Épsilon. Sergi Llauger

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Название Épsilon
Автор произведения Sergi Llauger
Жанр Языкознание
Серия Pluma Futura
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412130799



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años, afinar la intuición para ese tipo de cosas resultaba cada vez más complicado. Dio una vuelta alrededor del quad para estudiarlo, taciturno. Si estropear su chaleco le supo mal, lo que pensaba hacer a continuación lo encontró de mal gusto. Extrajo la llave del vehículo y agarró el manillar con ambas manos. Pesaba una barbaridad, pero tiró de él con todas sus fuerzas hasta lograr que se inclinara y cayera de lado. El chasis lateral se abolló bajo su propio peso y el salpicadero y guardabarros delantero se quebraron con un fuerte chasquido y quedaron gravemente aplastados.

      Jacob se quedó de pie, observando el vehículo volcado, y chasqueó el paladar.

      —Una lástima… —dijo para sí mismo.

      Echó a andar en dirección a la frontera. Tras rodear la pequeña colina de escombros llegó cojeando a la barricada, donde los guardias observaron desconcertados cómo se acercaba.

      Si supieran algo ya le estarían apuntando, se dijo. Le lanzó al vuelo la llave del quad a uno de los vigilantes cuando pasó por su lado.

      —Ese condenado vehículo casi me cuesta la vida; el manillar no estaba bien calibrado —dijo, sin dejar de andar—. He volcado a doscientos metros carretera abajo.

      —¿Necesita que le llevemos hasta algún médico, Señor? —el vigilante tragó saliva al ver cómo le sangraba la pierna. Le caería una buena bronca por haberle ofrecido un quad estropeado a alguien con ese nivel de autorización.

      —No os molestéis —rechazó Jacob con un movimiento de mano, mientras se alejaba en dirección a la estación oeste—. Sobreviviré.

      Cuando llegó al apeadero el vagón ya estaba activo, a punto de partir; como en la anterior ocasión vacío de pasajeros. Entró y escogió un asiento cualquiera. Tras un par de minutos, una anciana con un bastón de madera y la cabeza cubierta por un fular negro también entró; con pasitos lentos lo pasó de largo y se sentó unas filas más atrás, donde se dispuso a mirar por la ventanilla, y así se quedó. Luego, el transporte arrancó con un chirrido pesado. Fue curioso, pero aquella vez ningún vigilante se subió en él. Jacob se extrañó y echó la vista atrás. Observó un instante a la mujer, que parecía no haberse percatado de ese hecho, absorta en lo suyo, y volvió a respaldarse en su asiento. El personal cada vez escaseaba más. Sería algo normal, supuso.

      Ya debía de ser mediodía cuando el monorraíl pasó de vuelta por los Barrios Altos. El sol brillaba inclemente en el cielo y dentro del vagón empezó a hacer mucho calor. Jacob sudaba bajo la ropa, aunque no hizo nada para remediarlo; estaba acostumbrado a las altas temperaturas. Era extraño ver a alguien por la ciudad vistiendo con ropa ligera. Solo los enfermos lo hacían. Por culpa de la fiebre roja, la gente prefería pasar calor en virtud de tener la piel bien cubierta y protegida. Al mínimo contacto de una persona sana con el virus, tal como la salpicadura de una gota de sangre o el simple estornudo de un enfermo, resultaba mortal de necesidad.

      Se encontraba sumido en sus pensamientos cuando una voz senil le sacó de ellos:

      —Disculpa —giró la cabeza y vio a la anciana de pie, junto a él. Con una mano sostenía una mascarilla con filtro de aire que de vez en cuando se acercaba a la boca para respirar mejor. Sus ojos llenos de cataratas le imploraron—. ¿Tendrías un crédito o dos? Me muero de hambre. Llevo días queriendo ir al este. Me he subido al monorraíl porque he visto que no había ningún vigilante… —quebró la voz por la desesperación hasta casi perder el habla—. Ni siquiera puedo costearme el trayecto.

      Jacob se la quedó mirando, parecía muy desesperada, y asintió. Sacó de un bolsillo una ficha de cinco créditos y se la dio. No iba a volverse pobre por eso, y dada su situación actual era lo que menos le preocupaba. La anciana, agradecida, la tomó y se la guardó entre sus prendas de ropa. El mercenario volvió su atención a la ventanilla, sin decir nada; no quería compañía durante el viaje, aunque para su sorpresa, la mujer sí.

      —Eres un buen hombre. Un caballero como quedan pocos. ¿Te importa si me siento a tu lado? —dijo al tiempo que lo hacía.

      Jacob puso cara de circunstancias.

      —Oiga, anciana, no pretendo ofenderla, pero no es un buen momento para mantener una conversación —trató de ser educado.

      La mujer no le dio la suficiente importancia a su negativa.

      —Sí que lo es, ¿acaso tienes algo mejor que hacer durante el resto del trayecto?

      —Tengo demasiadas cosas en las que pensar…

      —Por la forma en la que mirabas más allá de esa ventana juraría que pensabas en tus problemas —sugirió—. Y que no son pocos.

      Jacob apretó los labios en una sonrisa desganada.

      —¿Y quién no los tiene?

      —El que no los busca —afirmó.

      No le faltaba razón. Pero su oficio era el que era. No podía cambiar eso. Al igual que tampoco podía cambiar el hecho de que aquella pobre vagabunda quisiera hablar un rato. Podría hacer el esfuerzo. Después de todo, no había motivo para ser descortés.

      —¿Por qué quiere ir al este? —preguntó, tras pensarlo un instante—. Es donde están los peores distritos. Su fortuna allí no va a mejorar.

      A la mujer pareció iluminársele el semblante, encantada por el rumbo que estaba tomando la conversación. Se removió sobre su asiento y apoyó ambas manos en el cabezal de su bastón. Carraspeó.

      —Bueno, verás… tengo una sobrina que podría acogerme en su apartamento. No es muy grande, pero cabemos las dos y eso es mucho mejor que dormir entre varios contenedores. Es la única familia que me queda en la Tierra.

      —Usted no huele como si durmiera entre la basura.

      —Joven… —lo miró levantando una ceja—. Que sea pobre y vieja no significa que no disponga de unos recursos mínimos. Sé dónde puedo ir a lavarme.

      —Entiendo… —volvió la vista a la ventana—. No quería ser grosero. Siento si le ha molestado mi observación.

      —Oh, en absoluto —rio de forma apagada, como un pajarito débil. A continuación se fijó en su herida de la pierna y, preocupada, exclamó—. Pero hombre, estás sangrando. Deberías ir a un médico en seguida para que te echara un vistazo.

      —Estoy bien —repuso Jacob, que trató de taparse la zona con la mano—. Es solo un arañazo.

      La mujer hundió las cejas.

      —Pues es un arañazo muy grande.

      —He dicho que estoy bien —este endureció el tono y clavó los ojos en ella.

      —De acuerdo… vale… —bajó la cabeza—. Veo que ahora soy yo la que te he ofendido.

      Jacob sintió una punzada de remordimiento… a decir verdad, muy leve. Pero tampoco había pretendido sonar tan rudo.

      —No es culpa suya —se disculpó—, padezco de mal humor crónico.

      —Bueno, es peor el reuma crónico, te lo aseguro —dijo, obviamente divertida, pero al ver que Jacob no decía nada más quiso llevar la conversación por otra senda—. Quizá… —prosiguió nerviosa—. Quizá te estarás preguntando dónde se encuentra el resto de mi familia…

      —Lo cierto es que no —repuso el mercenario, a lo suyo.

      ¿Es que no iba a irse nunca?

      —Me va bien hablar de ello, ¿sabes? Ya no recuerdo el tiempo que hace que no hablo con nadie… —su tono se volvió triste.

      Pobre mujer, pesada lo era un rato. Jacob entornó los ojos hacia ella.

      —Está bien… —aceptó al fin. ¿Por qué sentía lástima por una completa desconocida? Lo normal hubiese sido que no le importara un pimiento. Pero había algo en ella…—. Como ha dicho, el trayecto es largo —se cruzó de brazos—. Cuéntemelo si se va a sentir mejor.

      La