Название | La persistencia de la memoria |
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Автор произведения | Iván Ávila Pérez |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789566039730 |
Jamás, decía, cometas el error de actuar por venganza y no juzgues los encargos del contratante, solo limítate a cumplirlos; asegúrate de no dejar testigos, ni siquiera ni-ños o mascotas. No hagas mejores ofertas que otros sica-rios ni compitas por una misma víctima y no consumas drogas ni alcohol durante un “trabajo”. Memoricé y apli-qué cada una de estas y otras máximas con estricta convic-ción por mucho tiempo, ya que eran fundamentales para mantenerme vivo, en especial, aquella inamovible que me ordenaba erradicar todo lazo emocional con cualquier ser humano… Hasta que conocí a Mabel y por primera vez en mi vida, sentí la necesidad de dejar las sendas tenebrosas y recorrer los caminos de la rectitud.
Eran casi las cinco de la mañana de un sábado dema-siado invernal. Una suave llovizna le colocaba velos a Ma-tucana cuando abrí la puerta del auto, permitiendo que ella tomara posición en el asiento trasero.
Su atractivo no radicaba tanto en los rasgos finamente labrados de su rostro marmóreo o en los movimientos felinos de su cuerpo grácil, sino en su actitud sombría e impenetrable, convertida en una cortina de hierro levan-tada entre sus afiladas pupilas pardas y el mundo que la rodeaba.
La observé con disimulo por el retrovisor, sin dejar de pensar cómo una mujer con esa belleza y singular actitud se había convertido en una puta y conocer esas razones adquirió insospechada relevancia desde el preciso instan-te en que la vi bajar las escalinatas de la antigua casona y subir al automóvil.
―Jamás hubiera imaginado que el nuevo chofer de Pablo fuera tan atractivo ―comentó ella, observando las gotas minúsculas que se estrellaban contra el parabrisas. Yo mantuve la vista fija en las luces disgregadas de la Alameda.
―¿No me vas a preguntar a dónde voy? ―inquirió ella.
―El jefe ya me lo dijo.
―-¿Y si no quiero ir donde ordenó tu jefe?
Nuevamente guardé silencio, el cuerpo comprimido en incompresible rictus.
―Tengo hambre y no voy a llegar a mi departamento a cocinar a esta hora. Conozco un lugar donde podemos comer algo, ¿me acompañas?
Un guiño y la forma en que arrugó la nariz al sonreír para reafirmar su propuesta fueron suficientes para desar-ticular las pocas defensas que me quedaban, así que seguí sus instrucciones.
Si hay algo de lo que jamás me arrepentiré será de haber visto aquel amanecer en compañía de Mabel. Lle-gamos al local cuando recién abría sus puertas; una pe-queña dulcería en las inmediaciones de Avenida Suecia, decorada con ornamentos naif y muros pintarrajeados con atosigantes tonos pastel que contrastaban brutalmente con nuestras prendas de cuero negro. Desde ahí vimos cómo la llovizna cedió paso a la luz del sol, primero matizada por las nubes en fuga y luego, esplendorosa, apoderándo-se del parque al otro lado de la calle. Nosotros, como si fuésemos viejos amigos, hablamos de los altos y bajos de la recién llegada democracia, las flamantes micros amari-llas, los precios de la ropa, combustible, cigarrillos y al-cohol, el mal estado de las calles del centro, lo monótono de las vidas del común de los mortales que nos rodeaban, mientras jugábamos a ser matones sanguinarios o mujeres fatales sin conectarnos demasiado con la realidad gris convertida en una madrastra perversa y egoísta que an-siaba colocarnos las manos alrededor del gaznate para ahogarnos con odio desatado.
De pronto, un rayo de sol se convirtió en estampida indómita dentro del salón vacío. Sus pupilas brillaron como si estuviese viendo una revelación celestial y sus labios se tiñeron con un fuerte carmesí que algo de color logró llevar hasta sus mejillas níveas. Me quedé mirándo-la mientras ella seguía con el rostro enfrentando esa fuer-za desatada y abrumadora que parecía derretir el hielo de la cordillera, bosquejando un retrato cuya belleza sería imposible de repetir.
La dejé frente al edificio donde vivía, de cara al Par-que Forestal. Mabel se despidió fríamente y estaba a pun-to de cerrar la pesada verja metálica de la antigua cons-trucción, cuando liberé la efervescencia volcánica que me conmovía las tripas desde que la vi.
―Si no te molesta, me gustaría que nos juntáramos otra vez.
―Ya sabes donde vivo.
Ese fue el diálogo que selló nuestro destino.
Amaneció. Las miradas y los gestos sutiles de Mabel explotando entre las formas retorcidas de la camanchaca en fuga, permanecieron dibujados por largos minutos en el paisaje apenas revelado, obligándome a continuar la búsqueda de Sara Valencia, la misma mujer que abordaba el camino desparejo despreciando el atardecer oxidado que teñía el maldito desierto convertido en dos gigantes-cas tetas entre las cuales avanzábamos como si faltara un neumático, mientras yo esperaba una epifanía que me asegurara que lo correcto era colocarle una bala en los se-sos, aunque el deseo de averiguar por qué debía asesinar-la, como nunca antes, aplacaba en creciente proporciona-lidad la idea primigenia con que había comenzado aquel viaje transformado en una renegada peregrinación.
Cada paso, costalazo
EL FRÍO MISTERIO. ELECTRODOMÉSTICOS
4.
El camino se extendía recto y preciso a través del pueblo, como si hubiese caído del cielo, partiéndolo en dos. Ni siquiera era un villorrio; era un cúmulo de casas abando-nadas, ordenadas milimétricamente en manzanas a la usanza inglesa tan común en la época dorada del salitre, aferradas a la berma con desesperación, afirmándose unas a otras, como si así se dieran fuerzas para sobrevivir a los embates del clima y el tiempo.
El sol arrasaba casi horizontalmente con el llano, ne-gándose al ocaso definitivo. Sara detuvo el auto. Recorrió la planicie que alguna vez había sido una plazoleta como si ya hubiese estado ahí, con los ojos apenas abiertos, lu-chando contra el viento que se empeñaba en continuar desmigajando el adobe calamitoso de las casas moribun-das. Juan hizo lo mismo, aunque su aplomo no era ni re-motamente similar al de la mujer, luciendo como un laca-yo a su lado.
―¿Es este el lugar que buscas?
La mujer sonrió tristemente antes de negar con la ca-beza.
―¿Alguna vez pensaste que te habías convertido en un fantasma? ―preguntó Sara, antes de encender un ciga-rrillo que él miró con ojos mendicantes. Ella le pasó la cajetilla.
―Sí, me había sentido así, precisamente antes de en-contrarme contigo ―replicó Juan, después de la primera bocanada.
“Yo también”, pensó Sara y quiso verbalizarlo, pero temió mostrarle parte de su intimidad en un momento que no consideraba adecuado. Recorrió con la mirada el paraje desolado, casi límbico, similar a un óleo de dimen-siones colosales, delimitado por claroscuros que anuncia-ban el anochecer que retardaba su arremetida con sadis-mo, recapitulando las señales de la epifanía que la lleva-ría finalmente a aquel espacio abierto y salvaje. Hostil y extraño.
No recordaba cómo había llegado al baño, pero sí que trató de equilibrarse por un instante al borde de la tina y que el cuerpo le pesaba como elefanta preñada. Fue por eso que su caída arrasó con la cortina plástica, y envuelta en ella fue a dar sobre las baldosas, entre pantanos de vómito reciente. El golpe en la cabeza le concedió oscuri-dad absoluta y acrecentó la velocidad de las vueltas verti-ginosas con las que quería desprenderse del cuerpo con-vertido en un vago remanente de caricias ajenas, pero tan rápido como la caída y la sensación de epitafio, llegó el primer parpadeo que trajo algo de luz a la borrachera pe-nitente.
Se levantó con dificultad, apoyándose en el muro. Observó la imagen reflejada en el espejo y quiso hacerla pedazos, pero apenas podía levantar los brazos. Fue así que vio las heridas en sus muñecas, desde las que mana-ban hilillos exiguos de sangre deslavada por el agua que todavía corría de la regadera, acompañando sus pensa-mientos con un ritmo incesante y monótono. Sara hundió dedos invisibles en