Название | Épsilon |
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Автор произведения | Sergi Llauger |
Жанр | Языкознание |
Серия | Pluma Futura |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412130799 |
Al fin aire libre.
Tiró de mala manera la máscara al suelo. Los transeúntes y comerciantes que deambulaban por la zona dejaron momentáneamente lo que estaban haciendo y lo observaron como si fuera un soldado que volviera de una guerra de la que no habían tenido constancia. Él los desafío a todos con la mirada, pero no vio a nadie conocido o que intuyera que pudiese acarrearle problemas. Echó a andar hacia el este, sucio, sangrando, malhumorado; la gente se apartó a su paso. Se acercaría con cuidado a la estación este a través de callejones y tejados. Supuso que le estarían esperando pero había algo que necesitaba comprobar con urgencia. Alguien había contratado a la Cuentacuentos para matarle, eso era evidente. Y solo una persona sabía dónde iba a estar él.
Su rostro se endureció a medida que la ira empezó a cabalgar con fuerza por sus venas.
Fergus… maldijo ese nombre en sus adentros.
8
La fuente del Goliat Minero se construyó décadas atrás en una plaza originalmente ajardinada en el límite oriental de la ciudad, en honor a los gloriosos tiempos en que los robots destinados a la obra extraían los recursos de la tierra con los que construir las Arcas. Sus servicios fueron muy reconocidos durante el siglo veintiuno. Por eso, tanto los civiles como el ejército, los adoraban. Se hizo publicidad de ellos en todas las ciudades para que las personas se concienciaran de la importantísima labor que realizaban. Allí donde el ser humano era incapaz de llegar; ya fuera a las sofocantes excavaciones en el manto de la Tierra, o a los abismos más fríos y oscuros del océano, lo hacían ellos. Incluso había algunos ciudadanos ricos que, dada la versatilidad de dichas máquinas, las adquirieron para tareas de índole más doméstica. El Goliat era el humanoide sintético de clase obrera perfecto; no necesitaba comer, no necesitaba descansar y por supuesto no necesitaba revisiones de mantenimiento al llevarse a cabo todas sus actualizaciones desde un mismo servidor central. Pero su red de microchips neurales, y eso es algo de lo que se dieron cuenta tarde, resultó ser muy fácil de piratear.
Un buen día, algo se vio modificado en el software interno de esos simpáticos y entregados robots, como si una consciencia colectiva les hubiera ordenado a todos a la vez que se volvieran homicidas. Como consecuencia tuvo lugar una única jornada teñida de sangre, conocida como «Día del Acero», donde las balas llovieron, las personas corrieron y el caos reinó en las zonas de extracción y en las calles de las metrópolis más importantes. Nunca se supo quién o quiénes fueron los hackers responsables de las miles de muertes de ciudadanos inocentes que se produjeron bajo el peso de aquellos robustos puños de hierro. Pero la reacción de las autoridades no se hizo esperar; tomaron la decisión drástica de lanzar un misil a la estratosfera y destruir el satélite que coordinaba y mantenía activos a todos los Goliats. Estos cayeron de repente como marionetas a las que les hubieran cortado los hilos. Una vez convertidos en chatarra inmóvil, fueron retirados de la vía pública, desmontados por piezas y sus materiales fundidos y reaprovechados para otro tipo de tareas. Se rumoreaba que aún quedaban algunos Goliats inactivos e intactos repartidos por el mundo. Había testigos que aseguraban haber visto cuerpos enteros, dormidos, en los oscuros interiores de cuevas lejanas o en ciertos rincones del submundo.
La estatua del Goliat Minero era tan solo el exoesqueleto de dos metros y medio de altura, vacío de entrañas artificiales, de uno de ellos; con un brazo señalaba al cielo y con el otro a la tierra, recordando el verdadero motivo por el que fueron creados. Se erguía con orgullo sobre una fuente circular hecha de cemento que hacía años que ya no funcionaba. El agua que llenaba su base era la de la lluvia que cayó el día anterior, de tono mohoso y estancado.
Jacob la observó desde un callejón cercano, a la sombra de un portal de viviendas húmedo y con cucarachas en el suelo que tuvo que apartar más de una vez con el pie. No había nadie alrededor de la estatua. Tan solo dos cuervos que acostumbraban a posarse siempre sobre ella. No era la primera vez que los veía allí. Cabizbajo, se arriesgó y anduvo hasta la siguiente esquina, donde terminaba el callejón; se detuvo en el último palmo de sombra. Había perdido su sombrero en algún momento de todo aquel ajetreo… y lo peor era que no recordaba dónde. Unos pasos más adelante el calor del sol bañaba la pequeña plaza y la fuente. Aunque pareciera desierta, no debía arriesgarse a exponerse a plena luz. Sabía que podía haber tiradores apuntando desde cualquier ventana oscura y, en apariencia, deshabitada de los edificios colindantes. Asomó la cabeza con cuidado desde el saliente e intentó mirar a lo lejos. Más allá de la plaza quedaban los restos de unas casas bajas calcinadas. Inmediatamente después, se encontraba el apeadero de la estación del este. Y en efecto, allí estaban: Fergus y su séquito de matones, esperando la llegada del monorraíl. El profeta caminaba de un lado para otro del andén, nervioso. Con total seguridad se estaba preguntando por qué el transporte tardaba tanto en llegar; por qué no recibía ninguna noticia de Celine Cuentacuentos… Porque pronto descubrirás que le he dado el pasaporte, maldito traidor. Jacob no se dio cuenta de la fuerza con la que estaba apretando los puños hasta que las uñas se le clavaron en las palmas y le dolieron.
Cogió su transmisor y llamó…
Oyó cómo Fergus descolgaba y desde lejos lo vio llevarse el aparato a la oreja, pero durante unos segundos ninguno de los dos pronunció una sola palabra.
—Tu respiración es profunda, acelerada… —rompió el silencio Jacob—. Y desde aquí casi puedo ver cómo sudas. ¿Estás nervioso o simplemente demasiado obeso?
—¿A qué juegas, Jacob…? —el profeta miró en todas direcciones y les chasqueó los dedos a sus matones para que se dispersaran y buscaran al mercenario en las inmediaciones. Los hombres asintieron en silencio y se abrieron en abanico—. ¿Dónde estás?
—No te molestes en enviar a tus gorilas a por mí. Esta llamada será muy breve y voy a desaparecer con la misma rapidez. Solo tengo una pregunta que hacerte, y dependiendo de tu respuesta sabré si aún queda algo de sinceridad en esa lengua viperina que tienes… ¿Me estás cazando, Fergus? —increpó con una extraña calma.
Vio cómo el profeta sacaba su pañuelo y se limpiaba de forma inquieta el sudor de la frente.
—Será mejor que te entregues, mercenario. Ya es imparable: se va a hacer público. Yo… —Siguió haciendo señas a sus hombres, indicándoles la plaza. Trataba de ganar tiempo—. Todavía puedo ayudarte. Pero si te encuentra cualquier otro no se lo pensará dos veces antes de pegarte un tiro entre ceja y ceja.
—Si me encuentra cualquier otro, reza para que no sea de los tuyos —le advirtió—. Y Fergus… como descubra que estás detrás de todo este engaño, no habrá lugar, persona o dios que pueda protegerte de mí. Te buscaré, te encontraré y entonces te mataré. Aunque sea lo último que haga.
—Jacob… —pronunció el profeta intranquilo, pero este colgó el comunicador y lo dejó con la palabra en la boca.
Los matones ya se estaban acercando a la estatua. Si no se movía pronto descubrirían su posición. Efectuó un paso atrás, dio media vuelta y desapareció entre las sombras del callejón.
La pierna ya no le sangraba, pero la herida, esa venda de fuego palpitante, le quemaba en la piel. Si corría demasiado rápido existía el riesgo de que se le abriese más y dejara un rastro rojo a seguir. Recorrió las calles a un ligero trote, incluso tambaleándose y chocándose de vez en cuando con los muros y esquinas, hasta alejarse lo suficiente de los arrabales del este. Hubiese deseado más que nunca poder volver a su apartamento, aplicarse las curas pertinentes y descansar unas horas. Pero era el último sitio que su sentido común le aconsejaba pisar en aquellos momentos. Lo más seguro era que ya estuviera vigilado por varios cazadores de recompensas, y en breve enviarían a un dron cibernético para que no se moviera de allí hasta el fin de los tiempos si