Ese chico. Kim Jones

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Название Ese chico
Автор произведения Kim Jones
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417972332



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pantalla táctil que me permite controlar la temperatura del agua, la luz, la música y el ritmo de los chorros.

      Me dejo llevar por la música melodiosa e instrumental y los chorros me calman de forma que casi me duermo, hasta que estoy arrugada como una pasa. Entonces, salgo. Pongo un poco de Maroon 5. Agarro una toalla del calentador. Casi me muero de un ataque al corazón. Me estiro en el suelo del pasillo para tranquilizarme porque las baldosas del baño tienen calefacción incorporada. Y luego, me paseo desnuda por el vestidor y elijo una de las camisas blancas con cuello abotonado que son mil por cien de algodón y parece que vaya vestida con una nube.

      Suena «Sugar»: ¡me encanta esta canción!

      Salto en la cama como si de un trampolín se tratara. Me dejo caer sobre la espalda y miro al techo. Me pregunto si esto es lo que haría la señorita Sims. Es evidente que no vive aquí. O, si vive aquí, no se viste aquí. A no ser que su habitación sea la que está cerrada a cal y canto. ¿Y si regresa?

      «No sigas por ahí».

      «No va a aparecer por aquí».

      «Son los designios del Señor».

      «Dios no dejará que regrese aquí».

      Pero ¿y si el señor Swagger no es el señor Swagger cuyos hijos quiero tener? Podría rozar los noventa años. Estar chaladísimo. Podría oler a naftalina, algo que dudo mucho, puesto que su ropa desprende el mejor olor a limpio que haya olido jamás, con un toque de esa colonia que no puedes comprarte en unos grandes almacenes cualquiera.

      «No es un viejo».

      «Es imposible».

      «Son los designios del Señor».

      Confío en Dios. De verdad, confío en Él. Pero de todos modos, inspecciono el apartamento en busca de una foto del señor Swagger. Solo para asegurarme. Después de rebuscar en todos los cajones y mirar en todas las habitaciones menos en la que está cerrada, acabo con las manos vacías.

      En el despacho, uso el teléfono y pulso el botón etiquetado como «Conserje» y Alfred descuelga al segundo tono.

      —¿En qué puedo ayudarla, señorita Sims?

      —¿Tenéis algún restaurante aquí que esté abierto?

      —No, señorita. No disponemos de restaurante en el edificio. Pero le puedo indicar alguno que esté en esta zona, faltaría más.

      —Vaya, no tengo muchas ganas de salir. Y parece que los únicos restaurantes de esta zona de la ciudad son muy caros… —«¿Qué clase de edificio tiene conserje pero no un restaurante?».

      Me echo el pelo tras el hombro. «Qué cutres».

      —En ese sentido no debe preocuparse, señorita Sims. Le puedo asegurar que no hay ni un solo restaurante en la ciudad en el que no pueda pedir para llevar. Puede pedir lo que quiera.

      Madre mía. El señor Swagger está muy bien conectado. Lo que significa que yo, como invitada suya, también.

      —¿Puedo sugerirle Alinea? Ofrecen el mejor salmón y terrina de todo Chicago.

      «¿Qué cojones es una terrina?».

      —Eh… Bueno, es que ya lo he comido en el almuerzo. ¿Conoces algún sitio donde ofrezcan buena pizza?

      —Por supuesto, señorita Sims. —Oigo cómo sonríe—. Dígame qué tipo de pizza prefiere y le diré cuál es la mejor.

      —Vale, es que me encanta la de pepperoni con mucho mucho queso. Y mucho mucho pepperoni. Ah, y Dr. Pepper.

      —Perfecto, señorita. Enseguida lo encargo y la llamo antes de subírselo.

      Cuelgo el teléfono, me doy una vuelta en la silla, voy a trompicones hasta el salón y me acurruco en el sofá con la enorme manta suave y esponjosa que está tendida sobre el otomano. Ahora lo mejor sería ver una película de terror. Pero soy incapaz de descubrir cómo demonios se enciende el televisor. Todavía estoy peleándome con el dichoso aparato cuando Alfred llega con mi pizza.

      Él enciende el televisor, me enseña cómo atenuar las luces e incluso se ofrece a traerme un vaso de la cocina para que me tome la bebida. Después, se marcha con la frase habitual de que lo llame si necesito cualquier cosa.

      «Joder, con Alfred… Qué majo es».

      Si algún día me decido a escribir una de esas novelas de juegos de rol con el típico hombre atractivo y mayor que hace de «papi» de la chavala de veinte años, lo usaré como inspiración.

      Tan solo tardo una hora en comprender que no es buena idea mirar una película de terror en un ático que tiene ventanales que ocupan toda la pared sin persianas ni cortinas.

      Cada pocos minutos, vuelvo la vista atrás y me da un miniataque al imaginar que la zorra espeluznante de la película me devuelve la mirada. Entonces, me doy cuenta de que solo se trata de mi reflejo, no de un esperpento a quien le vendría bien una ducha y una buena mascarilla para el pelo.

      Me repantigo en el sofá, que parece salido de la nave estelar Enterprise de Star Trek, pero que en realidad es cómodo. Dejo la pierna colgando por un lado y me subo la manta hasta la barbilla: estoy preparada para taparme los ojos a la próxima que algo o alguien aparezca de golpe en un pasillo oscuro de la película.

      Estoy totalmente preparada para que me haga cagarme en las bragas. Pero no estoy nada preparada para oír la voz que oigo al otro lado de la puerta ni el suave ruidito seco de la cerradura cuando esta se abre.

      ¿Sabes ese momento en que eres presa del pánico? ¿Cuando se te hace un nudo en el estómago y se te para el corazón y oyes un leve silbido en el oído porque te estás matando para descubrir qué es el ruido que te ha aterrorizado?

      Pues así estoy.

      «Pero ¿qué…?».

      No puedo tener más miedo del que tengo ahora mismo. Quizá por eso, mi cerebro activa el modo supervivencia y se centra en otra cosa que no sea mi miedo: la grave voz de tenor que retumba a mi alrededor. Entonces, se enciende una luz que me deja ciega unos segundos y después de pestañear del susto, mi cerebro empieza a comprender a quién pertenece la voz.

      Y joder, madre de Dios.

      Es él.

      Es ese chico.

      Capítulo 3

      Te podría decir que solo de verlo se me han puesto los pezones duros.

      Se me han contraído los muslos.

      El corazón se me ha partido.

      Y ahí abajo estoy empapada.

      Sin embargo, no hay ninguna necesidad.

      Porque en cuanto ves a este hombre, te pasa lo mismo seguro.

      «Ahora es cuando suena una música de retirada». Quizá algo de The Weekend. O la banda sonora de Tiburón.

      Y aquí, con un metro ochenta y ocho centímetros, ciento cuatro kilos, vestido con traje de Armani y una mirada que me mataría si fuera letal, tenemos a…

      «Mierda».

      —¿Eres el señor Swagger?

      Se pone las manos en las caderas.

      —Sí. Soy Jake Swagger. ¿Quién cojones eres tú? ¿Y qué demonios haces en mi casa?

      —Un momentito. —Levanto el dedo y me dejo caer de nuevo en el sofá, sin aliento.

      «Jake, Jake Swagger».

      Más sexy ya no puede ser.

      —¿Perdona? —«La madre, si es que es incluso más sexy cuando está confundido».

      —Solo… Solo necesito un momentito para la cabeza. Es algo que hacemos