La persistencia de la memoria. Iván Ávila Pérez

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Название La persistencia de la memoria
Автор произведения Iván Ávila Pérez
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789566039730



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los desafíos que la llevarían a convertirse en profesora, una rutina que asumió desde la partida de su madre quizás como una evasión concreta que sepultara el pasado y que solo fue rota cuando cono-ció a Pablo, el animal de escaso tacto y toscas reacciones que se convirtió en su dealer preferido y que, poco a poco, con gestos de brusco e infantil romanticismo, fue ganando su aprecio, confianza, respeto y más tarde, su amor… La voz profunda y decidida de Niculcar validando una idíli-ca vida paralela más allá de los muros del apartamento y de la universidad, alejándola de los remanentes del dolor seco con que había llegado del norte, todavía le daba vueltas en la cabeza como un eco monástico viajando a través del purgatorio hasta sus oídos, abriéndose paso entre los rugidos del motor.

      Colocó el casete y el Réquiem comenzó su lenta arre-metida.

      ―Eso es… ¿Berlioz? ―atisbó Juan.

      Sara trató de contener la sorpresa ante el tino musical de Pérez, manteniendo la vista fija en el parabrisas. El In-troitus se apoderó de la atmósfera caldeada, ahogando las onomatopeyas mecánicas y el rasgueo del viento entrando por las ventanillas. No le hubiera molestado que Juan terminara con su vida en aquel instante; hacía años había decidido que esas eran las voces y las armonías que que-ría escuchar cuando rompiera el lazo que unía espíritu y carne, desde aquella tarde en que su padre compartió con ella un vinilo que recién había adquirido en una feria de Iquique: un álbum de 1969 que en sus surcos había plas-mado cada perfecto detalle de la versión del Réquiem in-terpretada por la Sinfónica de Londres, dirigida por la impecable batuta de Sir Colin Davis. Fue una jornada cómplice y ceremoniosa, casi ocultista, como tantas otras en las que disfrutaban de las emociones que les legaban películas, libros y discos. Pero nunca podría encontrar el momento ni el lugar ideal que había imaginado antes de comenzar la fuga inútil, destinada a terminar en callejones sin salida, aunque se encontrara en medio del paisaje más vasto del mundo. Por eso, asumió con resignación la amenaza de Juan que se había vuelto intermitente; el ca-ñón oscuro que apuntaba hacia ella se movía indeciso, dirigido por los vaivenes del sopor que luchaba por ven-cer al cipayo.

      En un universo paralelo, Sara se proyectaba a miles de kilómetros del sufrimiento que le provocó Pablo y de las pesadillas escritas en el pasado vívido, a punto de en-trar a un quirófano para cambiar las facciones de su rostro, ya con una nueva identidad en el bolsillo. Pero había ele-gido quedarse en el desierto, dando vueltas en círculos como un jote seducido por las corrientes espirales del viento, confortablemente sedada por su propia negligen-cia, asumiendo que no importaba a dónde tratara de huir, el Gitano, Juan Pérez o cualquier otro de los asesinos a sueldo de Pablo, de una u otra forma, llegarían hasta ella para cobrar venganza por la traición que él mismo había forzado, aunque la gran pregunta que debía hacerse en ese momento era por qué el hombre sentado a su lado, había cedido tan rápida y servilmente a sus palabras.

      No se atrevió a hablar hasta detenerse en la boca de uno de los tantos caminos abiertos en el desierto a expen-sas de la columna vertebral oscura por la que avanzaban en una cadencia sin destino; heridas malamente cicatriza-das de una guerra ganada por las dunas.

      El ramal estaba apenas signado por dos montículos de piedras desglosados por el tiempo. Echó mano al ma-pa que tenía en la cajuela, extendiéndolo sobre el volante, buscando en sus trazos, algún indicio que encajara con los difusos recuerdos fotográficos que tenía del paisaje que había visto a retazos hacía veinte años, cuando entre los vaivenes del camión militar y la capucha que le envolvía la cabeza, logró vislumbrar pedazos de desierto y señales carreteras, acurrucada sobre el pecho de su madre, en-vuelta en lágrimas, rechazo y una pena que hasta ese momento no lograba abarcar, menos traducir en palabras.

      El arma de Juan la observaba fijamente, perturbándo-la.

      ―¿Todavía crees que quiero huir? ―espetó Sara, vehemente.

      ―Traicionaste a Niculcar. No me culpes si no confío en ti.

      ―Sé que debo morir, Juan, y también sé que debe ser de esta forma. Lo asumí desde que dejé a Pablo. Es un camino que no puedo desandar y que tiene un único final que tú y yo conocemos, así que mejor guarda esa actitud de secuestrador barato para una persona que te la crea ―sentenció ella, acuciándolo con la mirada a desistir de amenazarla.

      Pérez observó el entorno abrumador, buscando una excusa que le permitiera mantener su insignificante venta-ja, pero no la encontró. Guardó la pistola en su espalda, bajo el cinturón.

      Ella volvió a ojear las líneas y puntos que apenas eran capaces de describir el paisaje. Aun sin conocer el término del viaje, analizó las opciones que tenía y optó por echar a andar el motor de nuevo, ascendiendo hacia la cordillera desdibujada por una naciente tormenta de polvo en don-de esperaba encontrar una señal milagrosa que la sacara de aquel laberinto; las huellas del pasado que quiso bo-rrar, pero que, en ese momento, se le hacían necesarias para darle un sentido, aunque fuera absurdo, a sus últi-mos días de vida.

      3.

      Cuando Sara salió de la carretera y decidió escalar la que-brada aplastada por la endeble alternativa de camino que se nos presentó, me limité a mirar el parabrisas para ver si algún bicharraco chocaba con el vidrio como en otras par-tes del mundo, pero no pasó nada. También pensé en las razones que terminaron por dejarme botado en medio del desierto, rogando por una lluvia milagrosa, para abatir el calor que me desconcertaba.

      Nunca me permití ser un hombre religioso. Aunque aprendí a leer y a escribir gracias a la Biblia que utilizaban los celadores del orfanato donde me críe, como libro de enseñanza, ley, sentencia y condena, jamás seguí las sen-das bienaventuradas del Señor. Fui de los que optó por recorrer los caminos tenebrosos que se anunciaban como infernales en las voces de los guardias militarizados que prometieron protegernos, mas, vulneraban hasta lo más íntimo de nuestros seres, frenéticos de poder e impuni-dad. De ahí, que no debían sorprenderme los baches que Sara atropellaba sin piedad y menos, haber decidido con-vertirme temporalmente en su copiloto en vez de su ver-dugo.

      La noche anterior a encontrar a Sara, luego de tres días de peregrinaje por el desierto siguiendo su rastro, casi morí de frío. Había guardado un último cigarrillo en alguno de los bolsillos de la mochila y lo busqué deses-peradamente, hasta dar con él. Estaba partido en dos, así que lo consumí por partes, masticando los pedazos dimi-nutos de tabaco que se escondían entre mis dientes des-pués de cada pitada. Cuando se consumieron las colas, me arrellané en el hoyo que había cavado en la arena y me cubrí con el saco de dormir, bastante inservible para la ocasión. El frío me estremecía, así que tuve que sentarme. Comencé a balancearme para ver si conseguía un poco de calor para combatir la saña con que el desierto y la noche me acosaban. Saqué la pistola y me concentré en limpiar-la; lo único que importaba era mantenerme en movimien-to y evadir las garras del frío, pero mis músculos se fue-ron entumiendo uno a uno, así que antes de permitir que la naturaleza me arrancara la vida, preferí ser yo quien tomara la iniciativa.

      Me coloqué el cañón en la sien, maldiciendo no haber cumplido el último y quizás el único objetivo real que había tenido en la vida, imaginándome como una falsifi-cada momia precolombina que sería hallada por extrate-rrestres unos cuantos milenios más adelante y sujeto de concienzudo estudio; pero antes de reventarme los sesos, quise irme del planeta con un buen recuerdo recorrién-dome las sinapsis postreras y regresé a la noche de julio que probablemente era el origen de todos los aconteci-mientos que me llevaron a aquel desdichado epílogo.

      Los sicarios rara vez llegamos a viejos y la principal causa de nuestras tempranas muertes radica en los lazos emocionales que estrechamos con las personas que nos rodean, abrumados por las convenciones sociales que se nos inculcan desde el grito primigenio en busca de oxí-geno; los sentimientos son una enfermedad que termina matándonos y una de las primeras cosas que me enseñó el Gitano, fue a prevenir y evitar esa peligrosa infección que podía llevarme a la tumba antes de lo deseado. Cuando me lo dijo, yo apenas tenía 16 años y él pisaba los 30, con-vertido en uno de los asesinos a sueldo mejor pagados del país y hasta con pedidos de Perú, Bolivia, Argentina y Brasil, en aquella época gloriosa en que las dictaduras de este lado del mundo endiosaban, protegían y mimaban a los