Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson. Vincent Bugliosi

Читать онлайн.
Название Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson
Автор произведения Vincent Bugliosi
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788494968495



Скачать книгу

dos cadáveres que había visto, si es que eran de ellas. A los nombres añadió otro más, el de Jay Sebring, un renombrado estilista masculino amigo de la Sra. Polanski. Lo mencionó porque recordó haber visto su Porsche negro aparcado al lado del garaje junto a otros automóviles.

      Después de coger un rifle del coche patrulla, DeRosa pidió a la Sra. Chapman que le enseñara a abrir la verja. Subió con cautela por la entrada de la propiedad hasta el Rambler y miró dentro por la ventanilla abierta. Sí, había un cadáver en el asiento del conductor, pero desplomado hacia el lado del pasajero. Varón, blanco, pelo rojizo, camisa de cuadros, pantalones vaqueros azules, camisa y pantalones empapados de sangre. Parecía joven, probablemente no llegaba a los veinte años.

      Más o menos por entonces, la unidad 8L62, conducida por el agente William T. Whisenhunt, paró delante de la verja. DeRosa regresó andando y le dijo que tenía un posible homicidio. También le enseñó a abrir la verja, y los dos agentes subieron por la entrada, DeRosa todavía con el rifle, Whisenhunt con una escopeta. Cuando Whisenhunt pasó al lado del Rambler miró dentro y observó que la ventanilla del conductor estaba bajada, y que ni las luces ni el contacto estaban puestos. Luego la pareja registró los otros automóviles y, tras encontrarlos vacíos, el garaje y la habitación de encima. Tampoco había nadie.

      Un tercer agente, Robert Burbridge, se sumó a ellos. Cuando los tres hombres alcanzaron el extremo de la zona de aparcamiento, vieron no uno sino dos cuerpos inertes en el césped. A lo lejos parecían maniquíes mojados con pintura roja y después arrojados al azar sobre la hierba.

      Se los veía grotescamente fuera de lugar sobre el bien cuidado césped, con arbustos ajardinados, flores y árboles. A la derecha estaba la propia vivienda, alargada, laberíntica, que parecía más cómoda que ostentosa, con la lámpara de carruaje que brillaba con fuerza delante de la puerta principal. Más lejos, más allá del extremo sur de la casa, vieron una esquina de la piscina, de un verde azulado resplandeciente a la luz matinal. Al lado había un pozo de los deseos rústico. A la izquierda había una cerca de madera con luces navideñas entrelazadas que seguían encendidas. Y más allá de la cerca había una magnífica vista panorámica que se extendía en la distancia desde el centro de Los Ángeles hasta la playa. Allí la vida seguía. Aquí se había detenido.

      El primer cadáver estaba entre cinco y seis metros más allá de la puerta principal del domicilio. Cuanto más se acercaban, peor aspecto adquiría. Varón, blanco, probablemente de treinta y tantos años, alrededor de un metro y setenta y cinco centímetros de altura, con botas cortas, pantalón de pata de elefante multicolor, camisa violeta, chaleco informal. Yacía de costado, tenía la cabeza apoyada en el brazo derecho y agarraba el césped con la mano izquierda. Le habían golpeado la cabeza y el rostro de una forma horrible, y docenas de heridas le habían perforado el torso y las extremidades. Parecía inconcebible que pudiera infligirse tanta violencia a un ser humano.

      El segundo cadáver estaba a unos siete metros y medio más allá del primero. Mujer, blanca, pelo moreno largo, probablemente le faltaran pocos años para cumplir los treinta. Yacía de espaldas, con los brazos extendidos. Descalza, llevaba un camisón largo, que, antes de las numerosas puñaladas, seguramente había sido blanco.

      En ese instante, la calma incomodó a los agentes. Todo estaba tranquilo, demasiado tranquilo. La propia serenidad se tornó amenazante. Aquellas ventanas a lo largo de la fachada de la casa: detrás de cualquiera de ellas podría estar esperando un asesino, observando.

      Whisenhunt y Burbridge dejaron a DeRosa en el césped y volvieron hacia el extremo norte del domicilio en busca de otra manera de entrar. Si accedían por la puerta principal serían objetivos francos. Observaron que habían quitado una tela mosquitera de una ventana de la fachada, que estaba apoyada a un lado del edificio. Whisenhunt también se fijó en una hendidura horizontal a lo largo de la parte inferior de la tela mosquitera. Al sospechar que podía ser por allí por donde había entrado la persona o las personas que habían cometido los asesinatos, buscaron otros medios de introducirse. Encontraron una ventana abierta a un lado. Al mirar dentro, vieron lo que parecía una habitación recién pintada, desprovista de muebles. Treparon hacia el interior.

      DeRosa esperó hasta verlos dentro de la casa y luego se acercó a la puerta principal. Había una mancha de sangre en el camino, entre los setos; varias más en la esquina derecha del porche, y aún otras justo delante y a la izquierda de la puerta, y en la propia jamba. No vio, o luego no recordó haber visto, huellas, aunque había unas cuantas. Con la puerta abierta hacia dentro, DeRosa estaba en el porche cuando se dio cuenta de que habían garabateado algo en la mitad inferior.

      Había tres letras de imprenta escritas con lo que parecía sangre: PIG16.

      Whisenhunt y Burbridge habían terminado de registrar la cocina y el comedor cuando entró DeRosa en el vestíbulo. Al torcer a la izquierda al salón, encontró el paso bloqueado en parte por los dos baúles de camarote azules. Daba la impresión de que habían estado en posición vertical y luego los habían derribado, porque uno estaba apoyado contra el otro. DeRosa también se fijó, al lado de los baúles y en el suelo, en unas gafas con montura de carey. Burbridge, que lo siguió a la habitación, observó otra cosa: en la alfombra, a la izquierda del recibidor, había dos trozos de madera. Parecían pedazos de una empuñadura rota.

      Habían llegado esperando encontrar dos cadáveres, pero había tres. Ya no buscaban más muerte, sino alguna explicación. Un sospechoso. Pistas.

      La habitación era luminosa y espaciosa. Escritorio, silla, piano. Después algo extraño. En el centro de la habitación, frente a la chimenea, había un largo sofá. Una enorme bandera de Estados Unidos cubría la parte de atrás.

      No vieron lo que había al otro lado hasta que estuvieron casi a la altura del sofá.

      Era joven, rubia, se le notaba mucho el embarazo. Yacía sobre el costado izquierdo, justo delante del sofá, con las piernas dobladas arriba hasta el estómago en posición fetal. Llevaba un sostén floreado y unas bragas a juego, pero el estampado casi no se distinguía por la sangre, con la que daba la sensación de que habían embadurnado todo el cadáver. Habían dado dos vueltas a una cuerda blanca de nylon alrededor del cuello; un extremo se prolongaba sobre una viga en el techo, el otro llevaba a través del suelo a otro cadáver más, el de un hombre, que estaba a menos de un metro y medio.

      También habían dado dos vueltas a la cuerda alrededor del cuello del hombre. El extremo suelto pasaba por debajo del cuerpo y luego se extendía alrededor de un metro más allá. Una toalla ensangrentada le cubría la cara, ocultándole los rasgos. Era bajo, medía alrededor de un metro y setenta centímetros, y yacía sobre el costado derecho con las manos juntas cerca de la cabeza, como si estuviera todavía parando golpes. La ropa que llevaba —camisa azul, pantalones blancos de rayas verticales negras, cinturón ancho a la moda, botas negras— estaba empapada de sangre.

      Ninguno de los agentes pensó en examinar los cadáveres por si había signos de vida. Como en el caso del cadáver del coche y la pareja del césped, era a todas luces innecesario.

      Aunque DeRosa, Whisenhunt y Burbridge eran policías, no inspectores, cada uno de ellos, en algún momento en el desempeño de sus funciones, había visto la muerte. Pero nada parecido a aquello. El 10050 de Cielo Drive era un matadero humano.

      Conmocionados, los agentes se dispersaron para registrar el resto de la casa. Había una buhardilla encima del salón. DeRosa subió por la escalera de madera y echó nervioso un vistazo por encima del borde, pero no vio a nadie. Un pasillo comunicaba el salón con el extremo sur del domicilio. Había sangre en dos sitios del pasillo. A la izquierda, justo después de una de las manchas, había un dormitorio, cuya puerta se encontraba abierta. Las mantas y las almohadas estaban arrugadas y había ropa desparramada aquí y allá, como si alguien —posiblemente la mujer del camisón del césped— se hubiera desvestido y acostado antes de que apareciera la persona o las personas que cometieron los asesinatos. Sobre la cabecera de la cama, con las patas colgando hacia abajo, había un conejo de peluche que tenía las orejas levantadas, como si contemplara perplejo el lugar de los hechos. No había sangre ni signos de forcejeo.

      Al otro lado del pasillo estaba el dormitorio principal. También