Las razones del altermundismo. David Montesinos

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Название Las razones del altermundismo
Автор произведения David Montesinos
Жанр Социология
Серия
Издательство Социология
Год выпуска 0
isbn 9788418322037



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producen, y que quienes lo compren no sepan más de lo que ven en los spots. Se trata, en suma, de separar el logo de las circunstancias de elaboración del producto que venden.

      Concepto y no producto: la filosofía entra de lleno en el mundo de la marca. No en vano hablamos del logo, del poder de atracción que el alma de la firma proyecta sobre los consumidores del mundo. Nunca se les pidió tanto a los geniales publicistas de la avenida Madison5 como ahora, cuando no se trata de difundir las virtudes de un determinado producto frente a la competencia, sino de hacer sentir al consumidor la experiencia de la compra. Nadie va, entonces, a Starbucks por su café, sino por la calidez que se siente cuando se está en uno de sus locales.

      Ahora entendemos mejor por qué Nike no tiene una estructura de fabricación propia. Desde el principio, la firma entendió que era mucho más barato producir en Asia. En realidad, en esos prosaicos e insalubres lugares llamados fábricas, se produce un objeto en bruto, un ser inanimado que cobrará valor y alma solo en virtud de la firma, que lo volverá deseable e inducirá a un adolescente de Harlem a emplear una considerable cantidad de dólares para adquirir unas zapatillas. Entonces, la empresa, desprovista de la pesada carga de lo material, podrá concentrarse en la permanente reinvención de su propio logo. El ideal de Nike y de otras firmas es sustituir la fábrica por un espacio mínimo, sin más objetos que los ordenadores y la decoración, lleno de personas realizando brainstorming y que discuten eufóricos sobre cómo lograr que más consumidores del mundo amen la marca.

      El publicista nunca ha estado más cerca de cumplir la profecía que Andy Warhol anunciaba en sus obras: el producto comercial es el arte mismo. Ya no tiene sentido que una firma patrocine a un artista que expone sus lienzos; el artista ya está trabajando para ella y sus creaciones son publicidad. Las grandes firmas pretenden colonizar el espacio de los signos; suya es la hegemonía cultural de nuestro tiempo.

      El sentido de esta mutación ha sido, obviamente, incorporado al lenguaje publicitario. Según Vicente Verdú, hemos superado el estadio del capitalismo de consumo para situarnos en el de la ficción; ya no se trata de hacernos necesitar un artefacto, sino de ofrecernos un no thing. En esta nueva vuelta de tuerca del fetichismo de la mercancía —acaso el más visionario y enigmático de los conceptos marxistas—, lo que adquirimos en el acto de compra es una identidad, una forma de distinción, la participación en una forma cultural.

      El anuncio de Kas preguntando «¿Y tú de quién eres?» constituye un tosco vestigio del capitalismo de consumo. En el actual capitalismo de ficción la marca no pretende que seamos sus rehenes o nos alistemos bajo su escudo, no intenta que seamos chicos Kas ni chicas Evax, sino que brinda su oferta para que cada cual, mediante ese don, pueda ser uno mismo. «En un mundo cada vez más globalizado, no está de más reivindicar tu individualidad», dicen los creativos de Lexus. «Nadie dicta tu moda», afirman los almacenes C&A. «No imites, innova», aconseja Hugo Boss. Pero, además, desde finales de 2002, algunas firmas de lujo como Chanel, Vuitton o Dior han comenzado a vender sus productos sin el logo a la vista para aumentar la ocasión —antes robada— de que el comprador personalice la prenda dentro del reino de la egonomía. Las marcas son hoy, ante todo, «proveedoras de ideas», suministradoras de estilos en los que surtirse, siempre para que disfrutemos la ilusión de hacernos nuestro propio yo, nuestro look exclusivo. Y ésta es también la poética de sus textos publicitarios. (Verdú, 2006, pp. 125-126)

      La mentira de la flexibilidad

      El estilo afectivo y posmoderno de la publicidad del nuevo siglo corresponde a unas prácticas económicas mucho más inquietantes. Para las megacorporaciones, el trabajador es un peso del que hay que desprenderse a toda costa. Realizar eso, en la actualidad, a diferencia de en los tiempos de Ford, es perfectamente posible; lo mismo ocurre con los espacios de producción y el costoso andamiaje técnico con el que hay que proveerlos. No se busca la expansión a partir de la multiplicación de cadenas de montaje, sino, en todo caso, de los centros de distribución y, sobre todo, de difusión. En esta fase avanzada del capitalismo, las grandes firmas no han hecho crecer sus instalaciones ni la cantidad de empleados; es el gasto en marketing lo que se ha incrementado espectacularmente. El capitalismo no es ficcional, pretende parecer que se mueve en el territorio de la ilusión y el espíritu, pero las zapatillas son fabricadas por alguien y en algún taller. Estamos en la era de las contratas y las subcontratas, que asumen realmente la responsabilidad de la manufacturación; la deslocalización, antes que un simple traslado de unidades productivas, es la delegación del peso de la fabricación sobre las espaldas de los contratistas del mundo subdesarrollado, es decir, aquel en el cual los costes pueden minimizarse al máximo. «Y a medida que los antiguos puestos de trabajo se trasladan al exterior, algo más se va con ellos: la anticuada idea de que el fabricante es responsable de sus empleados» (Klein, 2005a, p. 240).

      Es aquí donde cobran sentido las zonas de procesamiento de exportaciones, también denominadas como zonas de libre comercio o, como se dice en México, maquilas. En países como Filipinas, China, India, Indonesia o México, entre otros muchos, se produce ropa, calzado, juguetes o artículos electrónicos. En estas factorías, el salario no permite superar el umbral de la pobreza, suele haber una fuerte rotación de empleados y la seguridad laboral brilla por su ausencia. Se traspasa la responsabilidad al contratista, que trabaja normalmente en países donde la observancia de los derechos humanos es laxa. La firma puede tranquilamente desligarse de las condiciones de producción, lo que refuerza su posición en los mercados ante la presión ética del consumidor.

      Una zona franca conocida por Naomi Klein, que la visitó en el año 1997, es Cavite, ubicado a 90 minutos al sur de Manila, capital de Filipinas. Se trata de una de las numerosas «zonas económicas» del país. Klein descubrió que la transitoriedad y precariedad eran la lógica dominante dentro de un espacio donde solo se vivía para el trabajo. En las fábricas que Klein compara con inmensos cobertizos, se produce para las grandes firmas de ropa, de artículos electrónicos, de pijamas. En ese lugar, a la periodista le costó distinguir los nombres de las marcas, pues, al contrario de lo que sucede en los centros de consumo, intentan mantener la discreción. Descubrió que, en lo que podía ser una factoría de artículos para Nike, se podían producir también artículos para la competencia de esta firma. Esas condiciones de trabajo nos hacen recordar a escenas tan alejadas en el tiempo como las de las novelas de Charles Dickens:

      El proceso de producción está concentrado, o aislado, dentro de esta zona como si se tratara de un residuo tóxico: una producción del 100 % a precios muy, muy bajos. Cavite, como el resto de zonas que compiten con ella, se presenta como el Price Club de las compras a bulto para las multinacionales que buscan gangas; es conveniente elegir un carrito de la compra bien grande. Una vez dentro, resulta claro que las filas de fábricas, cada cual con su puerta y su guardia de seguridad, han sido cuidadosamente diseñadas para arrancar la máxima producción a la franja de terreno donde se hallan. Los talleres sin ventanas, hechos de plástico barato y paredes de aluminio, se apretujan unos contra otros, apenas separados entre sí. Los casilleros con las tarjetas de asistencia se calcinan al sol, garantizando que de cada obrero se extrae el máximo de horas de trabajo, y que todos los días se logra el máximo de horas trabajadas. Las calles de la zona están inquietantemente vacías, y las puertas abiertas —que son el sistema de ventilación de la mayoría de las fábricas— dejan ver filas de muchachas inclinadas en silencio ante máquinas ensordecedoras. (Klein, 2005a, p. 247)

      Para los defensores de este modelo, la posibilidad de un desarrollo sostenido para que países como Filipinas erradiquen su secular pobreza pasa por una política regional de atracción para los inversores extranjeros. El gran problema es cómo estos programas de creación de empleo para productos de exportación conducirán a la gente hacia el bienestar si los salarios que se les pagan apenas sirven para la manutención y el alquiler. Lo que existe, en realidad, es un magnífico negocio para la oligarquía local y las firmas extranjeras, que encuentran una mano de obra obediente y barata de cuyas condiciones de trabajo, además, no tienen que responsabilizarse.

      «Ya era hora de que los pobres del mundo obtuvieran aquello de lo que siempre gozaron en los países ricos», escuchamos a menudo. Este es un argumento cándido. Ciertamente, los empleos huyen hacia el sur, pero no son los mismos empleos, su calidad es infinitamente inferior. La flecha, además, regresa a su origen arteramente envenenada: debido a la competencia