La Danza De Las Sombras. Nicky Persico

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Название La Danza De Las Sombras
Автор произведения Nicky Persico
Жанр Классическая проза
Серия
Издательство Классическая проза
Год выпуска 0
isbn 9788835400271



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observación, pensó, hasta que cruzó los ojos con el perro. Lo estaba mirando fijamente y era cierto que había notado su manera de escrutarles: su mirada parecía casi de disgusto.

      ¡Por todos los demonios! Se estaba dejando impresionar. Toda aquella emoción, incluso aquel cansancio, la caminata, el tren inesperado, y todo lo demás. Seguramente era así, ¡caramba! Y eso era sólo un perro. Con una mirada un poco humana, sí, pero siempre un cuadrúpedo privo de palabra.

      Miró hacia fuera y vio la luz alejarse poco a poco: ahora se estaban moviendo. No había trazas del vendedor de billetes jefe de estación sobre el arcén: se había oído, un poco antes, el austero y preciso triple silbido. Perfecto: habrá vuelto otra vez a su puesto.

      Se quedó tranquilo mirando a su alrededor.

      Continuaba, no obstante, sintiendo encima la mirada del perro. No tuvo el valor de comprobarlo y continuó repitiéndose que quizás sólo era una impresión.

      Y aquí estaba ahora. Dirigiéndose encantado a ninguna parte, la última noche de la última vez que hacía algo: ¡Qué emoción! La única posible, ahora ya, pero más que suficiente. Siempre mejor que al revés o incluso que el vacío que aturdía su mente. En aquellas jornadas ahora ya pasadas, aquellas veladas apagadas, aquellas noches vacuas y silenciosas, aquellas mañanas apresuradas, desequilibradas de tristeza a la luz de la mañana que chirriaba con su sordo no sentir nada. Nada.

      Nada en que soñar, nada que desear, nada que esperar y nada que imaginar.

      Nada era una palabra difícil de entender. ¿Cómo se hace para describir aquello que no sólo no existe sino que no está?

      Una palabra capaz de desbloquear los pensamientos en un círculo vicioso, si lo pensamos bien.

      Y sin embargo lo sentía dentro de él, la nada.

      ¿Cómo puedo sentir algo que no está?, se preguntaba.

      Sin embargo existe y absorbe todo alrededor de él: luz, color, música y vida.

      Una vorágine infinita e informe que lo devora todo, que aniquila, que destruye.

      Pero ahora no había ningún problema, afortunadamente.

      Soltó un suspiro de alivio, desde que había comenzado a pensar que sería la última vez que hacía algo todo había desaparecido durante un rato. Todo esto había comenzado casi como un juego.

      Pero luego, casi al instante, se había convertido en una manera de escapar: había acabado por guiar sus pasos y, en fin, hasta llegar en esta noche extraña a este extraño tren.

      Estaba tan absorto mirando afuera la oscuridad discurrir desde la ventana que, cuando oyó una voz, le sobresaltó un poco.

      –Billetes, por favor.

      ¡Hay que fastidiarse!, pensó levantando la mirada. El vendedor de billetes jefe de estación, con su uniforme un poco andrajoso y con la gorra, también ahora hacía de revisor.

      ¿Pero qué compañía es esta que hace hacer de todo a la misma persona? Tuvo un momento de solidaridad e incluso de indignación. Admiró a aquel hombre que, a fin de cuentas, sin inmutarse, desenvolvía de la mejor manera cada uno de sus trabajos. ¡Qué tiempos, qué degradación!, pensó: hago bien en querer sólo ya a las cosas, sólo ellas merecen consideración.

      Todos, diligentes, extrajeron en cuanto le oyeron el billete y se lo tendieron al hombre de uniforme que se aseguraba, de manera diligente, en practicar un agujero encima con el habitual punzón.

      Se quedó de piedra cuando notó que ¡incluso el perro tenía un billete en la boca!

      Le faltó poco, a decir verdad, para quedar sin respiración al ver aquello. Movió la cabeza e intentó no pensar: ¿cómo podía ser posible? Quizás era un perro adiestrado, sí, había oído hablar de ellos. Pero a pesar de esto ciertas cosas no conseguía explicarlas. Decidió que era mejor no hacer caso y observó la mano del hombre agujerear su billete, de forma decidida pero cortés.

      Al mismo tiempo advirtió un olor penetrante. Pan recién hecho. Inconfundible. Y salami cortado recientemente.

      El señor anciano a su izquierda, con el periódico puesto sobre las piernas a modo de pequeño mantel, había desenvuelto dos paquetes de papel crepé marrón, sacando dos hogazas de pan. En un cartucho de papel encerado, bien extendidas, aparecían numerosas lonchas del sabrosísimo embutido.

      Se dio cuenta, y quedó por ello agradablemente sorprendido, de que se le hacía la boca agua. Hacía mucho tiempo que no la sentía tan intensamente. Ahora ya se alimentaba de manera perezosa sin demasiadas pretensiones. Casi olvidándose, a veces.

      Sin embargo el apetito es algo importante, se descubrió pensando. Todas las cosas agradables de la vida son aquellas que después de haberlas hecho te producen un gran apetito: caminar en el bosque, el aire de ciertos lugares, el olor del mar. O también el amor.

      Sí, el amor. Él lo había conocido. O al menos eso pensaba. Ella era muy hermosa pero no por lo que parecía. Era hermosa por él. Dulce, amable. La había querido. Y ella había respondido a sus coqueteos, a sus miradas, a sus crecientes gestos de amabilidad, hasta el día del beso. Mágico, aunque sin pretensiones. Y había sido hermoso perderse en aquel mar de labios y de emociones. Como venir al mundo en ese momento.

      ¡Oh, sí, había sido hermoso!

      Pero después, después. Después todo había acabado mal, como todas las cosas de las personas.

      Despreciado, ofendido, insultado, vilipendiado: ¿qué había quedado de aquel sentimiento puro? De aquel volar, de aquella magia capaz de poder transportarte al otro extremo del mundo en un momento, poco a poco, no había quedado nada. O quizás nunca había existido realmente, estaba convencido. Quizás sólo él lo había soñado, la había creado con la mente. Y había acabado, también eso, en nada. De nuevo en la nada, que ya se había apoderado de todo.

      Y nada más. Con el amor había acabado. Para siempre. Siguió mirando lo que el anciano tenía sobre las piernas, y este dijo:

      –Buen hombre, ¿le apetecería un poco? No sienta vergüenza, se lo ruego.

      Se quedó cortado por el hecho de que los demás se hubiesen dado cuenta.

      No pasaron ni unos segundos que cada uno de los pasajeros, libremente, extrajeron zurrones, sacos y paquetes de tela con cosas maravillosas: focacce1 , quesos, hasta verduras fritas, salsas aromáticas y todo tipo de exquisiteces. No faltaron dos fiascos2 de vino y los vasos.

      Todos le ofrecieron algo (esta vez quedó excluido el perro que, en cambio, masticaba con parsimonia un hueso aparecido de no sé sabe dónde) y estaban contentos al hacerlo, y eran generosos. Realmente querían que aceptase, como si supiesen exactamente lo que sentía su estómago conectado ahora a su mente.

      Dudó un solo segundo y luego asintió. Y tuvo lleno su regazo en un decir Jesús.

      Todos comenzaron a comer, con calma y lentitud.

      Él sonrió agradecido, como pudo, con la boca llena, aunque sin ser maleducado.

      ¡Qué extraño! Pero ¡qué extraño! Ahora se sentía muy extraño. No sabía cómo decirlo, pero por un momento le pasó por la mente una palabra. Un término que lo dejaba incrédulo: feliz.

      ¿Pero por qué?, se preguntó.

      Quizás, se respondió, porque esta vez las personas me han sorprendido. ¡Y ni siquiera saben quién soy!

      Son gente sencilla, ya se ve. Sincera, limpia, magnánima y amable.

      Y comió con gusto, por una vez. Por última vez.

      A continuación, el adolescente, entre una alcachofa frita y un trozo de queso curado, comenzó a decir:

      –Bueno, esta noche, ¿quién comienza?

      Se quedaron todos en silencio. Incluso el vendedor de billetes jefe de estación revisor, que habiéndose quitado la chaqueta se había sentado