Название | La persistencia de la memoria |
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Автор произведения | Iván Ávila Pérez |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789566039730 |
Por un par de semanas, buscó desesperada las causas de aquel epílogo unilateral. Explicarse por qué en diez años, a pesar de todos sus intentos, no había podido darle un hijo, martirizándose hasta el ensañamiento, sin siquie-ra considerar la posibilidad de que el problema no fuera ella, sino él. En tanto, continuó colocándose la careta gla-morosa que acostumbraba llevar a todos los lugares don-de se encontraba con los amigos y comadres que Pablo le había asignado. Pero en el exterior que alguna vez fue su espacio de confort y distensión, percibió cosas que antes no había notado, cegada por la mentira en la que se atrin-cheró y que comenzaba a resquebrajarse: las sonrisas con-descendientes que apenas alcanzaba a divisar con el rabi-llo del ojo, los cuchicheos retorcidos, las miradas cínicas que la convertían en blanco posterior de pelambres y so-brenombres groseros; todo aquello, en los mismos sitios que recorrió en compañía de Pablo, en las calles, restora-nes y casas de su círculo de hierro y nefasta reputación. Algunos rompieron el juramento de lealtad y adulación, contándole con avergonzado acento, las historias que ella había anulado sistemáticamente, pero que completaban a la perfección el rompecabezas del carácter de un amor que se había tornado distante y oprobioso con el paso del tiempo.
Era domingo cuando decidió qué hacer con los des-pojos deformes de vida que le quedaban en las venas. Compró cuanto whisky pudo y se sentó frente a los cuatro parlantes del minicomponente a esperar la llegada de la guadaña dulce mientras escuchaba, una y otra vez, el Ré-quiem de Berlioz.
No era mucho lo que recordaba de esas semanas sa-zonadas por el licor, pervertidas por un velo inmanente que incluso distorsionó las imágenes que tenía de sí mis-ma encerrada en el departamento que arrendó en el barrio más anónimo de Estación Central para esconderse de ex-cusas, disculpas y regalos que de seguro la convencerían una vez más de seguir interpretando sus respectivos roles en aquella parodia cínica y circular. Abría los ojos y se levantaba ―del lugar donde hubiera caído la noche ante-rior― para repetir la rutina de destapar la siguiente bote-lla y sentarse en el sofá a escuchar la obra maestra de Louis Hector. Mientras trataba de adivinar si los ojos en el espejo eran los suyos, revivió el deseo poderoso que le encendió las entrañas en algún momento, guiándola hasta el baño armada con una navaja, con la firme intención de repetir la magnífica recreación hecha por David de Marat asesinado en su tina, y aunque ella no contaba con una Carlota Corday que le partiera el corazón, sí tenía el acero afilado y un trapo que le serviría de toca burlesca para completar la escena. Y ahí estaba, tratando de asimilar la corrupción de su cuerpo y de su alma, temiendo que las piernas le flaquearan en cualquier instante, sosteniéndose gracias a un tenue concepto de esperanza después de aquella patética simulación de muerte, rezándole a un dios ancestral para que arrojara certidumbres sobre aquel proyecto embrionario de venganza que concretaría como una antigua maldición.
En esos momentos, el equipo dejó de tocar a Berlioz y automáticamente abrió una banda radial que invadió el baño con las repetitivas escalas de un rap. Sara no encon-tró razones para mantenerse de pie frente a un reflejo que no le agradaba y dejó al espejo mirando la pared, mudo testigo del portazo seco y concluyente con que su plan comenzaba a fraguarse.
Juan se dirigió a la puerta más cercana y la golpeó con fuerza, como si quisiera erradicar la posibilidad de encon-trar un demonio o un fantasma.
Mientras los detalles de aquel instante sublime se ma-terializaban como alas de polilla, Sara deseó con vehe-mencia tener un lápiz y un papel para poder rescatar una porción de la esencia de aquel atardecer marciano desple-gado en torno a ellos como si fuese el globo ocular de un dios mirado desde adentro.
―¡Tenimos visita! ―gritó la vieja desdentada apenas abrió la puerta. Un brazo corrugado y venoso emergió desde las sombras azumagadas, arrastrando a Pérez al interior de la isba.
―¡Tenimos visita, niña! ―volvió a chillar la anciana. Una lámpara a parafina descubrió un metro y medio de carne fofa, envuelta por harapos que se habían acumulado unos sobre otros a lo largo de años incontables como ani-llos de sequoia. El rostro de la mujer, surcado por arrugas profundas como quebradas y extrañas escarificaciones geométricas en la frente y las mejillas, se hallaba desdibu-jado en una mueca de alegría tallada en su sonrisa sin dientes. Juan quiso acotar algo, pero la atmósfera genera-da por la madera rancia mezclada con el aroma volátil del combustible filtrándose desde la lamparilla, lo obligó a callar para devolver la bilis que le había llenado la boca.
―Buenas tardes ―dijo Sara e inmediatamente se apoderó de una de las dos sillas que servían como de-solada decoración para el cuartucho chato―. No se ima-gina lo cansados que estamos, ¿usted sabe dónde pode-mos pernoctar en este pueblo?
―Pero mijita, pa’ que se preocupa si aquí tenimos espacio de sobra, en esta casa vivimos mi hija y yo no más, y tenimos no sé cuántas piezas para alojar gente. Quédense aquí y nosotras les preparamos algo pa’ comer antes que se acuesten, porque deben tener un hambre…
Juan sonrió tratando de decir gracias, pero el temor a vomitar sin previo aviso, le impidió abrir la boca.
―¡Niña, venga a saludar a las visitas!
La mujer abandonó la habitación sin dejar de gritar. Sara se quedó observando el paisaje recortado por extra-ños ángulos y convergencias de luz y sombra. Juan termi-nó por tragar un concho de bilis que todavía tenía pegado al paladar y se sentó junto a ella.
―No voy a estar dando vueltas eternamente por el desierto ―comentó él.
―¿Y qué más has estado haciendo todos estos años?
Pérez tragó más saliva amarga y bajó la mirada. Sus zapatos lucían como rostros de momias gemelas. No la volvió a levantar hasta que la extravagante dueña de casa regresó acompañada por su niña; también vestía pedazos de tela que fueron adhiriéndose unos a otros para sobre-vivir, cubriendo un armazón de huesos tan prominentes que parecían estar a punto de rajar la piel macilenta y se-ca, resquebrajándola como si fuese papel maché.
La joven saludó con una reverencia anacrónica aun-que elegante, mostrando sus dientes desordenados a mo-do de trofeo, todos ellos colocados ahí de un manotazo, como si alguien le hubiese acomodado, no de muy buena gana, las piezas que había perdido su madre.
―Nos parecemos, ¿no cierto?
Sara rio a carcajadas, refrescando la atmósfera y lle-nándole los pulmones nuevamente de aire fresco traído de un milenario y encantado bosque. Juan no dijo nada y quiso que le salieran alas para volver a Santiago, armado con una ballesta uncida en poderes divinos para destruir a Niculcar, sus hordas furiosas y hasta las decisiones equivocadas que había tomado.
Alguna vez, el pueblo había sido conocido como Los Confines y hasta ahí llegaban los barreteros, acendradores, llaveros, canaleros y canchadores de los enclaves cerca-nos; lapidaban la fortuna paupérrima que ganaban sepul-tados en vida entre caliches ardientes que los embriaga-ban con sueños que jamás traspasarían la barrera amarilla que zanjaba la quimera que llamaban horizonte. Lo de-más, era la historia de siempre; el auge, caída y muerte que resume el transcurso ineludible formado por las ma-nos burlescas del destino manejado desde lujosos salones por rostros invisibles e impiadosos, siempre quitando más de lo que daban, como un tallador tramposo con las cartas marcadas.
Juan se balanceaba sobre un taburete, sosteniendo el plato de sopa que la vieja le había servido sin dejar de hablar, como si por fin hubiera podido abrir la boca sella-da desde el cierre de la última faena cercana, hacía veinte años. Y no dejó de hacerlo mientras él trataba de beber el caldo desabrido sin tocar con la lengua la cuchara oxidada que aún servía como ejemplo de la grandeza desahuciada del caserío. Embelesada, Sara escuchaba cada palabra que la anciana profería, acompañando sus décimas inconscien-tes con la música de sus encías sibilantes. Fue entonces que se dio cuenta de que tenía los dedos