Название | Las razones del altermundismo |
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Автор произведения | David Montesinos |
Жанр | Социология |
Серия | |
Издательство | Социология |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418322037 |
Con seguridad, un revés para las protestas del mundo entero contra la globalización corporativista, que tampoco empezó en Seattle. Semejantes atrocidades terroristas son un regalo para los individuos más crueles y represivos de todas partes y, sin duda, serán explotados —de hecho ya lo han sido— para acelerar la militarización, la regulación, la marcha atrás de programas democráticos, la transferencia de riqueza a sectores aún más reducidos y el debilitamiento de la democracia en cualquier forma posible. Pero no lo conseguirán sin resistencia, como no sea a corto plazo. (Chomsky, 2001, p. 20)
Dos décadas después, parece fácil disociar entre un fenómeno tan oscuro y atroz, como el del terrorismo yihadista, y una corriente reivindicativa cuyos principios asumen incluso partidos políticos de masas. Otra cosa es que el terror haya servido para legitimar prácticas gubernamentales claramente represivas; en España tuvimos un claro ejemplo con la Ley Mordaza del gobierno de Mariano Rajoy. De otro lado, Chomsky tuvo razón. Quizá el dinero necesario para la condonación de la deuda a los países más pobres del planeta terminó sirviendo para las guerras contra el terrorismo. Sin duda, la segunda guerra de Irak fue una humillación para las instituciones de paz internacionales —empezando por Naciones Unidas, que declaró ilegal aquella guerra— o para las pretensiones de quienes defienden la implantación de una gran trama de justicia universal. Y, sin embargo, los atentados del World Trade Center o del Pentágono —y todos los 11S que han venido después— no deben ahogar de ninguna manera el debate sobre el tipo de globalización que queremos, sino todo lo contrario.
A partir de Seattle, cada reunión del G8, del Banco Mundial o de la OMC generaba sistemáticamente una fuerte respuesta ciudadana, lo que debemos interpretar como un gran éxito mediático, pues los focos se trasladaban desde los actores políticos invitados hacia los manifestantes. El principio de la ofensiva preventiva, de cuya naturaleza habla Naomi Klein en Vallas y ventanas, responde a la lección de Seattle para la policía del mundo. Surgido como una forma de represión perfectamente ajustada al nuevo estilo de protesta, su objetivo era difuminar la línea de demarcación entre la desobediencia civil y la pura violencia vandálica o antisistema. La propia Klein formó parte del grupo de personas más o menos destacadas que le escribieron al primer ministro canadiense, Jean Chrétien, una carta abierta titulada Ciudadanos enjaulados, en protesta por la decisión de este de levantar una enorme valla de seguridad para la Cumbre de las Américas, celebrada precisamente en Quebec. En esta carta, se defiende el derecho a manifestarse de forma pacífica, rechazando enérgicamente la etiqueta de «subversivos violentos» con la que se pretendía criminalizar la protesta.
Desdichadamente, la contracumbre de Génova pasó a la historia por la muerte de un joven manifestante, abatido por un disparo de la policía. Centenares de colectivos de todo tipo acudieron a Génova, y las primeras manifestaciones transcurrieron sin grandes incidentes, a pesar de que el gobierno de Berlusconi había convertido la ciudad en un auténtico estado de guerra, con un despliegue militar y policial impropio de tiempos de paz. Los disturbios que ocasionaron las masivas cargas policiales de los días siguientes se asocian nuevamente a los Black Bloc, de cuyos actos se desmarcaron los organizadores de la contracumbre, tanto por su violencia como por los abundantes indicios de que su conducta fue consecuencia de infiltrados policiales.
Tanto en Quebec como en Génova, el gas lacrimógeno y las porras —en algún caso, los disparos— obviaron la distinción entre manifestantes violentos y pacíficos. Ese incremento de la brutalidad por parte de las fuerzas del orden registró la complicidad silenciosa de las fuerzas de izquierda tradicionales de las naciones en cuestión, lo que alimentó el sentimiento de los manifestantes de no sentirse representados por partidos ni por sindicatos. No es aventurado asociar ese sentimiento al eslogan «No nos representan», característico del 15M español.
Esta vez el éxito fue para Berlusconi, quien consiguió trasladar el debate sobre la erosión de las libertades civiles a la cuestión de la peligrosidad real de los activistas. No todos le creyeron, pero el Cavaliere tuvo la habilidad de presentarse ante los italianos como el superhéroe de tebeo que salvaba a los italianos de las hordas anarquistas que se disponían a incendiar el país.
Pese a formar parte entusiasta de aquellos colectivos de manifestantes ajenos a la partidocracia o el sindicalismo convencionales, Klein no deja de advertir la dificultad de articular una estructura de representación a partir de movilizaciones callejeras, por más justas que sean sus reivindicaciones. Vivimos una época —conviene no olvidarlo— de fuerte desmovilización política, donde las organizaciones tradicionales de izquierda se asfixian por la falta de militancia y sufren colosales fugas de masa electoral. Estamos en una sociedad de consumo, y eso genera distancias a veces insalvables entre las minorías que se manifiestan —aunque alcancen las 300 000 personas, como en Génova— y una comunidad que permanece misteriosamente indiferente a procesos que la amenazan. En realidad, el movimiento es una creación paciente, lenta y laboriosa, mientras las contracumbres o los campamentos de indignados son más bien su puesta en escena, la exhibición mediática de sus signos.
La creación del Foro Social Mundial, inicialmente llamado Foro de Porto Alegre (ciudad donde celebró sus tres primeras ediciones y también la quinta), supone el paso de la protesta a la construcción de un tejido estable de debate y de propuestas. Fue rotulada por Ignacio Ramonet —uno de los grandes artífices del FSM y autor de su eslogan «Otro mundo es posible»—, quien no duda en considerarla una «Internacional rebelde», y sitúa en su nacimiento el verdadero principio del siglo XXI.
No para protestar como en Seattle, Quebec, Génova y otros lugares, contra las injusticias, las desigualdades y los desastres que provocan en todo el mundo los excesos del neoliberalismo. Sino para intentar, esta vez con espíritu positivo y constructivo, proponer un marco teórico y práctico que permita proponer una mundialización distinta y afirmar que es posible otro mundo menos inhumano y más solidario. (Ramonet, 2012, p. 120)
Naomi Klein comparte este planteamiento: en algún momento el movimiento debía dejar de decir contra qué estaba y elaborar sus propuestas. El entusiasmo de la periodista es, sin embargo, más matizado que el de Ramonet. En sus primeras ediciones, el foro fue sumamente interesante, pero también caótico. Se llenó de celebridades y no fue capaz de llegar a un consenso sobre la cuestión clave: cómo operar para tratar que sus propuestas se llevaran a cabo. Por una parte, se hablaba de formar un gran partido con carácter internacional que ofreciera al electorado de todo el mundo una visión unitaria del movimiento; por otra parte, muchos seguían aferrados a la idea de la acción local y directa a favor de la autogestión de los colectivos y de la diversidad cultural. Al respecto, en Vallas y ventanas, Naomi Klein concluyó que, más que el apoyo a un gobierno mundial, lo que se salió de Porto Alegre fue una red internacional de iniciativas elegidas mediante democracia directa, y basándose en el principio de «actuar localmente», pues, en caso contrario, lo que puede resultar de las reuniones del foro es la confusión.
En este sentido, no es gratuito referirse al riesgo de desvertebración que, según un marxista sin ambages como Daniel Bensaid, afecta seriamente al movimiento. La aportación de este autor es relevante porque, además de ofrecer una lúcida visión del problema, polemiza sobre los riesgos del movimiento cuando, en 2010, cinco años después de Vallas y ventanas, el foro tenía una década de vida. El mensaje de Bensaid es que resulta imprescindible articular las respuestas desde la base del partido político; de lo contrario, se cae en la intransitividad y el destino del movimiento es disolverse en la inoperancia.
Una política sin partidos (cualquiera que sea el nombre —movimiento, organización, liga, partido— que se le dé) conduce así a una política sin política: tanto a un seguidismo sin proyecto hacia la espontaneidad de los movimientos sociales como a la peor forma de vanguardismo individualista y elitista o, finalmente, a una renuncia política en beneficio de una postura estética o ética. (Bensaid, 2004a, p. 174)
Sí hay alternativas
Estamos habituados a que la imputación de radicalismo se asocie a la de la incapacidad para ofrecer alternativas. Este planteamiento, al menos en el caso de los protagonistas