Las razones del altermundismo. David Montesinos

Читать онлайн.
Название Las razones del altermundismo
Автор произведения David Montesinos
Жанр Социология
Серия
Издательство Социология
Год выпуска 0
isbn 9788418322037



Скачать книгу

los colegios, las universidades, las comunidades religiosas, las asociaciones gremiales, los cuerpos municipales y otras instituciones hacen sus compras al por mayor según criterios éticos, las campañas contra las marcas avanzan mucho más que lo que permite la guerra simbólica de los ataques contra los anuncios o las protestas ante las supertiendas. (Klein, 2005a, p. 462)

      En otras palabras, la acción común de muchos consumidores es capaz de castigar o premiar a las empresas en función de factores como la higiene medioambiental, el trato a los empleados, las deslocalizaciones o el aprovechamiento del trabajo esclavo. Cuando esa presión es sistemática, su eficacia puede servir para que las empresas desistan de emplear medios éticamente execrables para hacer negocios. Existen ejemplos de ciudades cuyos consistorios han dejado de comprar energía a diferentes empresas de gran peso internacional porque sus barcos han producido ingentes vertidos en los mares o porque financian a dictadores africanos. La técnica del boicot o de compras selectivas puede hacer un tremendo daño a las empresas cuyas prácticas van contra principios éticos fundamentales.

      No obstante, el error sería esperar demasiado del consumo selectivo. Conviene no eludir que, cuando se lucha contra la conversión del ciudadano en consumidor por la vía de concienciarle de su poder respecto a las compras, corremos el riesgo de reproducir el problema de raíz. Si lo que queremos es formar sujetos con conciencia social y política, ciudadanos con capacidad de compromiso y no compradores que les protesten a las uniones de consumidores cuando las empresas no les satisfacen, entonces tenemos que salir del espacio del mall en el que nos movemos, incluso cuando estemos fuera de sus límites físicos. Además, este tipo de iniciativas, realizadas con una escrupulosidad casi neurótica, corren el riesgo de resultar minoritarias y, por tanto, ineficaces, pues es difícil provocar simpatías en multitudes a las que se les pide sentirse culpables por consumir. De otro lado, estas campañas no suelen crear tejido jurídico obligatorio, sino códigos de conducta que se resuelven con etiquetas que vemos en los productos; por eso, resulta difícil saber hasta qué punto se cumplen, pues suponemos que es fácil eludirlas impunemente.

      Zygmunt Bauman es más contundente que Naomi Klein a la hora de recomendar desembarazarse de la lógica del consumo cuando se profundiza en la reflexión ética. Si el principio moral que organizó a las sociedades durante milenios era el cuidado de los otros, entonces el problema es que esa función esencial de cuidar ha recaído sobre las marcas, las cuales necesitan que reconozcamos esa relación para que se multipliquen las situaciones donde el producto y el comprador puedan encontrarse. Mediante las «compras éticas», muchas marcas consiguen presumir que luchan contra el hambre en el mundo, contra la extinción de las ballenas o que luchan a favor de los niños víctimas de minas antipersona. De esta manera, consuman una función terapéutica muy significativa ante la conciencia de culpa de los consumidores. Esa conciencia no solo sufre por los niños hambrientos —que normalmente residen lejos—, sino también por el tiempo que dejamos de conceder a nuestros familiares y amigos, de manera que el purgante es a la vez cómplice de la enfermedad: «[…] mediante la publicidad y la entrega de analgésicos morales comercializados, los mercados de consumo no evitan, sino, por el contrario, facilitan el marchitamiento, el languidecimiento y la desintegración de los vínculos interhumanos» (Bauman, 2011, p. 107).

      Sabemos que la tierra tiene límites y que necesitaríamos varias docenas de planetas como el nuestro para mantener el ritmo de consumo, considerando que otros países superpoblados aspiran hoy a emular nuestras costumbres. El problema es que, si son las grandes firmas las que monopolizan hoy la posibilidad de realizar conductas éticas, se debe seguir incrementando el consumo. La sostenibilidad es un concepto clave, pero ningún político que aspire a ser votado se atreve a prometer a sus ciudadanos que restringirá sus posibilidades de consumo, pues, entre otras cosas, le acusarían de perpetuar la crisis y trabar el crecimiento. Para Bauman, la solución pasa, inexcusablemente, por un giro en la conciencia ciudadana lo bastante escorado como para poner límite a los propios deseos de consumo.

      Quizás haya llegado ya la hora de devolver la responsabilidad moral a su vocación primigenia: la de garantizar la supervivencia mutua. Y todo indica que la condición primordial entre todas las condiciones necesarias para llevar a cabo este reenfoque es la desmercantilización del impulso moral. (Bauman, 2011, p. 113)

      En el capítulo de conclusión de No logo: el poder de las marcas, Naomi Klein asume que el consumismo es el gran enemigo del ciudadano, y así puede plantear la posibilidad de una lucha popular y a la vez global, tan global como los poderes económicos que debe combatir. Esa lucha, en el contexto de un país productor como Filipinas —nación que la autora visitó—, es la última secuencia de una larga batalla histórica que antes se libró contra los señores feudales, después contra los ejércitos de los dictadores militares, y ahora se dirige hacia los propietarios de las fábricas. Es inútil esperar que Inditex, Nike o Walmart creen códigos éticos: no les interesa redactarlos y, si los redactan, no les interesará cumplirlos, pues van contra el primordial de los intereses de una empresa, que es la rentabilidad económica.

      En contra de lo que a menudo hemos oído sobre la alterglobalización, el objetivo no es acabar con los Gobiernos, ni siquiera combatirlos. Critican su inacción porque, en realidad, lo que pretenden es recuperarlos. Somos los ciudadanos los que hemos de aprender a gobernarnos a nosotros mismos, pero la auténtica transitividad de las propuestas que nacen de cualquier forma de asambleísmo solo existirá si sirve para presionar a los actores institucionales a cambiar sus programas. Si elevamos la voz para afirmar que no nos representan, es porque necesitamos que lo hagan; debemos buscar nuevas formas de representación popular, formas que, por cierto, deben empezar a desbordar el marco de los viejos Estados-nación. En vísperas de empezar el nuevo siglo, a punto de asistir a una forma completamente novedosa e inesperada de protesta en la cumbre de Seattle, la autora de No logo: el poder las marcas veía llegado el momento de globalizar la resistencia.

      Cuando estos movimientos de resistencia comenzaron a formarse a mediados de la década de 1990, parecían ser un conjunto de partidarios del proteccionismo que se reunían por la sola necesidad de combatir todo lo que tuviera alcance global. Pero a medida que los militantes se han unido por encima de las fronteras, ha aparecido un programa distinto, que sigue integrando la globalización pero que requiere arrancarla de manos de las multinacionales. Los inversores éticos, los piratas culturales, los defensores de los espacios públicos, los sindicalistas de McDonald’s, los hacktivistas de los derechos humanos, los militantes universitarios y los vigías anticorporativos de Internet constituyen los primeros capítulos de la lucha para que exista una alternativa ciudadana al imperio internacional de las marcas. Esa exigencia, que en algunas partes del mundo se sigue susurrando apenas, como para evitar el mal de ojo, consiste en construir un movimiento de resistencia a la vez popular y altamente técnico; un movimiento tan global y capaz de una acción coordinada como las multinacionales que intenta subvertir. (Klein, 2005a, p. 512)

      3

      Lo que queda de Seattle

      La contracumbre lo cambió todo

      Durante más de medio siglo de duración del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio)6 se celebraron ocho rondas. La ronda que se celebró en Seattle se llamó Ronda del Milenio, término enunciado como si fuera a durar para siempre, pero que desapareció súbitamente y sin dejar rastro. Eran las últimas semanas de 1999, por lo que el nombre otorgado a la cumbre parece explicarse por lo inminente del 2000. Aquella grandilocuencia contenía propósitos en apariencia trascendentes: era el momento de que las naciones elaboraran una agenda común para el desarrollo y la convivencia, la globalización era la oportunidad para que la prosperidad y las libertades se mundializaran tanto como el comercio.

      Hoy sabemos que se trataba de una farsa. El objetivo no confeso era avanzar en el ciclo liberalizador, lo que supuso incrementar la brecha norte-sur y la asimetría de los intercambios. Si hasta la década de los ochenta el contenido de las reuniones de la OMC (Organización Mundial del Comercio) solía centrarse en la vigilancia de las actividades de las empresas, en vísperas del nuevo siglo eran los Estados quienes recibían advertencias respecto a sus malas costumbres. En otras palabras, reuniones como la de Seattle, en el fondo, pretendían forzar a los países en vías de desarrollo a desactivar los