Ese chico. Kim Jones

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Название Ese chico
Автор произведения Kim Jones
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417972332



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de un perro que lleva una bolsita llena de su propia caca en la boca.

      En el pueblecito en el que crecí, Mount Olive, en Misisipi, a nadie le importa dónde caga tu perro. Si por casualidad pisas una mierda, restriegas el zapato en la hierba hasta que consigues eliminar la mayor parte. Si entras en una tienda y ves que la gente se pone a olisquear, como si pensara «huele a mierda de perro», la reacción habitual es que todo el mundo compruebe sus zapatos. Entonces, es de buena educación que la víctima diga «soy yo». Y todo el mundo asiente y le indica dónde está la parcela de hierba más cercana.

      Sin embargo, ahora mismo me da la sensación de que estoy a miles de kilómetros de casa.

      Esquivo un parquímetro y casi arrollo a una mujer que lleva un cochecito.

      —¡Lo siento! —Levanto las manos y corro marcha atrás mientras me disculpo. La mujer me fulmina con la mirada y se agacha para bajar la cremallera y comprobar que su bebé está bien. Me siento fatal. Hasta que su chihuahua minúsculo estira el cuello adornado con un pañuelo hacia mí.

      «Joder…».

      Me cago en Chicago.

      Me cago en el perro.

      Me cago en la mierda.

      Me cago en Luke Duchanan.

      Han pasado muchos años desde que hice el ridículo en unos grandes almacenes y tuve que enrolarme en un curso de control de la ira. Sin embargo, aún oigo la vocecita del instructor cada vez que me cabreo.

      «A ver, Penelope, la única culpable de que estés en esta situación no es nadie más que tú. Repasemos lo que has hecho para llegar a este punto».

      Claro, venga. Repasémoslo.

      Luke Duchanan le robó el corazón a mi mejor amiga cuando ella vino a Chicago en un programa de prácticas de verano. Seis meses después, se lo rompió cuando ella lo pilló con la polla metida en el culo de otra. Mi amiga volvió a Misisipi. A mi apartamento. Y he tenido que ver cómo lloraba y gimoteaba y se tragaba todo mi vino durante estas últimas dos semanas.

      Así que cuando me contó que Luke tenía fobia a la caca de perro, supe qué debía hacer: llegar al límite de la tarjeta de crédito para volar a Chicago la víspera del peor tormentazo de nieve que ha asolado el estado de Illinois, poner un poco de caca de perro en una bolsita, prenderle fuego en el porche de casa de Luke y grabar cómo intentaba apagarla.

      Luego, subo el vídeo, se vuelve viral y le arruino la vida a Luke. Hago que mi mejor amiga, Emily, sonría. Nos vamos a un bar. Se lo explica a un chico que está más bueno que Luke. Echan un polvo en el aparcamiento. Emily supera su mal de amores. Y entonces, se muda a otra parte y me deja vivir en paz, joder ya.

      Sencillo, ¿verdad?

      Pues no.

      ¿Por qué?

      Porque es complicadísimo encontrar mierda de perro en Chicago, Illinois.

      Así, cuando me he acercado al montón de caca, con el brazo metido en seis bolsas de plástico gratuitas, el amo del perro me ha preguntado que qué hacía. Y yo se lo he dicho:

      —Mira, hombre, de verdad que necesito la caca del perro, ¿vale?

      Pero no creía que me fuera a perseguir por toda la ciudad, y en esas estamos. Y ni de coña se puede decir que nada de esto sea culpa mía.

      «Me cago en el control de la ira».

      Los ladridos del perro suben de decibelios. Me arriesgo a volver la vista atrás y veo que están cerca. Demasiado. Doblo enseguida la esquina a la izquierda y me meto en una calle todavía más concurrida y llena de coches. El aire abrasador me da de lleno en la cabeza y me acribillan ráfagas de viento ártico tan heladas que de verdad que noto cómo la neumonía se apodera de mis pulmones.

      Sin resuello, muerta de frío, con las piernas ardiendo y un dolor en el pecho, tomo una mala decisión. Abro la puerta trasera de una limusina negra y me meto en el asiento del pasajero. En cuanto se cierra la puerta, amo y perro pasan junto al coche. Suelto un suspiro de alivio.

      Que dura solo dos segundos.

      Estoy en el coche de otra persona.

      Todo es de cuero negro lustroso y asientos suaves. Tapicería limpia y ventanas tintadas. Hay una licorera cara llena de un líquido ambarino. La mampara de cristal también está tintada. «¿Estará el conductor al otro lado?». Pues claro.

      —¿Señorita Sims? —La voz retumba por los altavoces y me deja petrificada—. El señor Swagger me ha pedido que la lleve de vuelta a su apartamento una vez haya terminado de comprar. ¿Le gustaría volver ya?

      ¿Señor Swagger? ¿En serio se llama Señor Arrogante?

      Clavo los ojos en el interfono. Luego miro a la puerta. Luego al interfono.

      —Sí, por favor.

      «¿Por qué demonios he dicho eso? ¿Y encima poniendo acento? Si no soy de otro país. No estoy segura ni de dónde era el acento que he puesto. Siempre me lío…».

      —De acuerdo, señorita. Enseguida llegaremos.

      El coche se incorpora a la carretera y me da un ataque que me dura tres segundos:

      «¿Qué acabo de hacer?».

      «Soy idiota».

      «Qué calentita se está en este coche».

      «No me vendría mal beber algo».

      A la mierda.

      La bolsita de caca de perro está en el suelo y me agacho entre bamboleos en los asientos que tengo enfrente. La licorera pesa y me cuesta agarrarla. Me la meto entre las piernas y tiro con fuerza del corcho. Cuando la succión cede, se me escapa la mano y me doy un manotazo en la cara.

      —¡Joder! —Me aclaro la garganta—. ¡Joder! —Repito, intentando poner el mismo acento que antes.

      El whisky es tan fuerte que me escuecen los pelillos de la nariz cuando lo olisqueo con ganas. No estoy segura de si es buena o mala idea, pero me sirvo un vaso. O un dedo. Como sea que lo llamen. Me planteo añadirle hielo, sin saber cómo se supone que debería servirse.

      «Ojalá hubiera cerveza».

      Esta gasolina, que hay quien la llama licor, me quema de pies a cabeza. Pero tiene un sabor agradable y ahumado que perdura en la lengua. Muerta de ganas de dar el siguiente sorbo, me termino el vaso y, cuando se vacía, ya noto una sensación cálida que me invade el cuerpo entero. Y también me siento un poco más segura de las malas decisiones que me han llevado hasta aquí.

      A ver, ¿qué es lo peor que puede pasar? Voy en un coche. No hay ninguna ley que impida subirse a un coche para escapar de un frío que pela. Si me pillan, pondré una carita triste y les diré que soy pobre.

      Y no es mentira.

      Soy pobre.

      Razón de más por la que he hecho este viaje, aunque nunca lo admitiré ante Emily.

      Además de mi plan de búsqueda y captura, espero encontrar mi musa perfecta para escribir al fin esa novela erótica y romántica que hace meses que tengo en la cabeza. La típica novela romántica con un protagonista al que he bautizado como ese chico.

      Ya sabes, el típico director ejecutivo, poderoso y muy rico que además es sexy a rabiar. Vive en un ático de lujo. Es sensacional en la cama. Tiene chófer. La polla grande. Es un tanto imbécil, pero en realidad no lo es porque esconde un secreto inconfesable que descubres pasada la mitad de la novela, algo que explica todos sus demonios del pasado y revela por qué es como es y así, se redime por completo y hace que todos los lectores que lo detestaban lo adoren.

      El coche se detiene.

      —¿Señorita Sims? —Se oye por el interfono—. ¿Le gustaría que la acompañara arriba?

      —N… no. No será necesario.

      «¿Por