Informe Spagnolo. Pedro Jesús Fernández

Читать онлайн.
Название Informe Spagnolo
Автор произведения Pedro Jesús Fernández
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418230127



Скачать книгу

Sociedad Olímpica Jiennense —club que antecedió al Real Jaén— disputó en categoría nacional, considerada entonces la Tercera como tal.

      —Te digo que fue contra el Algeciras. Lo recuerdo porque ese domingo, 29 de octubre del 44, empatamos a dos.

      —Te equivocas de mes y de año. La Olímpica debutó en Tercera el 26 de septiembre, perdiendo en casa del Onuba de Huelva 4-0. Jugamos con la Balompédica Linense, con el Hércules de Cádiz, al que ganamos también 4-0 precisamente en la cuarta jornada; el Atlético Tetuán, Coria, Málaga, Algeciras, el Linares Deportivo y el Córdoba.

      —Lo que yo te he dicho, el Algeciras aquel año nos empató.

      —Que no, hombre, que no. Es cierto que en el grupo ocho de Tercera nacional estaba el Algeciras. Allí perdimos 2-0, y luego, el 30 de enero del 44, le metimos 4-0. Esa temporada ascendió el Málaga, y nosotros segundos.

      —¿Seguro?

      —Segurísimo. La Olímpica debutó aquí, en La Victoria, el tres de octubre del 43, y le ganó al Córdoba 4-3. Me acuerdo estupendamente porque coinciden año y resultado.

      La discusión sobre el año del debut de la Olímpica en La Victoria acabó gracias a la aparición del capitán del equipo, el lateral derecho Juan Díaz Reina, llevado a hombros y con los brazos en alto, seguido de guardameta Marco, además de Jesús Laría, Ricardo, Blas Machado, Monterde, Solaegui, Salsamendi, Prados, Dolfi, Saavedra, Rafael Huertas, Lacalle y Zubitur. Todos, en el centro del campo, recibieron una cerrada ovación del repleto graderío de tribuna. La siguiente temporada, un gran equipo dirigido por Manolo Ruiz Sosa, cuya ficha anual ascendía a un millón de pesetas, a la que había que sumar un sueldo mensual de 40000, hizo vibrar de emoción a Pedro como socio en las gradas de preferencia. Soñaba con poder, de mayor, emular a José María García, a quien vio por primera vez en persona el 28 de noviembre de 1976.

      El periodista se había trasladado a Jaén para comentar a pie de campo el «partido de la jornada», todo un derbi regional de Segunda División en el que se enfrentaban el Real Jaén y el Cádiz. Esa tarde estuvo más pendiente de los gestos y movimientos con micrófono y enormes auriculares de José María García que del partido, que concluyó con empate a dos. Otra soleada tarde aplaudió una remontada apoteósica al Rayo Vallecano, que se había adelantado en el marcador a los tres minutos. La escuadra jiennense, en la que sobresalía el mediocampista onubense Ángel por su excepcional toque de balón, la completaban Aguinaga, Martin Vila, Laría, Monterde, Sánchez, Machado, José Luis, Lacalle, Flores y Zubitur. Esa campaña, el Real Jaén estuvo en condiciones de ascender.

      En su programa nocturno de la cadena SER, a continuación de Hora 25, Butano era inigualable.

      Lanzaba diatribas de estilo inconfundible, mordaz, con apelativos como «chupópteros», «botarates» o «abrazafarolas» hacia Pablo Porta y José Plaza, máximos dirigentes de la Federación Española de Fútbol y del Comité Nacional de Árbitros. García escudriñó un controvertido caso desatado a la conclusión del campeonato liguero 76/77. Todo arrancó con el fichaje del delantero centro Paco Flores, procedente del Español de Barcelona, cuyo rendimiento fue excepcional para la magnífica clasificación obtenida por el Real Jaén.

      Los términos del acuerdo alcanzado entre los presidentes, rubricados también por el futbolista, establecían que el club catalán podía recuperar al jugador abonando los mismos cinco millones que había recibido del conjunto jiennense para ficharlo. Dando por hecho que esta opción no la ejercería el Español, José María Carrasco, presidente del Real Jaén, acordó con la U. D Salamanca el traspaso de Flores, quien, igualmente conforme, estampó su firma. Una escandalosa duplicidad de contratos y ficha de un mismo jugador en dos clubes que mereció encendidas críticas de García.

      El caso es que aquel domingo de agosto, sobre las cinco y media, en el chalet a medio terminar del Puente Tablas, una vez entornada la puerta del trastero con techo de uralita para, en caso muy improbable de que corriese algo de aire, pudiera colarse por ese diminuto espacio, Dulce advirtió a Pedro que era la primera vez que jugaba a las damas porque —según enfatizó en un elocuente tono de marisabidilla— las entendederas lúdico-recreativas de Quijano —así se refería a su novio recluta— no iban más allá de la brisca.

      Tales precisiones resultaban tremendamente difíciles de atender debido, primordialmente, al rítmico vaivén, casi hipnotizador, de la dorada medalla entre unos sabrosos pechos y esbeltos pezones que se manifestaban con absoluta disposición y plena capacidad de reventar la prenda de baño de la Montuno, que, pertrechada de escaso mimo, colocó el radiocasete en una estantería con cacharros más antiguos que el humo, lo enchufó y tecleó el play.

      De inmediato, mirando insinuantemente a Pedro —cuyas retinas aún retenían el deleite frontal del que estaba siendo obsequiado en exclusiva— le preguntó si prefería blancas o negras, a lo que este respondió que le daba igual, que se amoldaba a lo que ella gustase. Acto seguido, la prima de Andrés Molina se dio resuelta y nada comedida media vuelta, inclinó severamente la espalda, extendió sus brazos y abrochó sus manos a la estantería. Finalmente, escenificando una dulce rendición coincidente con el melódico estribillo de Sweet surrender, dijo: «Venga, dale».

      El grito que pegó la Montuno tras el primer movimiento de Pedro sobresaltó en plena siesta a Sancho, a su contrayente y al matrimonio Molina, que, temiéndose lo peor, rogaron una oración por el alma de su hija y sobrina Dulce. Tardaron nada y menos en hacer acto de presencia en los aledaños del trastero. Dentro se encontraron una escena que dejó a los cuatro boquiabiertos y patidifusos. La Montuno en cuclillas, con los ojos fuera de las respectivas órbitas, sollozando de dolor y con el dedo índice —del que despuntaba una desconchada uña pintada en rojo pasión— señalando al causante de lo sucedido.

      Pedro, a medio metro —porque el trastero así lo requería— colorado como un tomate de huerta, tratando disimuladamente de ocultar con su mano derecha lo que parecía ser, que en realidad lo era, una maloliente mancha marrón en su bañador color maizena, sacó de su repertorio la cara de pánfilo, como dando a entender que no había tenido nada que ver con el grito y posterior pingo de su compañera en la partida de damas.

      Para salir del delicado impás, agachó la cabeza para interesarse por el estado de la Montuno, a la que, sofocada, seguía doliéndose del trasero. Parecía lógico que así fuera, sabiendo como sabía, según le había advertido su amigo Andrés, que se trataba de una moza borricotuna, pero muy sensible.

      III

      Lo perentorio —dada la gravedad del trance— era ganar tiempo con el que acicalar una coartada mínimamente convincente que, sin cancanear, le valiera para no dar pábulo en el Puente Tablas a habladurías que mitigasen el buen nombre que tenía la familia Molina, lo cual sería tremendamente injusto, conociendo como conocía la impoluta trayectoria del padre de su amigo Andrés como carnicero en el polígono. Una carnicería que le había recomendado poner su compadre Pepito Olid, quien llevaba muy a gala ser descendiente de Juan de Olid, escudero del condestable de Jaén, de cuyo señor se separó para servir los designios fijados por su majestad don Enrique IV, partiendo en busca de un unicornio, como tan profusamente narró Juan Eslava Galán. Esa fantástica novela, premiada y publicada por Planeta.

      Pedro tenía siempre a gala decir que fue la primera que leyó, consciente de que leía una novela y, que encima, le encantó. A Eslava, a quien ya siendo periodista llegó a entrevistar en más de una ocasión, solo le conocía entonces de vista, al cruzarse con el profesor por los pasillos del instituto Virgen del Carmen durante aquel curso académico 78/79.

      En su estreno como estudiante de 1º de B.U.P. la experiencia más esperada por cualquier pipiolo era participar en el entierro de la sardina, una actividad que se hacía coincidir con el último día lectivo antes de las vacaciones de Navidad. Los de niveles superiores se encargaban de recorrer los pasillos alentando al resto a desalojar las aulas y sumarse a un cortejo multitudinario encabezado por una especie de caja fúnebre.

      La