Название | Los amos del cielo y de la tierra |
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Автор произведения | María Dolores Peña Rodríguez |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788419228840 |
El abogado la sujetó del brazo y la acompañó hasta un asiento.
—¿Se encuentra mejor?, ¿aviso a alguien?
—No, no, gracias, ya se me pasa. Por favor, si es tan amable, acérqueme un vaso de agua.
Miguel miró a su alrededor y descubrió una bandeja, vestida con un paño de lino blanco bordado en rechileo, sobre un mueble consola. Contenía un vaso y una jarra. Vertió parte del contenido de la jarra en el vaso y se la ofreció a la religiosa que todavía temblaba. Tomó el agua a sorbos, sin dejar de mirar al joven.
Mientras bebía e intentaba reponerse, acudían a su memoria recuerdos de tiempo atrás, de hacía más de treinta años, en aquella misma sala. Recuerdos que la atormentaron y persiguieron durante toda su vida. ¿Querría la Providencia darle la oportunidad de reparar el daño causado? Todo a cambio de un patrimonio manchado de injusticia y de ignominia. Reconocía la religiosa después del tiempo pasado.
Se le retorcía el alma cada vez que pensaba en aquella desgraciada. Forzada a desprenderse de su propia vida. La veía en sueños sentada en el último banco de la capilla. Resbalaba una lágrima por sus mejillas cada vez que el sacerdote daba la Comunión, cosa que a ella le estaba vedada. Era la norma de la Santa Madre Iglesia.
Miguel, a punto de llamar a las hermanas, preocupado por el ensimismamiento de la anciana, tocó su brazo llamándole la atención.
—Hermana, por Dios, ¿se encuentra bien?
Sor María Teresa volvió en sí.
—Perdóneme, ya estoy mejor. Los años no pasan en balde, abogado.
—Puedo volver otro día.
—No, no, para nada. Este asunto no admite demora. Por el bien del convento y de mis hermanas.
—Dígame.
La monja respiró hondo. Después de una pausa comenzó a explicarle el asunto para el que había sido llamado.
—Mire, señor Vázquez, hace un año y medio falleció uno de los benefactores de la orden, Alberto Dávila de Fabra. Era propietario de esta casa y de otros bienes procedentes de la herencia familiar. Nos consta que tenía intención de legar a nuestra orden esta residencia conventual, lo cual hizo en su día, así como una hacienda olivar en usufructo de las hermanas que aquí vivimos. A día de hoy no hemos recibido notificación alguna por parte de la familia de nuestro benefactor, sobre la cesión de la hacienda olivar que él dijo que dejaría en heredad a esta congregación. Nos hemos puesto en contacto con la familia Dávila de Fabra, que es quien tiene que ceder el patrimonio, y dicen no tener conocimiento alguno de que su pariente tuviera esa intención. En resumen: Se niegan a ceder la propiedad. Nos habían recomendado su bufete por ser uno de los pocos que se ocupa de este tipo de problemas.
El abogado, después de escuchar atentamente a la monja, le dijo:
—Y usted me pide que averigüe si su benefactor hizo testamento o algo parecido en donde se constate la intención de legar a ustedes su patrimonio. ¿Cierto?
—Así es, don Miguel.
—Bien, hermana, tengo que ponerme al corriente de algunos detalles, como comprenderá. ¿Cómo sabe que el tal Alberto Dávila tenía la intención de dejarles esa hacienda?
—Me lo dijo él personalmente.
—¿Cuánto hace de eso, hermana?
—Hace treinta y cinco años.
Al decir esto, sor María Teresa desvió la mirada de la imagen del joven, que tomaba notas en un bloc.
—¿Había algún testigo cuando el señor Dávila le manifestó su intención?
—No, estábamos solos en este locutorio.
—¿Le dejó algún documento o alguna garantía de que cumpliría su palabra? Verá, hermana, no sería la primera vez que alguien, de una decisión así, da marcha atrás.
—No, don Miguel, no tengo ninguna prueba escrita.
—Comprenderá que es difícil lo que me pide, se trata de su palabra contra la de la familia Dávila.
—Lo sé. Debí exigirle un documento, una carta; pero no lo hice. Pensé que aparecería en su testamento. Tengo razones para pensar que no cambiaría de parecer, estoy segura de ello.
Miguel miró atentamente a la religiosa, se inclinó hacia ella para ver mejor la expresión de su rostro.
—¿Puedo saber qué razones son esas, hermana?
—No puedo decírselo. Pero créame, le digo la verdad.
—Hermana, debo decirle que cuantos más elementos de juicio tengamos, más fácilmente podremos llegar al fondo de todo esto. En todo caso me pondré en contacto con esta familia y estudiaré si hay algún modo de llegar a resolver este desacuerdo.
—Este señor tiene dos hermanos: Javier y Marta. Don Javier es soltero y la señora Marta tiene una hija, todos viven en la finca La Carretela. Esta siempre ha sido la residencia habitual de la familia, está ubicada entre Lora del Río y Carmona.
—¿Tienen ustedes la transmisión patrimonial de la casa conventual?
—Sí, pasó a propiedad de la Orden en 1930.
—Bien, hermana, me pondré manos a la obra, trataré de averiguar si hay algún tipo de testamento o memoria testimonial sobre el asunto. Actuaremos, si es su deseo. Deme unos días.
—Gracias, don Miguel.
Sor María Teresa hizo intención de levantarse para acompañarle.
—No, déjelo, no se levante. Descanse, hermana y cuídese.
El abogado se dirigió a la salida del locutorio y antes de franquear la puerta oyó la voz de la religiosa:
—Don Miguel, una última cosa y perdone mi curiosidad. ¿Es usted pariente de los Vázquez, la familia de abogados y juristas?
—Sí, hermana, mi padre es Félix Vázquez Tena. Notario.
Después de responder a la religiosa con una sonrisa, se dirigió a la salida del convento acompañado por la monja que lo había recibido a la entrada. Esta le despidió con un «vaya con Dios» y cerró el postigo que dejó en la calle al abogado.
Miguel se dirigió a la plaza de La Magdalena para luego, por O’Donnell, encaminarse hacia su bufete. Mientras pensaba: «Menudo embrollo, las monjas contra los Dávila de Fabra. Una familia influyente. No me lo van a poner fácil».
Después de caminar un buen rato, portafolio en mano, y la mente a pleno funcionamiento pensando cómo abordaría la solución de su caso más reciente, llegó a la plaza de La Encarnación, en una de cuyas calles se encontraba el edificio donde tenía su bufete. Una casa grande con un patio central rodeado de departamentos. En uno de los cuales rezaba una placa en la puerta de entrada: «Don Miguel Vázquez Mora, abogado. Asesoría Jurídica».
Pensativo, empujó la puerta que se hallaba entreabierta, cruzó la sala de espera donde aguardaban varias personas a las cuales saludó, de manera rutinaria, y se dirigió a su despacho que se hallaba al fondo. Un corredor amplio y largo que albergaba varias dependencias que servían de despacho y oficina a su ayudante, Fernando y a Ana, la secretaria.
Miguel entró en su despacho y cinco segundos después entró Ana.
La secretaria esperó a que su jefe tomara asiento, este se dejó caer en el sillón. Se llevó las manos a la cara. Luego levantó la mirada hacia la mujer. Su rostro mostraba un gesto de preocupación. Ella esperaba al otro lado de la mesa a que su jefe