeña mesa de madera y metal que descansa sobre la rugosidad del suelo de la cocina y me abalanzo, en un momento de gloria, sobre el sofá-cama que me aguarda con el mando de la tele sobre su seno. Con un exagerado bostezo, ruidoso en su exhalación, me desplomo patas arriba en el cómodo sofá, atrapo el mando cual vaquero en duelo contra la gravedad y, con la misma maestría, presiono el botón rojo. El receptor, viejo conocido de mis narcóticas sobremesas, me adormece a pesar de las últimas y espeluznantes imágenes que muestra el ya casi finiquitado noticiario. Ensueños, fantasías y visiones alternan siesta y vigilia sin dejar claras sus fronteras. En este estado de semiinconsciencia florece de nuevo la certeza de elegir una nueva vida. Una existencia llena de aventuras impredecibles. Yo nunca he sido muy atrevida; de hecho, lo más osado que he hecho en mi vida fue hacer autoestop con mi amiga Felisa para asistir a un concierto de reggae amateur en el que tocaban los Marleys, un grupo musical formado entre otros por dos chicos guapos, guitarra y batería, con los que estábamos quedadas. Los muy desgraciados terminaron de tocar y se fueron sin hacernos caso, dejándonos solas, asustadas, perdidas y sin otro recurso que llamar a nuestros padres para que nos fueran a rescatar. Esa ridícula noche terminó con una monumental bronca seguida de un merecido castigo. Enciendo mi portátil macbook blanco de trece pulgadas regalo de mis hermanos por fin de carrera —que ya tiene su espacio asignado sobre el mueble— y me pongo a buscar, conectada a la señal de algún vecino incauto con la wifi desprotegida, un destino que me invite a emprender la hazaña. Miles de juguetonas mariposillas continúan cosquilleando mis entrañas. En un acto reflejo escribo como primera frase en el buscador: «Paraísos naturales» y el Mac comienza a complacerme con fantásticas imágenes de Brasil, con sus manglares rociados de orquídeas salvajes, las islas Seychelles con los aromas de su cálido e idílico litoral y las islas Mauricio con sus caprichosos jardines tropicales y arenas virginales. Como un obsequio del destino descubro boquiabierta un maravilloso lugar llamado Manacos, en la región de Yuca, situado al oeste de la cordillera de Maloe en Sudamérica. Las instantáneas parecen tomadas en el edén. Arenillas que parecen frágiles nubes encantadas, bosques que sugieren ser los custodios de los secretos del nirvana y cielos de intensos azules limpios de impurezas. Parece un lugar mágico y especial; aunque la página donde he encontrado el destino tiene mucha más información, me niego a seguir leyendo. Tampoco me importa demasiado dónde comenzar el viaje, solo necesito un lugar insólito, cálido y hermoso. Saco la tarjeta Visa de mi cartera Louis Vuitton de imitación, relleno los datos que me solicita la aerolínea y completo la reserva del vuelo para dentro de dos días. Prefiero no darle más vueltas y seguir el impulso sin más, así no podré cambiar de opinión.
Contemplo abrumada la soledad de mi escueto saloncito. Me parece como si cada cuadro, cada mueble y cada metro cuadrado me reprocharan la inminente partida. Yo también te echaré de menos casa de alquiler, le digo en alta voz como si hablara con un ser racional.
Madrid-Tasma (República del Rosario), con escala en Lima, 846,57 euros, salida el 12 de mayo a las 04:20, duración del vuelo quince horas. Distancia de Tasma a Manacos, que es la ciudad más grande de la región de Yuca, 300 kilómetros.
¡Ya no hay marcha atrás!, grito con el corazón a galope, los pulmones hinchados y la necesidad de inhalar todavía más aire. Ahora solo falta despedirme de todo el mundo, coger los pocos ahorros que tengo, comprarme una mochila, un saco de dormir y preparar mi ropa.
En un minuto estoy lista para salir a la calle, mi estilo natural, desenfadado y de cara limpia —sin maquillaje— no necesita más tiempo. Me cuelgo el bolso de esparto al hombro y antes de cerrar la puerta echo una última mirada con la sensación de que me olvido algo. Permanezco pensativa en el umbral mordisqueándome el dedo, indecisa, sin saber qué es. Entonces recuerdo al simpático hombrecillo de la clínica y vuelvo a entrar en busca del enigmático amuleto. Es una especie de fetiche tallado a mano de un increíble verde esmeralda que medirá… unos tres centímetros de diámetro. Lo observo más de cerca y descubro algunas figuras e inscripciones indescifrables. Paso su cordón de cuero marrón oscuro con dificultad por la cabeza y lo dejo caer con lentitud sobre mi escote.
Al llegar a casa de mi hermano Miguel, al que ya había advertido de mi visita con la intención de despedirme, me sorprendo con el desconcertante rugido de la apertura autómata de la puerta. Los atezados barrotes de cuadradillo forjado terminados en plateadas puntas de lanza se separan bruscamente del marco metálico sin darme ocasión de rozar el timbre con mi huesudo dedo. A pocos metros de la entrada en un porche elevado, al que se accede por unas alargadas escaleras donde descansan grandes maceteros de piedra artificial que difunden sutiles aromas de lavanda y azahar, esperan mis dos hermanos en actitud tutora. En el salón comedor de dos alturas y decoración minimalista, me ofrecen el centro del enorme sofá de piel hueso —lo que me da una situación de desprotección táctica—. Carlota y Miguel permanecen de pie frente a mí y María, la compañera de mi hermano, me mira inexpresiva con el menor de sus hijos jugueteando sobre sus rodillas.
Después de luchar con todos sus recursos para intentar que desista de mi viaje, por fin se rinden ante mi irrevocable decisión. Miguel, con el fin de zanjar la polémica, abre sus brazos convidándonos a un cálido achuchón fraternal de emociones incontenidas. Enseguida Carlota, con su look de pasarela, rebusca en su enorme y auténtico bolso Louis Vuitton rojo pasión acharolado y saca un sobre amarillento que contiene tres mil euros aportados a escote para colaborar en mi odisea. Tras una amarga pero tierna despedida, no exenta de lágrimas y amorosas palabras, me dirijo por última vez a mi piso para hacer las restantes llamadas y terminar el equipaje. La eminente partida al día siguiente arbitra con impaciencia todos mis quehaceres irrumpiendo en los sueños de ese último crepúsculo.
2
Esta mañana el despertador no ha entonado su característico zumbido. A las nueve y quince (hora programada) ya estoy en la pastelería del otro lado de la calle en busca de unos croissants recién horneados que me vuelven loca, y que solo me permito en los pocos fines de semana que tengo