Название | Muerte derramada |
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Автор произведения | Mario Alberto Sánchez Carbajal |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786077420644 |
Entonces una idea se encendió en mi cabeza. Arrastré una silla hasta la vitrina y me subí en ella para bajar a Cerillo. Ahí mismo lo agarré recio con las dos manos y le dije regresa a la vida. Imaginé con toda mi fuerza que Cerillo revivía, y él parpadeó. Corrí a la cocina y entré gritando yo puedo hacer que Ana vuelva a vivir. Mi tío se echó a reír y a llorar al mismo tiempo. Mi mamá se levantó rápido y me sacó de la cocina. Yo la maté con mis poderes, le confesé. Ella me dio una cachetada y dijo cállate y enciérrate en tu cuarto.
La voz de tus manos
No te puedes acobardar, Cristina, te lo digo yo que he estado aquí contigo mirando cómo el desencanto se te embarra y te va haciendo costras. Él no vale todos los dolores que te has tragado. ¿Qué no percibes cómo se te llena la panza de laceraciones; cómo se repite la historia?
Acuérdate cuando tu padre llegaba a sentarse al lado de tu cama. Te miraba un buen rato mientras tus manos sudaban apretadas y escondidas entre tus piernas. Te tapabas la cabeza con la sábana, pero él gozaba con el dibujo de tu cuerpo cubierto y tembloroso. Eras una niña de diez años que al igual que un avestruz dejabas el culo de fuera, y ahí topaba el deseo de tu padre, el ritmo de su corazón, su respiración agitada, jadeante, el gemido final y largo parecido al que hace una bestia lastimada. Después te arrullaban sus pasos alejándose, el cuidado con el que cerraba la puerta para no despertar a Frida tu hermana. Exhausta te quedabas dormida y atrapada entre la pesadilla de la vigilia y la del sueño. La felicidad te quemaba el pecho e intentabas ignorar los ardores entre las costillas. Preferías seguir siendo la consentida de tu padre, aunque tu sonrisa fuera una mueca maltrecha. Te levantabas al día siguiente y te acercabas a Frida: Mi papá me quiere más a mí porque viene a arrullarme cuando tú ya te dormiste, le presumías mirándola fijamente, con tus ojos circundados por unas manchas oscuras estampadas por el desvelo.
Nadie te dijo que aquel dolor no debía hacerte feliz y entonces se repitió tu propia historia y te casaste con este hombre que continuó mordiendo sobre la primera dentellada que dio tu padre. No te asustes, Cristina, tus dientes y tus labios todavía sirven: eres tú que no recuerdas cómo usarlos. Conmigo estás a salvo. Sigue mi voz. No te acobardes. No podemos dejar que siga creciendo el demonio que se le mete a la cabeza. Antes fue su puño el que te reventó la nariz, y ahora, apenas ayer, puso el cuchillo sobre el borde de tu panza. Hasta yo pude sentir cómo se te erizaron los pelos del ombligo. ¡No es cierto!, no estoy embarazada, es broma, le dijiste. Es broma, es broma…, pendeja, te espetó a la cara y aventó el cuchillo a la mesa. El miedo, con su vibración, se paseó alrededor de tu cabeza durante toda la noche y en medio de la oscuridad, como un zancudo, estrelló su zumbido contra tus orejas.
No hay nada que pensar ni tiene caso darle más vueltas. Es el momento de quitárnoslo de encima y descansar de él y del recuerdo de tu padre que aún arrastras. Con un solo muerto es suficiente para sanar el pasado. Cuando muera, él también descansará del mal que lo tiene enfurecido, porque la muerte es el primer descanso, y así él dejará por fin sus pies quietos, ya no andará en círculos, angustiado, buscando un gramo, ni recorrerá las calles arrancando espejos para cambiarlos por una grapa. Ya sus estornudos y la sangre de su nariz no infectarán más el aire que devoras cuando, detrás de la puerta del baño, escondes tu respiración asustada.
Necesitas que alguien te cuide como yo lo hago. Mira nada más qué bonita eres. No dejaremos que termines siendo su desperdicio. ¿Estás lista? Sí.
Camina hacia la zotehuela. Abre la puerta despacio sin hacer mucho ruido. Jala la caja de herramientas. Agarra la llave más grande. Si no puedes, entonces la otra, la de al lado, la que parece un gancho. Debe de pesar más que eso, debe ser más dura. El martillo, mira, toma el martillo, levántalo, déjalo caer, eso es. Mira cómo se atraviesa la luna. Ella es testigo y resplandece porque vamos por buen camino. Nos deberíamos de ir a vivir para allá, de seguro todo sería más fácil, y tú y yo permaneceríamos lejos del mundo en un lugar donde no hay aire que maltrate las cosas. ¿No te gustaría vivir a solas conmigo en la luna?
¿Y si despierta antes?
No va a despertar. Deja que mi voz te guíe. Piensa en la luna: a poco no sientes cómo te adormece y te va dejando tendida en una hipnosis profunda. Ahora escúchame. Atiéndeme. Respira.
Vamos al cuarto. Límpiate el sudor de la mano y empuña bien el martillo. Abre sin hacer ruido. Gira la perilla con calma. Acuérdate que esta puerta rechina, ábrela de un solo empujón. Bien. Camina despacio. No tienes prisa. Levanta un pie, bájalo lentamente, plántalo bien en el suelo y luego alza el otro. Detente. Espera que tus ojos se acostumbren a la oscuridad; ábrelos bien. No parpadees. Ahora escudriña su silueta. ¿Ya lo viste?: sus pies están sobre la almohada. Ya lo tienes. Te está dando la espalda. Observa su cabeza. Aprieta el martillo. Calcula cuánta fuerza necesitas para levantarlo y dejarlo caer lo más rápido posible. Tensa tus músculos. Prepáralos. Concéntrate. No pienses en nada que no sea el movimiento exacto: un solo golpe como si le tronara un rayo en la cabeza. Avanza. Un paso a la vez. Estira tu brazo izquierdo para tocar el borde de la cama y medir tu distancia. Acomódate. Alza el martillo muy alto, más alto. No tiembles. Apoya bien las plantas de los pies. Estira las rodillas. Deja de temblar. Aprieta los dientes. No pienses en otra cosa. Se mueve. Te ha sentido. Golpea en la sien; vuelve a golpear, rápido; golpea, golpea, golpea. Dale fuerte otra vez. Escucha cómo cruje el hueso del cráneo. Siente cómo el martillo se hunde en el espesor de la carne. Dale una vez más. Que no te importe la sangre. Que no te importe cómo te salpica la cara y el vestido y las manos y las piernas…
No ves nada, lo sé. Pero no te espantes, Cristina, no son tus ojos, es la muerte que apaga más la oscuridad. El aire negro que te toca y te escalofría, son los roces de la muerte. Acostúmbrate. Disfruta eso que en tu pecho reventó las amarras. Escucha tu corazón: está más cerca de tus manos, ha zarpado y por eso sientes como si fuera a escapar saltando de tu pecho. Deja el martillo en el suelo. El mareo y el extrañamiento son normales; es natural que creas que si tocas las cosas se van a desvanecer entre tus manos. Pisa firme. Ahí está la tierra del mundo. Písala. Sal del cuarto. Deja de mirarlo. Ya está muerto. No se mueve: es tu propia respiración agitada lo que te confunde y te hace creer que él aún respira.
Alza la cara. Enorgullécete. ¿Alcanzas a escuchar esa palabra? Viene de lejos, no soy yo quien la dice. Escúchala, no la evites. Ahora repítela muchas veces para que pierda sentido:
Asesina, asesina, asesina.
Las palabras están llenas de aire y con sólo repetirlas las desinflas. Ahora ya puedes desterrar esa palabra de tu lengua. La escucharás en otras voces, venida de otras consciencias pero cada vez que suene se deshará antes de llegar a tus oídos.
Ponte los zapatos. Ve hacia el teléfono. No olvides que lo hiciste para salvarte, porque estabas desesperada: sí, tendrás que decirlo con esas palabras. Son las cosas que a la gente le gusta escuchar: la conmiseración es el móvil de las personas de bien. Todos quieren ser buenos y todos los buenos dirán pobrecita: entonces tú serás el espejo de su bondad. Su mundo es predecible y estúpido, ya verás, Cristina. Tú deja que ellos te tengan la lástima que creen que mereces.
Ya es hora. Toma el teléfono. Marca. Solloza fuerte. Desespérate.
Señorita…, algo horrible… Una patrulla…, es que mi marido…
Bien hecho, Cristina, vamos tan bien que puedo