La Danza De Las Sombras. Nicky Persico

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Название La Danza De Las Sombras
Автор произведения Nicky Persico
Жанр Классическая проза
Серия
Издательство Классическая проза
Год выпуска 0
isbn 9788835400271



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He sido yo quien ha originado la vida en el planeta, y sin mí no hay nada que pueda vivir durante mucho tiempo: si yo falto, todos los seres mueren. Incluso el árbol que después se convierte en carbón y con el pasar del tiempo incluso en diamante. Pero primero estaba vivo y por lo tanto estaba yo. O por lo menos he estado: sin mi esa misma planta que ahora es brillante piedra no habría nacido, ni vivido, ni sobrevivido, a decir verdad. Primero estaba yo. Antes de nada. Yo le he dado la esencia y luego, cuando ha acabado su ciclo vital, la he dejado. Y he continuado mi recorrido, mi vida eterna que lleva vida a cada existencia. Por todas partes. Soy lo más preciado que hay en el planeta. Todos me tienen delante de sus ojos, sin embargo nadie me nota. Y tú me has cogido, hombre sabio. Sabio y triste al mismo tiempo.

      Oh, sí, se acordaba perfectamente. Tanto las palabras como la sensibilidad. Había notado su misma tristeza, entretanto la examinaba amorosamente. Mientras que los otros, los humanos, contestaban con desconfianza a su encerrarse en si mismo. En ocasiones incluso con dureza. Y de esta manera también su manera de comportarse se endurecía, por reacción, todavía más, y aún más dura era la reacción del mundo.

      Hasta que debió comenzar a encerrarse en si mismo para defenderse, para sobrevivir.

      Y acabó solo.

      Esa perla transparente, en cambio, le había abierto un mundo en la cabeza: el mundo de las cosas que creía inanimadas. Las llaman así los hombres.

      Estúpidos.

      Estúpidos e ingratos.

      Se entendían perfectamente él y el agua acerca de la humanidad. ¿Qué habían sacado de la vida? Desilusiones, rencores, traiciones, oportunismos: si se pusieran en fila se llegaría paso a paso hasta China.

      ¿Ellos no le querían? Perfecto, entonces él no los quería a ellos. Además, a veces, los relatos del agua eran realmente fantásticos. Como cuando una mañana nubosa se puso a contar de cuando había sido la parte líquida del ojo de un dinosaurio y de lo que veía del planeta: atardeceres incendiarios de color rubí intenso irrepetibles, silencios profundos jamás oídos, estruendos inmensos y relámpagos de luz cegadores.

      Qué maravilla: para escucharla con la boca abierta.

      También otra vez que había sido la sangre de una mujer guerrera enamorada: una mujer que se disfrazó para seguir al ejército en el bosque y poder de esta manera cuidar a escondidas y estar en secreto al lado de su hombre. Y de cómo ocurrió que una mañana soleada se sacrificó por él, que permaneció ignorante por siempre sobre esto. Después de días de marcha y de acampadas, al comenzar el día, un enfrentamiento con el enemigo. Ella, durante la batalla, haciendo caso omiso del estrépito, de las mazas que destrozaban cráneos y huesos, de los gritos angustiosos y de las espadas que laceraban la carne, se mantuvo siempre cercana a él, pero dos o tres pasos por detrás para no ser vista ni reconocida. Y de repente, felina y decidida, interpuso su cuerpo a una aguda lanza que vislumbró, justo a tiempo, mientras descendía desde el cielo silenciosa: para mantenerlo a salvo escogió ser ella la sacrificada.

      Un grito ahogado en la garganta.

      Él salvó de esta forma la vida mientras que ella, tirada por el suelo, sonreía al cielo y a la muerte susurrando su nombre. La gota se vio expulsada en el chorro que le surgió del pecho a través del tajo que había provocado la punta afilada, destrozándole horriblemente el esternón. Desde la piedra pulida sobre la que terminó su carrera el agua pudo observar sus ojos, abiertos y serenos, mientras expiraba: quedaron impresos en el firmamento con el iris mirando fijamente hacia el infinito.

      Nunca había sido parte de una vida cuyo latido hubiera sido tan fuerte, añadió:

      –Tenía un corazón poderoso, disponía de una fuerza interior que hasta ahora desconocía y que nunca he vuelto a encontrar en ningún ser viviente del que haya sido savia.

      Oh, sí, había visto mucho esa preciosa sustancia. Y cómo describía perfectamente sus sensaciones, los matices. Cromatismos del alma, sin duda. Y estaba persuadido de que aquella agua debía tener una: grande y hermosa. Por eso le había sobresaltado el pensamiento el haberla perdido para siempre. Como traicionar a alguien a quien quieres realmente, es como si te traicionases a ti mismo: se rompe un equilibrio universal de confianza que es imposible recuperar.

      Alentado miró a su alrededor.

      Había acabado, quién sabe cómo, en una vieja estación. Para empezar, lo comprendió por el olor, de hierro, de madera y piedras. Aquel olor lo conocía muy bien. Se dio cuenta porqué lo había reconocido y se sorprendió: ya no existían estaciones. Pero lo había conocido de niño.

      Cerró los ojos e inspiró: ¡justo, era justo eso!

      Las cosas. Las cosas.

      Saben cómo hacerse recordar, las cosas. De mil y mil maneras, también con los olores. Durante toda una vida.

      Y las esencias suscitaron otros recuerdos. Fragmentos de cuando era niño y quedaba embobado en la estación: los ruidos, el silbido lejano, el chirriar de los frenos, el humo. Y cuando volvía a casa, antes de dormir, soñaba con eso.

      Soñaba con subir, un día, en uno de esos vagones fascinantes y misteriosos. Soñaba que era el jefe de estación con el banderín y el silbato, el tren que resoplaba y él que saludaba a las personas y la parte de él que se quedaba allí.

      Volvió a abrir los ojos, se levantó del banco y recorrió el empedrado.

      Una vieja farola con la luz débil se mecía, suspendida y chirriante. Era esa la luz que había seguido.

      Llegó a una pequeña construcción desportillada, una especie de claridad provenía de su interior. Cruzó el umbral.

      ¿Pero qué estación era?

      Es verdad, hacía tanto tiempo que no cogía el tren a no ser el de la metrópoli rebosante y llena de gente. En cambio, pensó, el mundo debe de estar lleno, por ahí, de estaciones como esta.

      Un atrio, también poco iluminado, lo acogió: enfrente de él un pequeño mostrador y un vidrio con un agujero en medio. En honor a la verdad, bastante sucio y rallado por los años hasta casi convertirse en opaco.

      Nadie alrededor y un gran silencio.

      En la otra parte un hombre sentado, con un uniforme de color gris tranviario, para ser precisos, completado con la gorra también gris y lisa. Pareció que no lo había visto entrar, de hecho, dado que ni siquiera levantó la vista. Escribía algo concentrado con un viejo lápiz, de cuando en cuando le chupaba la punta. Un gesto obsoleto, pensó para sí mismo. Pero quedó fascinado. Esto es dar valor a las cosas, a los gestos, al propio lápiz y al papel, y también a las palabras que, de este modo, serían escritas en aquel ordenado folio.

      Se aclaró la garganta para atraer su atención pero el hombre, indiferente, prosiguió anotando algo indescifrable en las líneas paralelas.

      Entonces golpeó educadamente con los nudillos en el vidrio y dijo:

      –Buenas noches.

      El señor en uniforme se quedó quieto pero levantó la mirada, a su vez, y respondió:

      –Buenas noches

      Y no dijo nada más. ¡Qué extraño! Parecía que esperase que él, un posible viajero, añadiese todavía algo.

      Esas no eran maneras ya que era, evidentemente, el despacho de billetes. Y sin embargo, inexplicablemente, su comportamiento no tenía nada de intencionadamente descortés.

      Debido al silencio prolongado se vio obligado a seguir por propia iniciativa.

      –Perdone. Querría comprar un tique.

      En cuanto dijo esto el señor de detrás del vidrio se quedó inmóvil. Dejó el lápiz, levantó con lentitud la cabeza y lo miró fijamente de manera intensa. Echó atrás la espalda apoyándose en el respaldo y cruzó las manos en el regazo con una mirada que podía parecer casi de perplejidad.

      –Un tique, dice. ¿Para qué hora de qué día, y para dónde, si puedo saber?

      ¡Mira