Alamas muertas. Nikolai Gogol

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Название Alamas muertas
Автор произведения Nikolai Gogol
Жанр Языкознание
Серия Vía Láctea
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788446049920



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consideración las patillas y las llevaban peinadas con gusto o sencillamente arregladas; o bien llevaban el óvalo del rostro afeitado muy al ras; también se sentaban de cualquier modo junto a las damas, les hablaban en francés y les hacían reír, también como en San Petersburgo. Otro tipo de hombres lo formaban los gordos y aquellos que eran como Chichikov, es decir, que no es que estuvieran demasiado gordos pero que, sin embargo, no estaban delgados. Éstos, por el contrario, miraban de reojo y reculaban de las damas y miraban sólo a los lados a ver si el criado del gobernador preparaba la mesa verde para jugar al whist. Los rostros de éstos eran rellenos y redondos, en algunos hasta había verrugas, alguno tenía también las marcas de la viruela, en la cabeza no tenían ni pelo ni tupé ni bucles, ni a la manera «que el diablo me lleve», como dicen los franceses..., tenían el pelo o muy cortado o liso, pero los rasgos de la cara eran más redondeados y duros. Éstos eran los funcionarios honoríficos de la ciudad. ¡Ay! En este mundo, los gordos saben llevar sus asuntos mejor que los flacos. Los flacos sirven mejor para misiones especiales o tan sólo están y se mueven de acá para allá; su existencia resulta en cierto modo sencilla, ligera y del todo frágil. Los gordos, sin embargo, nunca se interesan por los asientos torcidos sino por los completamente rectos y de sentarse en un lugar, lo hacen firmemente y con fuerza, de suerte que aunque el lugar comience a crujir y se combe por debajo de ellos, no se caen. Éstos no aman el brillo exterior; sus fracs no están tan bien cortados como los de los flacos; en cambio, en los cofres tienen la felicidad divina. Al delgado, en tres años no le queda ni un alma sin meter en la casa de empeños; el gordo, pacientemente, mira... y ya ha aparecido en cualquier sitio al final de la ciudad una casa comprada a nombre de su mujer; después, en la otra punta, otra casa; más tarde, una aldeíta cerca de la ciudad; luego, también un pueblo con todos sus terrenos. Finalmente, el gordo, que servía a Dios y al soberano, habiéndose ganado el respeto general, abandonará el servicio, se trasladará y se convertirá en propietario, en glorioso barón ruso, hospitalario, y vivirá; y vivirá bien. Y después de él, de repente, los delgados herederos malgastarán, según la costumbre rusa, todos los bienes del padre a toda velocidad.

      La atención del forastero la ocupaban sobre todo los terratenientes Manilov y Sobakievich, de los que ya hemos hablado antes. Se informó sobre ellos de inmediato, llamando un tanto aparte, al momento, al presidente y al jefe de correos. Algunas de las preguntas hechas por él dieron prueba no sólo de la curiosidad sino también de la precisión del invitado; pues, antes de nada, se informó de cuántas almas de campesinos tenía cada uno y en qué situación se encontraban sus propiedades y después ya se enteró de cuál era el nombre y el patronímico. En no mucho tiempo, se las arregló para cautivarles. El terrateniente Manilov, hombre aún no demasiado mayor que tenía unos ojos dulces como el azúcar que entrecerraba cada vez que se reía, estaba encantado con él. Le estrechó la mano durante mucho tiempo y le pidió de modo convincente que le hiciera el honor de venir a su aldea hasta la que, según sus palabras, había tan sólo quince verstas desde la ciudad. A esto, Chichikov, con una inclinación muy cortés de la cabeza y un sincero apretón de manos le respondió que no sólo estaba dispuesto a hacerlo con mucho gusto sino que lo consideraba un deber santísimo. Sobakievich dijo también algo lacónicamente: «Le pido que también a la mía»..., golpeando fuertemente con un pie en el que llevaba una bota de un número gigantesco para la que es poco probable que se pudiera encontrar en sitio alguno el pie correspondiente, sobre todo en el tiempo presente cuando en Rusia empiezan a caer en desuso los bogatyres.

      Otro día, Chichikov pasó la tarde donde el presidente de la Cámara, que recibía a sus invitados –y aquel día a dos damas– en bata, un poco manchada de grasa. Después estuvo una tarde en casa del vicegobernador; en una gran comida, en casa del otkupsik; en una pequeña comida, en casa del procurador, que por cierto valía por una grande; o en los entremeses, ofrecidos por el alcalde tras la misa, que también valieron por una comida. En una palabra, no se veía obligado a quedarse en casa ni una sola hora y a la posada llegaba sólo para caer dormido.