La Danza De Las Sombras. Nicky Persico

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Название La Danza De Las Sombras
Автор произведения Nicky Persico
Жанр Классическая проза
Серия
Издательство Классическая проза
Год выпуска 0
isbn 9788835400271



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ciertas noches, como ahora, la ciudad, allá en el fondo, parecía una gran nave espacial con miles y miles de luces, que había aterrizado de un planeta desconocido.

      Sí, amaba las cosas. Incluso podían decirle que se había vuelto loco, si así querían. Él lo sabía bien, por otra parte, como todos creían, insensatos, que las cosas no son mejores que la gente. Y en cambio no es así. Basta dar una ojeada alrededor, a lo que sucede: los humanos, esos sí hacen cosas espeluznantes.

      Poco a poco había llegado la oscuridad y había llegado casi al final de aquella enorme avenida.

      Se subió las solapas y miró a su alrededor: a su derecha, a lo lejos, la astronave urbana; a su izquierda, la profunda oscuridad: la periferia o el campo, o quién sabe que otra cosa desconocida.

      La elección era fácil, en el fondo.

      Porque esta vez ya era suficiente, estaba cansado. De todo. De pensar, de despertarse, de tener que levantarse. De hacer todos los días cosas sin sentido para poder mantenerse vivo y de esta forma hacer cosas sin sentido. Concéntricamente sin sentido.

      Sólo quedaban los atardeceres, los amaneceres y las cosas. Para poder soñar y, por lo tanto, vivir realmente.

      Se encaminó con decisión hacia un pequeño camino de tierra. Una luminosa luna aclaraba el campo alrededor.

      No se sentía solo. No lo estaba. Había algo importante que le hacía compañía. Repasó con la mente sobre cómo la perla de agua, que conservaba celosamente en el bolsillo, había entrado en el habitáculo del coche y en su vida. Una mañana temprano, mientras el cielo estaba sereno.

      Por la ventanilla apenas abierta, de repente, un aguacero misterioso. Ni siquiera una nube a lo lejos. Y acabó mojándole tanto la manga del abrigo que en la oficina debió escurrirla: inadvertidamente una gruesa gota entró en la botellita que habitualmente utilizaba para llevar el café. Recién lavada, estaba encima del escritorio, abierta y enjuagándose.

      Después de poner el abrigo sobre el radiador cogió la botellita y observó el interior: en aquella esfera líquida e inmóvil consiguió observar su reflejo y fue cono, si de repente, se reconociese.

      Pero qué extraño.

      Volvió a poner el tapón y la guardó en un cajón. Más tarde volvió a mirar: y todavía se veía a si mismo a través del vidrio.

      Se vio a sí mismo. Entiendo justo esto: se percibió a sí mismo, y nunca le había ocurrido realmente, mirándose como en realidad era y valorarse, en definitiva.

      Al principio comenzó a sentir orgullo. Luego valor. No para actuar, sino para pensar libremente en todo. En todo lo que era, en lo que había sido y en lo que había alrededor.

      Y de esta manera comenzó a cambiar.

      Comenzó a llevarla siempre consigo y a veces se reflejaba en ella y pensaba.

      Pensaba mucho, como esta tarde que se había convertido, poco a poco, en noche. Se paró y levantó la mirada. Todo oscuro alrededor y ni siquiera se veía ya el aura de la ciudad. Sólo el claro de luna y el perfume del campo.

      Ahora estaba donde quería: sin una meta, sin un destino.

      En el final.

      Hacía tiempo que pensaba en esto. Y le producía consuelo.

      Hacía cada cosa por última vez.

      Pensar en esto embellecía todo: significaba sentirse vivo. Todas las cosas volvían a emocionarlo. Y tenía delante de él la noche, todavía.

      Al fondo de la carretera de tierra una pequeña luz. Comenzó a caminar con energía. La seguía sin una razón ya que en el fondo no sabía a dónde ir. Sólo sabía que sería la última vez y esto podía ser suficiente.

      La senda cada vez se estrechaba más mientras la recorría hasta que se introdujo, oscura, en un bosque.

      No tenía una idea de dónde había acabado, ni la quería tener. Las zarzas cada vez eran más espesas. Abriéndose camino con los brazos continuó avanzando a tientas: ahora volvió a ver claramente el puntito luminoso que lo guiaba.

      Apartado el último ramaje se encontró de repente desembocando en una vieja acera.

      Estaba cubierto por hojas y rocío se limpió, deslizando las manos sobre el abrigo.

      Un escalofrío le recorrió todo el pecho.

      Al tacto no había sentido el consuelo habitual, la botella con la gota de agua. ¿había desaparecido?

      Intentó concentrarse, mantener el control, respirar. Volvió a pasar la mano, esta vez con los ojos cerrados, pero nada. ¡Nada!

      Un primer signo de dolor partió desde el estómago que sentía angostado como si hubiera sido agarrado por el puño de un gigante que le ceñía la cintura, y llegó a la espalda. Todo se volvía oscuro en su mente. ¿Cómo había podido? ¿Cómo?

      Habría debido tener más cuidado con ella, ¡esa tarde que había decidido caminar por última vez! Justo esa tarde. Justo esa tarde.

      Y, luego, de improviso, parpadeó, finalmente se acordó.

      ¡Sí! Como siempre, en el bolsillo. Pero esta vez la había puesto en el bolsillo interior, arriba, más segura para que estuviese protegida y cerrada.

      Tocó de nuevo y finalmente la sintió bajo los huesos de los dedos.

      Echó la cabeza hacia atrás, como reacción al aflojarse el puño en la barriga y le pidió perdón al agua.

      Volvió a abrir los ojos: un banco desportillado reveló su existencia justo a unos pocos metros. Llegó hasta allí, y se dejó caer sobre él agradecido.

      Sacó fuera la pequeña botella transparente y la estrechó contra el pecho.

      Aquella agua, aquella gota que había entrado por casualidad en su vida, no sólo le había permitido mirarse a sí mismo: era la primera en haberle enviado una señal aquel día. Un día que era más monótono y más gris de lo acostumbrado: un día pesado y oscuro como sólo sabe serlo la oscuridad profunda del pensamiento.

      Aquel día había escuchado dos palabras.

      Dos palabras sólo, que habían dado un vuelco a su vida.

      – ¿Estás triste?

      Había mirado a su alrededor, lo recordaba como si hubiera sido hoy, incrédulo por la pregunta.

      Había movido la cabeza. Quizás lo había soñado en el silencio de la sala vacía. Pero de nuevo oyó aquel sonido.

      – Dime ¿Estás triste?

      Era una voz. Una voz auténtica. Y venía de una dirección concreta.

      Miró en la pequeña botella y se volvió a ver reflejado

      – ¿Estás triste?

      No había una explicación para aquella voz. No había ninguna posible, excepto una.

      Inseguro y tembloroso, reaccionando, susurró.

      – Sí.

      Ocurrió así.

      Así comenzó, aquel día, que el agua le habló realmente.

      ¡Oh, claro, ya se sabe que los locos están convencidos de que existen realmente las voces, esas voces que sólo ellos escuchan! Pero él no estaba loco de ninguna manera.

      De todas formas, en el fondo, no tenía importancia. ¿Qué mal había en ello?

      Y luego fueron tantas y tan hermosas las cosas que la gota comenzó a decir.

      Mientras tanto se felicitó por haberla conservado con amor. Señal de sabiduría, seguramente.

      Recordaba claramente sus palabras exactas:

      –Los humanos son contradictorios, por no decir que a veces son extraños. Sin ánimo de ofender, quiero decir: es una constatación.