Muerte derramada. Mario Alberto Sánchez Carbajal

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Название Muerte derramada
Автор произведения Mario Alberto Sánchez Carbajal
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786077420644



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fin cerró la llave y salí del baño temblando aunque ya estaba envuelto en la toalla.

      Me vestí y nos fuimos a la casa de mi abuelita. En el camino mi mamá trató de hablar conmigo: no le contesté. Siempre que iba a salir con mi tío se ponía de buenas un ratito antes de irse. Me dolía la cabeza; estaba enojado; no quería que se fuera. Si haces berrinche te pego, amenazó cuando mi tío llegó por ella.

      En la noche le pregunté a Cerillo qué pasaría si mi abuelita se cayera de las escaleras. Lo levanté para vernos de frente. ¿Qué tienes? Pero él no quiso hablar. Estaba enojado porque no lo saqué de su caja en todo el día. Le dije no me importa, pero me dio mucho coraje. ¡Pon las manos!, le ordené, y él desobedeció. Me levanté y bajé al baño. ¿A dónde vas?, preguntó mi abuelita que estaba en la sala echando las cartas. Le dije que iba a hacer pipí. Guardé el rollo de papel en la bolsa del pantalón, regresé al cuarto y envolví a Cerillo igual que a una momia. ¿Quieres quedarte callado?, pues te vas a quedar callado para siempre. Lo aventé adentro de su caja, le puse la tapa y pensé cómo no tengo lumbre para incendiarlo. Lo escuché llorar y también me dieron ganas, pero me aguanté.

      Mi abuelita se asomó al cuarto. Fingí que estaba dormido y ella no lo creyó. Se acercó y dijo qué tienes. Me acarició la cabeza, sentí que su mano era una lombriz babosa que se arrastraba por mi cabello. No abrí los ojos. Le di la espalda y dije ojalá se caiga. Dentro de mi cabeza la miré cayendo por las escaleras hasta azotar en el suelo; luego se quedaba tiesa viendo el techo, asustada, quejándose de dolor.

      En la mañana desperté y saqué a Cerillo de su caja. Con el sudor se le había pegado el papel y tuve que quitárselo con las uñas como si fueran pellejos. Le pedí perdón y él contestó no hay problema. Volvimos a ser amigos. Vamos a desayunar dije y cuando estábamos por bajar vimos a mi abuelita tirada al final de las escaleras. ¡Es culpa de tus poderes!, gritó Cerillo. Me quedé tieso, sin aire. Ándale, apúrate, y su voz fue una cachetada que me devolvió la respiración. Fui hasta donde estaba mi abuelita. Por un momento pensé que todo sucedía en mi imaginación, pero me di cuenta de que no era así cuando toqué su mano arrugada y tibia. Déjame, no me jales, dijo regañándome porque intenté ayudarla a levantarse. Ve por la señora Carmela. Salí corriendo hacia la casa de enfrente. Abrió la señora y le grité apúrese. Ella no entendía. La llevé jalando del suéter. Entramos y, apenas la vio, dijo espantada santo dios y corrió a hablar por teléfono. Fue mi culpa, le confesé a la señora Carmela cuando los de la ambulancia ya se habían llevado a mi abuelita. Ella no escuchó, sólo prometió que todo iba a estar bien y me dio un bolillo. Yo ya quería que llegara mi mamá.

      Fuimos al hospital en la patrulla de mi tío Javier. Mi mamá estaba a punto de llorar y cuando intentó decir algo las palabras se le ahogaron con la saliva. Él le dijo no pasa nada y le acarició la pierna. La falda de ella estaba llena de círculos de colores. Yo traía a Cerillo bien apretado en la mano y lo había empapado de sudor. Lo saqué por la ventana para secarlo. Llegamos al hospital. Mi mamá se bajó del carro. Intenté abrir la puerta pero no servía la manija. Nos vemos en la casa, dijo ella. Rápido imaginé que la puerta se abría: no pasó nada. Le grité yo voy contigo pero no escuchó y entró al hospital. Avanzó el carro. Seguí gritando y con el puño cerrado golpeé el vidrio. A ver, cabrón, dijo mi tío con su voz de judicial, cállese y pásese pa delante. Lo obedecí. Me senté a su lado y le pregunté a dónde vamos. Contestó que íbamos a ir por mi prima Ana. En el camino, también me explicó que ella no era mi prima de verdad y que él tampoco era mi tío, sino sólo un amigo. Entonces por qué mi mamá dice que sí lo eres. Porque está loca. Reí mucho.

      Cuando llegamos por mi prima, su mamá preguntó quién es ese chamaco. La señora era un poco gorda y tenía la frente arrugada. En cambio Ana sí era bonita, tenía apenas tres años y sus ojos estaban grandes y de color miel. Mi tío la sentó en el asiento de atrás y le abrochó el cinturón. La señora no dejó de verme feo y no supe por qué. Según dijo Cerillo, ella me odiaba.

      Llegamos a la casa. Mi tío me pidió que cuidara a mi prima y luego dijo que se iba a dormir porque andaba todo madreado. Sacó del refrigerador una cerveza y se la tomó de un trago, luego abrió otra y se encerró en el cuarto de mi mamá. Yo entré y le dije que el bóiler no servía. Nada más alzó los hombros y me ordenó cerrar la puerta. Senté a Ana en el sillón y para entretenerla le di unos carros y unos soldados viejos que ya no me gustaban. Fui por agua a la cocina y en el reloj vi que eran las cinco. Prendí la tele porque ya no tardaba en empezar mi caricatura. Recordé que los cyborgs del doctor Malvado estaban a punto de ganar la batalla. Pero el Robot bueno soltó sus manos de misil y mató a muchos; otros, los más cobardes, huyeron.

      Terminó el capítulo y vi que Ana no estaba donde la había dejado. La llamé. No contestó. Fui a la cocina y ahí tampoco la encontré. Me asomé al baño y nada. Volví a la sala asustado pensando que se había salido de la casa, pero de repente la vi que venía de atrás del sillón. Me acerqué, le dije regañándola siéntate a ver la tele y la jalé del brazo. Miré que traía algo rojo en la boca. Ábrela grande, di a. Metí los dedos, toqué su lengua babosa y con mucho asco le saqué unos pelitos rojos. Me asomé atrás del sillón y vi a Cerillo con el pelo arrancado. Lo levanté. No dijo nada, sólo se quejó. Lo envolví en un trapo, con mucho cuidado lo metí a su caja y lo escondí debajo de la cama. Le dije a Ana eso no se hace y le di de nalgadas hasta que me dolió la mano. Ella lloró y gritó tan fuerte que despertó a mi tío. Él salió enojado, me gritó hijo de la chingada y me dio un sopapo. ¡Pinche güey!, le dije y cuando vi que venía hacia mí corrí a encerrarme en el cuarto.

      Desenvolví a Cerillo: tenía la cara muy pálida. Los pocos cabellos que le quedaron estaban pegados con saliva a su cabeza y parecían hilos de sangre. Sus ojos permanecían muy abiertos, asustados. Lo levanté con cuidado y sentí en mis manos su cuerpo frío, completamente apagado. Apreté los puños y le pegué al colchón hasta cansarme. Mi tío tocó la puerta y le grité que se largara. Ojalá se muera la pinche puta de Ana, pensé.

      Mi mamá llegó y le conté lo que había pasado. Ella ni siquiera me volteó a ver. Que yo era un berrinchudo, que le había pegado a la niña, que no sé cuántas cosas le decía mi tío. Fui por Cerillo y se lo enseñé, pero ella no hizo nada. ¡Me lo regaló mi papá!, grité. Vete a tu cuarto y dame ese chingado muñeco, y me lo arrebató para echarlo arriba de la vitrina. Escuché el azotón que dio el cuerpo de Cerillo: sentí que se me agrandaba el ombligo y entraba aire. Mi mamá estuvo a punto de darme una nalgada, pero mi tío, como se dio cuenta de que mi enojo era también mucha tristeza, le dijo ya déjalo en paz. Sacó su cartera de cuero y me dio uno de a cien: Ándele, cabrón, pa que se compre otro.

      Aventé el billete al suelo y me largué a mi cuarto. A nadie le importaba la muerte de Cerillo, y a mi mamá menos, a ella ni siquiera le hubiese importado si yo moría. Y era culpa de Ana porque ella lo mató. Ojalá que la lumbre de Cerillo le queme la panza: la odio, la odio, pensé y al mismo tiempo lo dije en voz baja; se me salieron esas palabras como burbujas de veneno que debían ir a explotar en su cara. Entonces me acosté en la cama mirando el techo e imaginé su muerte. Fui a mi cueva y ahí estaba ella: la vi sentada y de repente un misil invisible le daba en la cabeza y se le salía toda la sangre. Lo imaginé una y otra vez casi de la misma manera, a veces sólo cambiaba el color de su ropa.

      Al otro día mi mamá preguntó si ya había pasado el berrinche. No le contesté. Le pedí a Cerillo y dijo no te lo voy a dar hasta que te levante el castigo.

      Toda la semana, en las tardes, cuando mi mamá iba al hospital me pasaba a dejar con doña Carmela porque ella se ofreció a cuidarme. Yo no necesitaba que nadie cuidara de mí, y menos esa señora que se le pasaba haciendo carpetitas: ¿Para qué hace más?, le pregunté, y ella se rio y dijo te voy a enseñar cómo se hacen, pero nunca me dejó agarrar lo ganchos porque me podía lastimar, decía. Yo ya deseaba que fuera sábado para que mi mamá me regresara a Cerillo, y así poder enterrarlo.

      El sábado me levanté y vi por la ventana que el cielo todavía estaba azul oscuro. Fui a revisar el reloj de la cocina. Eran las seis. Entré al cuarto de mi mamá y le dije que era sábado, que si podía agarrar a Cerillo. Ella movió la cabeza diciendo que no y luego dijo duérmete