Más patatas y menos prozac. Kathleen DesMaisons

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Название Más patatas y menos prozac
Автор произведения Kathleen DesMaisons
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9788418531279



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muerte de mi padre, todos colaboramos para crear el mito familiar de que había muerto repentinamente de pancreatitis. En realidad, el alcoholismo lo había ido deteriorando a lo largo de cinco años, pero en la familia nunca hablamos de eso. Nos limitamos a seguir adelante con nuestras vidas, ocultando nuestras heridas; cada uno tratamos de encontrarle sentido a la tragedia por nuestra cuenta.

      Mi historia me ha moldeado profundamente. Debido al comportamiento alcohólico de mi padre, aprendí a prestar mucha atención a las dinámicas interpersonales que me rodean. Aprendí a «leer» inmediatamente la temperatura emocional de casi cualquier situación. Aprendí a madurar temprano, a convertirme en una triunfadora, a ser la heroína de mi familia. Y, sobre todo, aprendí las reglas inviolables de una familia marcada por el alcoholismo:

      «Lo que ves no está ocurriendo en realidad».

      «Todo está bien, aunque sientas otra cosa».

      «No hables de ello. No sientas. No lo compartas».

      Aprendí a vivir en medio de la contradicción. Seguí confrontando la discrepancia entre lo que la gente que me rodeaba decía que era verdad y lo que experimentaba en mi cuerpo y en mi corazón. Me enfrenté a mi madre por las mentiras que impregnaban nuestra vida en familia. Me enfrenté a mis maestros religiosos por la diferencia que había entre lo que decía la Iglesia y la forma en que actuaban las personas. No paraba de hacer preguntas sobre la distancia que había entre lo ideal y lo real. Estudié todo lo que pude en mi esfuerzo por encontrar una solución a esta discrepancia. Quería vivir según lo que creía y quería que el mundo hiciera lo mismo.

      A los diecinueve años, soñando todavía con la familia perfecta, me casé y tuve tres bebés muy seguidos. Pero la distancia entre mi vida ideal y mi vida real aún era grande: aunque era inteligente y me iba bien tanto en la universidad como en mi papel de madre, experimentaba cambios de humor extremos y caídas de energía repentinas. A veces rebosaba confianza en mí misma, tenía la mente clara y no experimentaba problemas de concentración. En otras ocasiones entraba en una especie de realidad imaginaria y me olvidaba de comprar leche para los niños. Mi marido pensó que se había casado con la doctora Jekyll y que también había acabado conviviendo con la señora Hyde. Se preguntaba cómo era posible que tuviese unos cambios de conducta tan rápidos. En cuanto a mí, no me daba cuenta de mis propios comportamientos, en realidad. Estaba bien entrenada para pasar por alto las disfunciones, incluidas las mías.

      Mi matrimonio dejó de funcionar cuando mi hijo pequeño tenía seis meses. Ni mi joven marido ni yo sabíamos cómo hacer que una relación funcionase, y tampoco cómo pedir ayuda, por lo que el divorcio parecía la opción lógica. De nuevo soltera, regresé a la universidad, me puse a trabajar a jornada completa y abordé la tarea de criar a mis hijos. Por la noche, después de acostarlos, me sentaba en el sofá con un cubalibre y palomitas de maíz, leía filosofía y doblaba la ropa.

      A los veintiséis años, padecí una mononucleosis que me dañó el hígado. Como mi hígado no estaba bien, me sentía fatal cuando tomaba alcohol y dejé de beber. Fue una decisión drástica, pero probablemente me salvó la vida. Como la mayoría de los hijos de alcohólicos, era una presa fácil para el alcoholismo. La química de mi cuerpo estaba condicionada a necesitar el alcohol; sin embargo, si hubiera seguido bebiendo, habría dejado de usarlo para consolarme, habría entrado en un estado de dependencia y habría acabado siendo alcohólica.

      Pero la abstinencia del alcohol me empujó a otro tipo de adicción. Las características de mi bioquímica cerebral y mi baja tolerancia al dolor seguían estando ahí aunque no tomase alcohol, y encontraron otra forma de manifestarse. El alcohol en sí aún no me había enganchado, pero sí lo habían hecho el azúcar, los helados, la pasta, el pan y los refrescos. Estos alimentos aparentemente inofensivos me envolvieron en un capullo tan espeso y adormecedor que nunca eché de menos el alcohol.

      Cuando terminé la carrera universitaria, pasé a cursar un máster en administración y asesoramiento. Al ser hija de un alcohólico y presentar un alto rendimiento académico, me contrataron como directora de un programa no lucrativo incluso antes de terminar el máster. Dieciocho meses después me ascendieron y pasé a supervisar a cien miembros del personal. La imagen que ofrecía era la de una persona triunfadora, competente y cualificada, pero era totalmente adicta al azúcar. En mi interior, estaba huyendo de mis propios sentimientos. Había un enorme remolino de dolor debajo del desparpajo con el que me manejaba. No era consciente del impacto del alcoholismo de mi padre en mí y no tenía ni idea de que los aspectos bioquímicos estaban dirigiendo mi vida.

      Finalmente, a los treinta años, no pude seguir ignorando mi dolor. Me di cuenta de que necesitaba ayuda y empecé a ir a terapia. No tenía los conocimientos que me permitiesen entender mi dolor, así que recurrí a los dónuts, me mudé a otra ciudad y conseguí un nuevo empleo. Pensé que quizá una nueva vida mejoraría las cosas. Pasé a vivir cerca del océano y encontré consuelo en el mar. Había una heladería al lado de mi nueva vivienda y hallé alivio en los helados. Engordé. Y seguía siendo la doctora Jekyll y la señora Hyde. Cuando era buena, era muy muy buena, y cuando no lo era, me desmoronaba. Hice todo lo posible para mantenerlo todo en orden, pero cuando llegué a los cuarenta, me di cuenta de que mi vida se vendría abajo si no encontraba la manera de afrontar mi dolor. La brecha que siempre había habido entre mis sentimientos internos y mi vida externa se había extendido hasta el límite.

      Mi solución entonces fue mudarme a California, donde la suavidad de las colinas, el sonido del mar y la apertura de la gente me tranquilizaron. Reconecté con la niña que había dentro de mí a la que le encantaba nadar, bailar y reír. Empecé a sentirme bien conmigo misma, pero mi peso y mis cambios de humor continuaron atormentándome. Leí cientos de libros, asistí a docenas de grupos y seminarios y llené de poemas innumerables cuadernos. Pero por más trabajo interior que realizara, parecía estar librando una batalla perdida. Pensé que el problema era que me faltaba fuerza de voluntad. Cuando desarrollé la suficiente disciplina, pensé que todo iría bien; sin embargo, a medida que iba pasando el tiempo y las cosas no cambiaban, me fueron embargando sentimientos de ineptitud cada vez más profundos.

      A pesar de, o quizá debido a, una sensación interna de desesperanza, seguí comprometida a ayudar a otros a sanar. El condado en el que trabajaba me pidió que pusiera en marcha un centro de tratamiento para alcohólicos y drogadictos. Me pareció que era como «volver a casa», y aproveché la oportunidad. Cuando la clínica estuvo operativa, a menudo salía de mi despacho para trabajar directamente con los pacientes. Los alcohólicos que acudían a nuestra clínica reflejaban tanto la historia de mi padre como la mía. Intentaban evitar que sus vidas se hundieran bajo sus pies.

      Empecé a entender realmente el alcoholismo y la adicción a las drogas cuando oí las voces de esas personas y escuché sus dolorosas historias. Lo que aprendí fue que lo que estábamos haciendo (ofrecer asesoramiento y grupos de apoyo, y rogarles a los pacientes que optaran por la abstinencia) no funcionaba especialmente bien. Incluso el «buen» tratamiento dirigido por profesionales sensibles, atentos y capacitados no ayudaba mucho. Nuestros pacientes seguían recayendo a pesar de sus mejores intenciones de seguir el programa. Nuestra tasa de recuperación no superaba el promedio nacional. Necesitaba saber por qué.

      Cuanto más escuchaba a nuestros pacientes, más me sorprendía la desconexión que percibía entre lo que les oía decir y lo que sentía. Sabía, en lo profundo, que la adicción al alcohol no tenía que ver con la falta de fuerza de voluntad. Sabía que la bebida no era solo una salida fácil, una forma de escapar de los sentimientos desagradables. Ocurría algo más. Y estaba convencida de que si descubría la razón de esa desconexión, nuestro programa de tratamiento del alcoholismo podría tener éxito.

      Al mismo tiempo, había una discrepancia preocupante entre mi trabajo en la clínica y mi propia vida. Aunque llevaba dieciocho