Más allá de la escuela. Группа авторов

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Название Más allá de la escuela
Автор произведения Группа авторов
Жанр Учебная литература
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Издательство Учебная литература
Год выпуска 0
isbn 9789878661773



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que contiene al sistema escolar: la familia, el matrimonio, el empleo, el desarrollo profesional y la misma maternidad, entendida como rol parcial y recortado, acompañante de procesos externamente configurados.

      Decidí no salir a trabajar y sostener, en cambio, la crianza en mi hogar, sin delegar dicha responsabilidad en ninguna institución. Esto significó deconstruir un largo camino prefijado, apoyado sobre creencias arraigadas a través de generaciones, que establecía que la libertad de la mujer estaba lejos de los hijos, y la de los hijos lejos de su hogar. Reafirmar nuestro vínculo como posibilidad de liberarnos implicó dar batalla en múltiples frentes.

      Casi todos los hábitos sociales y culturales se orientan a separarnos; no está bien visto que una madre decida proteger a sus hijos de todo aquello que no desea para ellos. Mi principal enfrentamiento fue con los hábitos de consumo. La escuela era parte de dicho consumo: el consumo cultural y educativo. Había algo en común a todas las opciones a disposición: la prevalencia de la aceptación y la asimilación, por sobre el cuestionamiento y la producción de realidades.

      No solo me negué a mandarlos a la escuela. Rechacé cualquier situación social que me obligara a callar mis opiniones y a resignar mis decisiones de crianza. Alrededor encontraba, una y otra vez, la reproducción del artificio y la ausencia de autenticidad en los vínculos, junto con la naturalización de la violencia sobre la infancia. Solo la plaza del barrio pudo ser, por un tiempo, el lugar para relacionarnos con otros en un ámbito más amplio que el del hogar. Allí podíamos hablar, cuestionar, expresar nuestro malestar.

      Fue en la plaza que comenzamos a reunirnos con otras familias que atravesaban vivencias similares a las nuestras. En estos encuentros, los niños tuvieron la oportunidad de participar de una reflexión compartida, fundada en una mirada crítica del entorno y en ciertas convicciones, mientras afrontaban el desafío de no descalificar ni estigmatizar a quienes tomaban distintas decisiones de crianza. Así, verificábamos constantemente la coexistencia de realidades, identificábamos diversos recorridos y ajustábamos en conjunto nuestros deseos y necesidades. Sabíamos que reconocer múltiples experiencias de vida posibilitaría entender las situaciones que nos circundaban como trayectos en proceso, y la nuestra también.

      Con el tiempo, fui tomando conciencia del vaciamiento ocurrido, a lo largo de generaciones, en nuestros contextos cotidianos. Durante las horas de la escuela y del trabajo, no había otra vida social posible: no estaba el padre ni los amigos, no había actividades para compartir; no había música, ni baile; no había comunidad. A su vez, la tarea del hogar se volvía desbordante. Cocinar y limpiar; hacer las compras; ordenar y lavar la ropa; cuidar, educar y dar contención a los hijos, era demasiado para una sola persona (y para dos, con una de ellas a tiempo parcial, también).

      Tomar nota de la historia que nos trajo a este límite de aislamiento y soledad fue mi tarea. Así ensayé mi tesis principal: las madres no somos lo mejor para nuestros hijos; somos, en todo caso, lo último que les quedó. Reconstruir la comunidad era un imperativo prioritario. Esto implicaba volver a juntar una a una las piezas y los fragmentos en que nos habían despedazado: nuestros cuerpos, nuestras voces, nuestras aptitudes y necesidades. Aquello que cada una de nosotras portaba de manera parcial era un fragmento de un todo que nos pertenecía a todas de manera integral. No éramos solas, no podíamos solas; era preciso hacerlo entre todas: reconstruir los lazos de multiplicidad y diversidad que nuestros hijos necesitaban para apoyarse y crecer de manera nutrida y compleja (no lineal, ni supuestamente eficiente o exitosa).

      Hacia la primavera de 2013, un grupo de madres logramos convocarnos en la plaza con el fin de explorar otras maneras de encuentro y abrir la pregunta sobre la educación. Convencidas de que muchas teníamos las mismas necesidades, hicimos circular una convocatoria por la red. La alimentación fue una de las primeras preocupaciones que pusimos en común y, durante dos años, nos animamos a diseñar y desarrollar imágenes, ideas y prácticas pedagógicas ancladas en nuestras incomodidades y convicciones.

      Buscábamos abrir momentos de conversación y reflexión entre nosotras, dar libertad de juego compartido a nuestras crías, y generar situaciones de intercambio y construcción de conocimientos para todos. Los primeros intentos fueron en la plaza, donde aprovechábamos el espacio público para incluir propuestas en el entramado cotidiano de otras familias. Allí organizamos talleres de semillas, juegos con papel y percusión. Al mismo tiempo, iniciamos una serie de exploraciones en mi casa: una ronda de música, un taller de costura, un espacio de cerámica.

      Estos intentos de construir comunidad nos permitieron percibir con mayor nitidez la dimensión de las condiciones que enfrentábamos: las distancias, las fracturas temporales, las dependencias económicas, los lazos familiares, los miedos propios y ajenos, las diversas prioridades. Advertir la superficialidad de los vínculos y la opresión a las que nos sometíamos en nuestra vida cotidiana en la ciudad era el paso siguiente y necesario en nuestro proceso de ruptura con las instituciones. Dar el salto a la comunidad exigía renunciar a todo en simultáneo. Requería, principalmente, construir un territorio: tiempo y espacio en común.

      Había llegado el momento de romper las paredes para poder seguir. Los niños precisaban un entorno continuo y profundo, que no podía darse en el universo social y cultural de la vida urbana. Algunas de nosotras habíamos logrado imaginar una organización laboral cooperativa, que hubiera podido darnos sustento y permitirnos prescindir del ingreso de nuestros empleos o de los empleos de nuestros compañeros. Pero dicha tarea demandaba un tiempo de dedicación del que la mayoría no disponía.

      Aquellas dificultades pudieron haber sido una oportunidad. El trabajo de estos años junto con el grupo de madres nos había llevado a comprender que aquello que perseguíamos era una ilusión: no había en el horizonte algo así como una escuela libre posible. Cualquier alternativa educativa suponía fragmentar los tiempos y los espacios de la vida y de la convivencia, y no era tal el mundo integrado en el que aspirábamos criar y vivir.

      Juntas habíamos confirmado las razones de nuestra incomodidad, fundante de nuestra decisión de no escolarizar y de nuestra necesidad de transformarlo todo a partir de esa decisión. Nuestra interrogación nos había permitido tocar los límites de las estructuras que nos oprimían. Comprendimos que la ciudad, como organización del tiempo y del espacio, era la expresión más acabada del ataque al territorio y la comunidad. Las distancias y dependencias que imponía entre nuestros cuerpos y nuestras necesidades vitales (alimento, energía, tierra, agua y otros seres vivos) eran, y son, las condiciones para que la explotación continúe sin término.

      A mediados de 2016, en medio de una profunda crisis emocional, mientras el gobierno cerraba por reformas nuestra plaza y fumigaba nuestros barrios como parte de su campaña “contra el dengue”, resolví dejar de esperar. Decidí migrar con mis hijos hacia un entorno donde la naturaleza hiciera la tarea que la comunidad humana no había logrado hacer. Nos fuimos de la ciudad, y ahora estamos viviendo cerca del monte, frente a los cerros.

      Aquí los niños recuperaron sus instintos como fuentes de motivación y de cuidado, y su experiencia se plagó de nuevos seres, complejos y diversos. Aquí hay proporciones y equilibrios; no hay masividad en los estímulos ni monocultivo de las mentes. Es la inquietud su guía, el descubrimiento y la emoción permanente; un aprendizaje