Название | Antología portorriqueña: Prosa y verso |
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Автор произведения | Fernández Juncos Manuel |
Жанр | Зарубежная классика |
Серия | |
Издательство | Зарубежная классика |
Год выпуска | 0 |
isbn |
Si llegara á consumarse ésta, hoy y aun más en los tiempos futuros, preguntaría el mundo á la Alemania inteligente y sabia: ¿qué has hecho de tu hermano?
Sería un fratricidio, porque ambos pueblos han marchado juntos á la conquista de la civilización, prestándose mutuo y poderoso apoyo; sería un suicidio, porque la humanidad necesita de París, como necesita de Berlín, para su progreso en el vasto campo de las ciencias y las artes. Extenso es el camino andado, pero el que queda por recorrer es aun indefinido.
Las bombas y balas alemanas destruirían las bibliotecas y los archivos que encierran todos los tesoros de la inteligencia humana; los conservatorios, las escuelas de cirugía y medicina, las de todas las ciencias y artes en fin, á donde van á instruirse ó á perfeccionarse, con una liberalidad digna de ser imitada, como en la antigua Atenas, los hombres estudiosos de todas las naciones y países, así los de las Indias orientales y occidentales como los del Norte y Mediodía de la Europa y del África, y los de la apartada Australia.
Destruirían incomparablemente mucho más que todo esto ¡horror da el pensarlo! á los ilustres representantes del saber moderno. Bajo ellas ¡inconscientes! caerían los Nelatón, Bernal, Payen, Laboulaye, Remusat, Broglie, sangre de Madama Staël, y tantos otros, columnas vivientes de la civilización, hoy más que nunca necesarias…
Y en la catástrofe general sería envuelto el gran poeta, el publicista eminente que acaba de levantar su elocuente voz, inspirado por los sentimientos más nobles del corazón humano, para conjurarla.
¿Habrá sido escuchado como lo fué al suplicar gracia para Barbes?
– ¿Habrá sido desatendido como cuando pidió fervoroso la preciosa vida de John Brown?
Pronto sabremos si la humanidad tiene que vestirse de luto y registrar en sus sangrientos anales una nueva caída, una gran ignominia.
LA CARTA DEL OBISPO DE ORLEANS, Monseñor Dupanloup
Hace muy poco tiempo que consagramos nuestra atención al magnífico espectáculo que ofrecía á la vista del mundo, Victor Hugo, de pie sobre los muros de París, sitiada por los alemanes, dirigiendo á éstos su voz elocuente y patética.
Pero en nuestros días los acontecimientos se precipitan con tan asombrosa rapidez, y es tan conmovedora la situación inesperada por que atraviesa la Francia, que el vapor no ha tardado en traernos los graves acentos de otro de sus hijos más ilustres, de Monseñor Dupanloup, Obispo de Orleans. Á la hora en que escribimos los habrá escuchado todo el mundo civilizado, como escuchó en 1866 su oración pronunciada el Viernes santo, sobre la redención del esclavo.
Las convicciones profundas merecen universal respeto, y el genio sabe inspirar á todas sus producciones un sello indeleble de grandeza tal, que los individuos que poseen las unas y están favorecidos por el otro, caben todos fraternalmente en el templo de la gloria. Sólo la envidia, ciega cuanto ruin, desconoce esta verdad.
Así, aunque separados hasta la crisis actual, la historia mostrará íntimamente unidos en el cristiano propósito de poner término á la efusión de sangre humana y de salvar la patria invadida por el extranjero, los nombres ilustres de Hugo y Dupanloup. Nosotros nos complacemos en esta asociación, y en contemplar como contribuye cada uno, dados su distinto estado y educación, á la gran obra humanitaria.
Si la carta de Victor Hugo es un grito arrancado de lo más profundo del alma, la de Mr. Dupanloup es una lección severa, más que una lección, una admonición formulada en el Væ victoribus ¡Ay de los vencedores!
El uno con la admirable flexibilidad de su talento, excita con su lira en todos los tonos la sensibilidad moral, y se inspira principalmente en consideraciones políticas y humanas; en tanto que el otro, imitador de Cristo, apoyado y fortalecido por su profunda convicción en la justicia de Dios, amenaza con ella al vencedor, si no en su propia cabeza, en la de su posteridad.
Recomiéndase también la carta de Mr. Dupanloup por las reflexiones que despierta en el espíritu de los que la leen. Podemos considerarla como la síntesis de la filosofía de la historia.
Mr. Dupanloup ha dicho: "Si el vencedor no sabe mostrarse digno de su fortuna, si permanece sordo á la voz universal que le grita – "basta de sangre y de ruinas" – la maldición de los pueblos civilizados caerá sobre él. La experiencia demuestra que el Væ victoribus de la Providencia resalta hoy con más frecuencia en la historia que el Væ victis de los bárbaros. "Si su edad no le permite alcanzarlo, sus hijos lo alcanzarán".
Ante esta pavorosa profecía, los ánimos religiosos se sobrecogen y recuerdan naturalmente el elocuente tema de Bossuet, en su oración fúnebre por la Reina destronada, por la viuda de Carlos Estuardo, cuya cabeza cayó en el palacio de White-Hall bajo el hacha del verdugo. "Aprended, reyes: oid, los que juzgáis en la tierra."
Es verdad que Mr. Dupanloup con sus sentimientos cristianos ha buscado también la manera más delicada á que podía recurrirse para enviar la piedad al corazón del poderoso monarca, halagado hasta el momento en que escribía por los favores de la victoria, y de quien depende la vida de tantos hombres, trayendo á su memoria el recuerdo, siempre conmovedor para un hijo, del infortunio de sus padres, y repitiendo el sabio consejo de su ilustre madre: "El que no se modera y se deja cegar por la fortuna, pierde el equilibrio y no obra según las leyes eternas."
Pero no obstante la evocación de estos recuerdos sagrados, subsiste la tremenda afirmación, quedará siempre escrita con letras de diamante la pavorosa profecía. "Si su edad no le permite alcanzar el Væ victoribus de la Providencia, sus hijos lo alcanzarán."
Pero Mr. Dupanloup tenía que cumplir otros deberes y los ha cumplido, aunque desgarrando de seguro su corazón francés. Él lo ha dicho: "La patria es una asociación de las cosas divinas y humanas, es decir, el hogar, el altar, la tumba de nuestros padres, la justicia, la propiedad, el honor y la vida. Se ha dicho con verdad que la patria es una madre; amémosla más que nunca en su amargo dolor; sea para nosotros más querida á medida que es más desgraciada." Y sin embargo, en su alta imparcialidad, no ha podido menos de dirigir á su patria, á su madre, cargos austeros, y repetirle á su vez la inapelable sentencia de la Reina Luisa de Prusia: "Dios poda el árbol dañado. Esto debía suceder."
Con esta alta imparcialidad habla siempre el verdadero patriotismo: así es como debe hablarse á los pueblos. No los ama el que halaga la vanidad nacional y estravía sus pasiones, sino el que combate la una y sabe dar buena dirección á las otras. Acabamos de verlo en esa misma Francia tan impresionable: la amaba más Mr. Thiers oponiéndose á la pasión por la guerra, que los imperialistas que la fomentaban.
Con el recuerdo sin duda del espectáculo que ofreció el Cuerpo legislativo en la sesión del 15 de Julio, en que declaró la guerra á la Prusia, ha escrito Mr. Dupanloup estos pensamientos: "Los poderes de la tierra tienen demasiada necesidad de conocer la verdad. Los soberanos están condenados á que se les engañe, porque temen que se les ilumine. Se les sirve según su deseo, y las complacencias culpables y las lisonjas declamatorias usurpan el lugar de las advertencias leales y valerosas."
Hemos dicho al principio que puede considerarse la elocuente carta del Obispo de Orleans, como la síntesis de la filosofía de la historia. Y con efecto, el Væ victoribus no es más que la fórmula poética de este principio, eterno como el mundo: "No hay acción sin reacción."
Principio consolador que así debe servir para que los poderosos no abusen de su prepotencia, como para que los pueblos y los individuos no se entreguen á la desesperación en la adversidad.
Abundan en el vasto campo de la Historia numerosos ejemplos que son demostración elocuente de ese principio "No hay acción sin reacción." Sin ir más lejos, la historia entera de la vecina isla de Santo Domingo no es, á los ojos del filósofo, más que una serie sucesiva de oscilaciones sujetas á esa ley. Sin ir más lejos, el entusiasta tributo que paga Mr. Dupanloup al estandarte libertador de Juana de Arco, que se conserva en la ciudad de Orleans, es otra demostración de ese principio: la ilustre heroína condenada al fuego en Rouen por el Obispo