Название | Informe Spagnolo |
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Автор произведения | Pedro Jesús Fernández |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418230127 |
—Parece que la gente no distingue, y mira que cuesta, ¿eh?
—Un periodista debe luchar hasta el final, hasta el último aliento por defender sus ideas y principios. Un periodista debe tener claro que pueden dejarle sin un lugar donde escribir o hablar, donde contar los hechos tal cual suceden, sin manipulaciones. Si esto pasa, cuando no se puede más, a otra cosa. Yo tengo un sentido de la vida muy existencialista. De niño quería ser periodista, y lo conseguí. No pienso en mañana, vivo el día a día. El lunes cinco cumplí 41 años. Cuando no pueda seguir haciendo lo que me gusta y como creo que debo hacerlo, ese día lo dejaré.
—¿Con qué abres mañana?
—Con lo que sea noticia, guste o no al poder. Aunque tenga entrevistas concertadas, las levanto y me meto a fondo. A Luis y a Federico les digo que el único mandato que acepto es el de la actualidad.
Antonio dio por concluida la cena, tenía prisa por irse a descansar. A las cinco volvía a la carga al frente del informativo matinal más escuchado en España, que el jueves 29 de febrero del 96 tuvo que iniciar con una terrible noticia.
«En las proximidades de Bailén, el choque entre un turismo y un autocar se cobró la vida de 29 personas. Un Opel Kadett se salió de su carril y chocó frontalmente contra el autobús que, procedente de Sierra Nevada y con 58 pasajeros a bordo, regresaba al municipio bailense. La colisión originó un incendio en el turismo que se extendió rápidamente, haciendo que 29 personas fallecieran carbonizadas. Los conductores de ambos vehículos murieron en el acto. Manuel Fernández González, de 48 años, llevaba el autobús, propiedad de la empresa Navarro Andaluza S.L. El turismo, un Opel Vectra de menos de un año de antigüedad, era conducido por Ignacio Arauz de Robles Rodríguez, de 32 años, hijo de una familia ganadera de Jaén. Su cuerpo fue trasladado hasta el tanatorio de Linares para que se le realizase la autopsia.
»El mecanismo automático de apertura de las puertas del autocar solo funcionó en el caso de la delantera. Los pasajeros de la parte posterior quedaron atrapados, y el autobús ardió con más de la mitad del pasaje dentro y ante la mirada impotente y desesperada de los que lograron salvarse. José Antonio Castillo, un empleado de 20 años de la gasolinera situada junto al lugar del accidente, escuchó un fuerte golpe, seguido inmediatamente de una explosión. Fue él quien avisó a la Guardia Civil y recibió a la primera persona que había conseguido salir del autobús: una niña de unos seis o siete años que caminaba hacia él después de ver morir a sus padres».
El tratamiento de esa y otras muchas informaciones por parte de Antonio Herrero Lima hizo que se mantuviese como líder indiscutible hasta que, en mayo de 1998, perdía la vida mientras practicaba buceo en las aguas de Marbella. Su pronóstico se cumplió: José María Aznar, a los dos años de llegar a la Moncloa, estaba pidiendo, Habano en mano, la cabeza de Antonio a Luis Herrero y Federico Jiménez Losantos. No hizo falta que le traicionasen.
III
Pedro, desde casi siendo un crio, muchísimo antes de relacionarse con personas como Antonio Herrero, era muy exigente consigo mismo. No hizo caso a lo sentenciado por Elbert Hubbart: «No te tomes la vida demasiado en serio, nunca saldrás vivo de ella». Pensaba que tenía tantas cosas por hacer, y que disponía de tan poco tiempo, que aplicó a rajatabla lo que escuchó decir a su padre: «Res, non verba»[4] .
También le pareció imprescindible vivir siguiendo el consejo de Martin Luther King, según el cual, «Nadie se nos montará encima si no doblamos la espalda». Así es que, cuando las cosas se torciesen, haría lo que su madre le aconsejó: «Afrontar las adversidades sin perder nunca la esperanza», y, por añadidura, lo proclamado en El Quijote: «Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a amargas dificultades». No morderse la lengua fue siempre otra de sus máximas, salvo en el caso que hubiera que aplicar la recomendación de Groucho Marx: «Es mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas para siempre».
A la hora de referirse a la franqueza, Pedro consideraba que esa característica humana o manera de ser, llevada hasta sus últimas consecuencias, podía acabar deparando sorprendentes revelaciones, como aquella acaecida la noche de bodas de unos recién casados: él torero y ella modista:
—María, no sabía que no fueras virgen.
—Manolo, ni yo que te faltara un huevo.
—Lo mío fue en una corrida.
—Pues lo mío también.
El chiste, de los poquísimos que lograba retener y mal contar era tan simple como la anécdota sobre Moratinos en el Ministerio de Exteriores donde, al detectarse que los archivos estaban saturados de papeles, decidieron tirar documentos. Una secretaria dubitativa sobre la utilidad de unos legajos, le preguntó:
—Señor ministro, ¿tiramos también estos expedientes?
—A ver... pues... no sé... Bueno, tírelos, pero antes haga una fotocopia por si acaso.
Soltar una sonora carcajada era algo habitual en Pedro para acentuar su estado de buen humor, como también expresarse con tono duro cuando la situación así lo requería. Por ejemplo, el día en que decidió embarcarse en un asunto de tanta enjundia como escribir una novela. Yo no voy a hacer —le dijo con seriedad a su mujer— una retahíla o refrito de artículos de opinión y colocarlos en fila india como tantos periodistas. O escribo una historia que merezca la pena o me quedo quieto.
Así que se propuso poner negro sobre blanco, sin más límites que los dispuestos por su memoria, todo lo acontecido en su vida: fuese bueno, malo, regular, fértil o estéril, chanchullesco o versallesco, decente o indecente, refinado o vulgar, todo, absolutamente todo lo iba a contar. Estaba seguro de que el miedo que le hizo a veces —pocas, pero aun así demasiadas— claudicar, vender gato por liebre, relativizar clamorosas injusticias y difuminar fechorías ajenas, ese miedo estaría en otros, pero, en él, desde luego que no. A consecuencia de ello, uno de los párrafos del primer capítulo debía incluir una lección de sabiduría contada por aquella que más y mejor le conocía, y a la que, por mucho que se empeñase, jamás podía engañar: su conciencia.
—Pedro, si te dieran a elegir entre ser siempre libre o nunca sentir miedo, ¿qué elegirías?
—Por supuesto que ser libre toda mi vida. Amar a quien quiera, trabajar en lo que me plazca, comer y beber lo que me apetezca, viajar donde guste. Cosas que siempre he deseado. Carecer de miedo no me preocupa, soy una persona valiente.
—Has elegido, como dices, aquello que más ansías, lo que crees que te falta. Una libertad perenne de la que, sin embargo, no podrías disfrutar, aunque te fuese concedida conforme a tu elección.
—No estoy de acuerdo porque, si como decías, se me concediese la facultad de ser libre, nadie me podría impedir actuar libremente.
—Lo acabas de decir. Nadie te lo impediría. Pero, insisto, no podrías actuar libremente.
—¿Qué me lo iba a impedir?
—El miedo.
—Ni hablar. Te he dicho que soy una persona valiente.
—No lo dudo. Pero ante una situación de riesgo como encontrarte delante de un león, ser libre supondría poder decidir si enfrentarte o salir huyendo; mientras que carecer de miedo te garantizaría seguir tu camino sin prestar atención al animal. La libertad y el miedo son conceptos abstractos que luchan en nuestro interior. El primero, la libertad, deserta o queda amputada o atenazada por el miedo. Solo cuando este desaparece de nuestra mente actuamos libremente. Dicho lo cual, ¿quieres elegir otra vez?
Esa segunda vez, Pedro aseguró que habría elegido nunca sentir miedo.
Tras una breve pausa hecha con toda intención, prosiguió profundizando en cómo